lunes, 27 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 4. Pesadilla en Cancún (II), Separados

MOISÉS. "Tenemos un problema". Dos llamadas contaron la misma historia, dos casas se pusieron en marcha. Una compañía se hizo de oro con nosotros durante aquella hora y pico en que el teléfono echó humo. Mientras esperaba a que sonase el móvil, alguien me acompañó por el aeropuerto. "Tienes que recoger las maletas, volver a facturarlas, recoger tu billete de vuelta y pagar las tasas", se dice un operario del aeropuerto de Cancún. "¿Qué tasas?", pregunto. "Para salir de México", responde. "¡Vuestra puta madre, pero si no hemos entrado!", pienso mientras se me desencaja aún más la cara.
Llego hasta la sala donde salen las maletas. Sólo quedan nuestros cuatro bultos, custodiados por otro trabajador, que al verme llegar, la suelta. Intento agarrarlas, pero imposible. "¿Me podrías ayudar a llevar dos, o una por lo menos?", le preguto al chaval, que frunce el ceño: "¡Sí, por lo menos! ¡Para uno que le ayuda!" Decido no insultarle en vista de que me ha malentendido.
Aparece un empleado del touroperador con el que viajábamos, un mexicano con pocas ganas de ayudar. "¿Tú no puedes echarnos una mano o llamar a España para hablar con alguien?", le pregunto. "No, señor, yo no", y ya no articularía palabra... dirigiéndose hacia mí. Llego hasta un mostrador, donde facturan mis maletas, me dan el billete de vuelta a Barajas, claro está, previo pago de mis tasas y las de Maggie.
MAGGIE. Ahora él se ha ido. Tengo miedo. No puede estar ocurriendo esto. Era nuestro viaje de novios. Me dicen algo. A ver si todavía quieren ayudarnos. "Convéncele de que no pierda el dinero. Tú vuelves a España y mañana puedes estar de vuelta, él puede esperarte en el hotel". Intento dar la menor información posible. Yo no tengo tarjetas y me vería perdida en Barajas.
El gordo me habla. A ver si esta pesadilla se acaba y nos vamos al hotel. "¿A qué se dedica tu marido en España?". No sé por qué me pregunta eso: "Es periodista"... ¿Qué escribe en el posit? Ahora se lo enseña a la de 'cinco minutos, te quedas o te vas'. Se ríen. ¡Será guarra! Y ahora lo tira. Quiero irme ya con Moisés.
MOISÉS. "Cariño, me dicen que tu pasaporte está en extranjería. Confírmalo porque los de la aerolínea niegan que lo tengan aquí". ¡Menudo lío! En la puerta de embarque, decenas de personas se agolpan, después de disfrutar de unas vacaciones como las que nosotros habíamos soñado, con ganas de emprender ya el camino hacia España. Me han dicho en cinco minutos que el pasaporte de Maggie está en el avión, en extranjería y que lo tenía el personal del aeropuerto.
"Yo no lo sé... Pero no me dejes aquí", me vuelve a decir Maggie. "No te preocupes, que sin ti no voy a subir en el puto avión". Debo decir que mexicano no es sinónimo de cabrón incompetente y mala sombra. Uno de los trabajadores que realizan el embarque me tranquiliza: "Mire, el pasaporte de su mujer lo tienen los de extranjería y ella vendrá por otro sitio. Tranquilo que usted embarcará con ella". Cumplen la promesa. Cuando entro por el pasillo, junto a las esbirras del gordo, está Maggie.
MAGGIE. "¿Quiéres un poco de agua?" No sé qué hacer. Tengo mucha sed, pero me da miedo. ¿Y si meten algo para dormirme? No me fío de ellos. "No gracias, no quiero nada". Los minutos se me hacen interminables. hasta que al final me dicen que en marcha, que el vuelo va a salir. Me conducen por varios pasillos. Estoy llorando, pero miro a izquierda y derecha. ¿Me irán a hacer algo? Dicen que me pare aquí. Ahí está Moisés.
JUNTOS DE NUEVO. Entramos en el avión y una azafara, muy amable, nos acomoda. "Estoy esperando una llamada. Si se solucionase todo..." Ella sale al paso: "No se preocupe, señor. Si hay una solución antes del despegue, podrán desembarcar". Nos ofrece agua, y esta vez aceptamos. No contiene somnífero ni veneno alguno.
"He hablado con el cónsul español en México. Me ha dicho que enseguida me llama". Mi madre me había facilitado el teléfono. El enseguida nunca se produjo y hablé yo con el hombre. "Lo lamento, pero yo no puedo hacer nada. Tienen que ir a la embajada mexicana de Madrid y sacar un visado". Resignados, esperamos a un despegue que debería haberse producido hace ya bastantes minutos. Posteriormente, nos enteramos de que un huracán que venía hace la costa este de América obligó a cambiar el plan de vuelo. Y eso nos permitió hacer una última llamada. La única que realmente, sin desmerecer los intentos de nuestros familiares, nos serviría de ayuda.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 3. Pesadilla en Cancún (I), Juntos

El despertador había sonado cuando todavía era de noche en L'Eliana. Habíamos comprobado (casi) todo antes de se subirnos al coche. Viajamos hasta Madrid mientras amanecía. Atravesamos bancos de niebla y llegamos con tiempo de sobra para facturar. Pasamos todos los controles. Los empleados de Iberia, a los que Pullmantur había contratado para embarcar su vuelo de aquel domingo 19 a Cancún, revisaron nuestros pasaportes. Todo parecía en orden.
Nueve horas después, la megafonía del Boeing en el que viajamos anuncia que en unos minutos tomaremos tierra en el aeródromo de Cancún. "¿A que nunca habías visto un aeropuerto entre palmeras? Pues esto es así. Y ya verás cuando pruebes las frutas ricas", me dice Maggie en pleno aterrizaje. Hago algún comentario sobre el aeropuerto, más pequeño y antiguo que el de Manises. Ella me lo recrimina. Mientras bromeamos, observo a un policía: pantalón ajustado, camisa blanca y una aparatosa estrella como las de los sheriff de las películas. Agarra el cinturón con ambas manos mientras mira a los viajeros con cara tipo duro. Me da mala espina.
Nos colocamos en una cola. Quizás acabamos de tomar la última decisión: la suerte está definitivamente echada. Sacamos los pasaportes. Llega el gran momento. En una hora, como mucho, estaremos en el paraíso. En un todo incluido en el que disfrutaremos de nuestra luna de miel. Estoy deseando llegar al hotel. "Hay un problemita. Acompáñeme", escucho decir a un hombre que habla con Maggie.
La chica de la garita, la que había avisado a aquel tipo, coge mi pasaporte, lo revisa en menos de 30 segundos y cuña unos papeles. "Bienvenido a México", me dice. "Gracias pero... ¿a dónde han llevado a mi mujer", le pregunto. "Ella no puede entrar. Le falta un papel. Yo ya no puedo hacer nada", me responde.
Maggie está en una oficina prefabricada. Me está buscando y viene hacia mí en cuanto me ve. Está llorando desconsolada. "¡Que no puedo entrar! ¡Dicen que me van a deportar!". El tipo, un maldito gordo con cara de pocos amigos, pretende que me largue: "Usted no puede estar aquí. Usted ya está en México, pero ella no puede entrar porque le falta el visado". Intento razonar con él, pero se cierra en banda y yo alzo la voz. Seguro que en ese momento cerré la última puerta, la última posibilidad que nos quedaba para que no nos arruinasen el viaje.
"Señor, váyase de aquí o llamo a la policía", me dice. Para entonces, ya habían emergido sus dos secuaces, dos mujeres que iban de simpáticas pero que resultarían ser verdaderas arpías. "Le aconsejo que no pierda el billete. Ella vuelve a Madrid, le dan el visado y vuelve mañana mismo... y usted le espera en el hotel".
Intento serenarme. Llego a valorar esta posibilidad. Tres meses después, doy gracias al cielo por no haber seguido su consejo. "No me dejes sola... vente conmigo", me pide Maggie. Ante las amenazas del puto gordo, salgo de la oficina y aviso a nuestros familiares de lo que ocurre a través del teléfono móvil. Uno de los chicos que cuñan los pasaportes ya me avisa de que estamos en manos de aquel tiparraco, el supervisor de la aduana donde se cuñan los pasaportes. Y viene hacia mi. "Aquí no puede estar. Ya le he dicho que usted ha entrado en México y que no puede quedarse. Váyase a su hotel, que su mujer va a ser deportada".
Ignoro cómo no le mandé a la mierda, pero entro en razón y me sereno. Intento razonar con él. "Por favor, no me amenace con llamar a la policía. Soy un ciudadano europeo normal y no hemos cometido ningún delito". ¡Para qué le dije esto! "¡Yo no te he amenazado y si dices esto voy a llamar a la policía!" Me he dado cuenta de que va a ser jodido dialogar con ese cabeza cuadrada.
"Cariño, vete al hotel. Yo vuelvo a Madrid y mañana regreso", me dice Maggie aún más desconsolada. Desoigo al gordo cabrón y entro en la oficina de nuevo. Hablo de nuevo con las arpías. "A ver, se lo pido por favor. Ayúdenos. Venimos de luna de miel y ella no tiene tarjetas de crédito ni nada. No puede ir sola a España. Nos quedamos toda la noche en el aeropuerto y mañana voy al consulado a por el visado que necesita". Una de las mujeres no abriría más la boca. "¿No se puede pagar aquí una tasa?", llego a preguntar por si buscan la pasta para dejarnos pasar. La otra funcionaria me mira a los ojos, sentada en su sillón y con una mesa de por medio. Cuando acabo, me responde: "Mire, tiene cinco minutos para decidir si se queda o se va con su mujer".
Vuelvo a pedirles que por favor nos ayuden. Que mire cómo está mi mujer de desconsolada. Les explico que la agencia de viajes no nos había dicho que los ciudadanos ecuatorianos, nacionalidad de Maggie, necesitan un visado para entrar en México. Flipan cuando les comento que en Madrid nos han dejado volar sin ese papel. Imploro un poco de comprensión mientras la funcionaria me mira fijamente. Llego a creer que estoy consiguiéndolo. "Cinco minutos. Se queda, o se va", repite en cuanto dejo de hablar. "Sois unos malditos hijos de puta". Lo pienso y aún me sorprende no habérselo dicho. Llego a tener las palabras en la boca.
"Me voy". Hace una llamada. "Vámonos Maggie". Cuando ella se levanta, el gordo interviene. "Ella no puede pasar. Ha de quedarse aquí hasta que embarque en el avión. Usted ha de recoger el equipaje y embarcar". Tranquilizo a mi mujer. Le digo que la quiero y le enseño el móvil. "Te voy llamando", le digo asegurándome que el tipejo lo escuche. "¡No me dejes aquí!", escucho aún a lo lejos. Me encamino por un pasillo hacia mis maletas, aún aturdido ante una situación que no sabía cómo podía resolver.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 2: El coche

El Calcio me ha ayudado a olvidarlo todo. Acabo de disputar un Milán-Palermo que ha permanecido ajeno al mundo entero. Lógico. Incluso a Maggie le importa un rábano si logro un hat-trick manejando a Pato con mi PSP. Y aquel día más. Tengo el culo frío y cuadrado de tanto estar sentado en bancos o en el suelo de Barajas. Acabo de cargar el móvil en un baño público y deseo una ducha sobre todas las cosas.
Vigilo las maletas, nuestras compañeras del viaje de nuestras vidas... el más absurdo... la cara B de lo que debía ser nuestra luna de miel. Por lo menos, el papel por el que luchamos durante 15 días evitó que se agrandase el drama. Con todo lo que nos ocurrió en Cancún, llegué a pensar que aún podía ser peor al acercarme a la garita de la frontera de Barajas. Pero esta vez no hubo sorpresas. Maggie tenía en regla su pasaporte y contaba con el permiso de regreso a España. Entramos sin problemas en el país. El policía tenía cara de buen tipo, no como el gordo hijoputa... del que aún no os he hablado.
Pero de eso hacía ya muchas horas. Habíamos cruzado el Atlántico y habíamos intentado en vano regresar al día siguiente a México. Menos mal que no les hicimos ni puto caso. Mientras pensaba si inicio o no otro partido, suena el móvil. Cargamos las maletas y tomamos el autobús. En silencio. Cansados. Todavía indignados. Tristes. "Venga va, que estamos bien y juntos", me dice Maggie. "Prométeme que ya estás bien", añade. "Si, ya estoy mejor", miento.
Minutos después, llegamos al aparcamiento. Mientras seguimos insultando al trío de indeseables, buscamos nuestro coche. "¿Pero te acuerdas de dónde lo dejamos?" Respondo que sí, mientras camino hacia un lugar al que no tenía pensado volver hasta siete días después.
Pienso que en ese justo instante debería estar a miles de kilómetros de Madrid. Degustando un cóctail. O abrazándola. Tomando el sol. O simplemente dándonos un baño en el jacuzzi. Recuerdo en ese momento en que ya acariciábamos el sueño mientras el avión aterrizaba en Cancún. "¿A que nunca habías visto un aeropuerto entre palmeras? Pues esto es así. Y ya verás cuando pruebes las frutas ricas", me había dicho Maggie con una preciosa sonrisa de oreja a oreja.
Ya saboreaba las vacaciones soñadas. El viaje de nuestras vidas. Pero todo se había desvanecido por un puto papel y el capricho de tres indeseables. Vuelvo de repente a la realidad cuando veo nuestro coche estacionado. Busco la llave y abro el maletero. Guardo el equipaje. Siento una rabia incontrolable. Pienso que le he fallado. Noto como la impotencia genera un nudo en mi garganta y mis ojos están a punto de estallar. Y entonces, me vengo abajo.

lunes, 11 de octubre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 1: La isla

Primera y última moraleja: los viajes hay que planearlos minuciosamente, hasta el último detalle. Caímos en la isla casi por sorpresa. Bueno, por lo menos nuestro avión no se partió en el aire y nos vimos encerrados en un lugar donde no cesan de ocurrir cosas raras. Un detalle: aterrizamos en Tenerife Norte a mediodía, sin sobresaltos y casi sin turbulencias.
Mientras Maggie esperaba las maletas (por increíble que parezca no se perdieron), yo me dediqué al mercadeo. Reconozco que disfruto comparando precios y apliqué el criterio de 'contrata el más barato' en nuestra búsqueda del coche de alquiler con el que nos desplazaríamos por la isla. Como no me pagan, obviaré la empresa por la que nos decantamos.
Nos ofrecieron un coqueto Toyota Yaris. No es ninguna maravilla, pero como ventaja, se aparca en cualquier sitio. Todo iba de lujo hasta que abandonamos el parking cubierto y, cosa rara, comprobamos que llovía... y nosotros que volamos a las islas en busca de un sol estival. Total que el aguacero nos permitió observar una pequeña tara en nuestro pequeño vehículo: no funcionaba uno de los limpiaparabrisas... el del conductor.
Un cuarto de hora después, a bordo de un Opel Corsa parco en potencia, nos dirigíamos a Santa Cruz de Tenerife. Error. Comprobamos al llegar la calle Venezuela que allí no había ni hotel ni playa. En nuestra habilidad de turistas ignorantes, habíamos introducido esta dirección en el GPS... sin tener en cuenta de que el municipio al que debíamos dirigirnos era Puerto de la Cruz. Reconozco la culpabilidad absoluta de una metida de gamba que no la comete ni Mr. Bean.
Un aguacero (menos mal que ya iba el limpiaparabrisas) y 50 kilómetros después, llegábamos a nuestro destino, el Hotel Beatriz Atlantis. Cerca de las 16 horas, mientras realizábamos el check in solicitamos desesperados algo de comer. "Disculpe, pero la cocina ya está cerrada. Si quieren pueden pedir un sandwich frío en cafetería. Al final de la calle hay una pizzería". Me exaspera la amabilidad del personal de los hoteles cuando te clavan un cuchillo en el riñón para cobrar el agua a precio de oro o denegar algún servicio. No conceden la coartada para acordarse de toda su familia. Nos negamos a pagar un pastón por un puto sandwich de vete a saber qué. El italiano que nos recomendaron resultó tener más calidad de la esperada.
Por si el lector aún no lo había percibido, nos encontrábamos en Tenerife, el caribe español... y llovía. Como tener que ponerse un anorak en el infierno. Me tuve que calar hasta los huesos para ir a por agua a un supermercado... otra ironía del destino. Y luego no probé bocado en la cena gracias a un maldito refresco de grosella que engullí de regreso al hotel. Mejor, así tardé más en aborrecer el repugnante buffet.
Consejo gratis: jamás pidáis pensión completa en un hotel. Parece más barato, pero si estás más de dos días acabas negándote a comer siempre la misma comida recalentada, expuesta para que una horda de jubilados y turistas alemanes buceen en las bandejas eligiendo la mejor porción.
Hablando de germanos. No podría dejar pasar la ocasión de contar la aventura en el ascensor con la pareja de alemanes. Para ser más precisos, unos señores de avanzada edad, con los que nos quedamos atrapados en el ascensor. Recuerdo ser empujado por una fuerza monstruosa nada más pararse el elevador. Era la señora, que histérica se había erigido en nuestra salvadora. Bueno, lo intentó tocando todos los botones, de los cuales me había apartado sin la menor consideración.
Desde fuera nos tranquilizaban. Maggie y yo nos reíamos, y los señores nos miraban con cara de flipados. 'English?', le pregunté al hombre. Ni pruna. Un cuarto de hora después, salíamos del habitáculo rojos como tomates y empapados en sudor. Juro que no organizamos una orgía, por los malpensados. 'Podrían tenerlo en cuenta en la factura', bromeé a medias cuando contamos nuestra aventura en la recepción. 'Les ha salido la sauna gratis', replicó el empleado con la misma amabilidad del primer día. No reproduciré aquí lo que opiné para mis adentros sobre su progenitora, la meretriz.
Para ser justos, no podemos tampoco quejarnos de nuestra estancia en el Hotel Beatriz Atlantis. La habitación estaba muy bien, con vistas al mar... eso sí, y ya no es defecto exclusivo de este alojamiento: ¿Por qué resulta tan complicado hallar una cama de matrimonio cuando se sale en pareja? ¿Por qué las habitaciones dobles, en el 90% de los casos, ofrecen catres individuales que convierten en incómodo el legítimo derecho de dormir acurrucados como tortolitos?
Recomendamos Garachico, sus piscinas naturales y un mesón del centro del pueblo donde se come de lujo. También resulta divertido pasar un día en el Loro Parque, y sobre todo hay que disfrutar de las playas. Decía que el viaje fue precipitado, y por eso nosotros nos fuimos al norte de la isla.
Allí pudimos contemplar y disfrutar de las playas de arena volcánica y cenar en un acantilado. Degustamos el mojito canario (una delicia) y, como no, el mojo picón. Pero cuando la climatología se vuelve adversa, es el norte de la isla el primero que lo padece. Prácticamente todos los días tuvimos bastantes horas presididas por las nubes.
Nos comentaron de regreso a Valencia, que para ir como turista a Tenerife, mejor el sur: más sol y playas con arena amarilla. Nos quedaron muchas cosas que ver, como el Teide, a cuyo cráter sólo entran 200 personas al día por su condición de reserva natural. Preferimos ahorrar los 25 euros del telesférico para la próxima vez. Porque regresamos con ganas de volver... y si la vida nos lo permite, regresaremos.
El día que nos despedimos de las islas Canarias, hacía un sol veraniego. Fueron 90 kilómetros de morriña y desencanto. Nuestras vacaciones, las primeras de casados, las de nuestras vidas, se acababan justo cuando la climatología nos iba a regalar el día soleado de verano caribeño que anduvimos buscando una semana. A estas alturas, quien nos conozca y no sepa el giro inesperado que dio nuestra luna de miel, estará flipando. ¿Pero no os íbais a Riviera Maya? ¿Y qué hacíais en Tenerife? Esa es otra historia que requiere, al menos, un capítulo.

jueves, 30 de septiembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Prólogo: El laberinto del consumismo

Salir de la M-30 concede una sensación de alivio. Vuelves a respirar. Te sientes libre de algo intangible que te ha oprimido durante kilómetros en los que agarrabas el volante muy fuerte. Los ojos no lograban centrar su punto de mira, entre la carretera, la señalización y la aguja del cuentakilómetros. No hay que pasarse de 70, bajo riesgo de ser cazado por un radar.
Habíamos dejado atrás ese túnel de cinco carriles que hace de ronda de Madrid. Una obra faraónica por la que cada día transitan miles de vehículos. Curiosamente, no nos equivocamos y hallamos a la primera nuestra salida: Valencia, A-3. Menos mal, nos habría tocado dar toda la vuelta subterránea a la capital, sin edificios, sin paisaje que admirar.
Cuando pasamos a su lado, un imán nos atrajo. A la altura de Vallecas, algo nos llamó la atención: ¿Y si paramos? Maggie responde como un resorte a mi pregunta: Por mí, bien. Nos toca tomar el primer cambio de sentido.
Debo dar fe que, cuanto más grande sea la ciudad, más posibilidades hay de encontrar conductores maleducados. Me hallé en una encrucijada: frenaba un carril de acceso a la autopista porque no me dejaban tomar el de la derecha, el que necesitaba para acceder al laberinto del consumismo.
El vehículo que me seguía hacía las largas desesperado, y los conductores de la derecha, aceleraban para no dejarme pasar. Posiblemente buscaban la pole para el Gran Premio de su puñetera casa. Al tercero, respiré hondo y di un volantazo. Ya estaba en la derecha, pagando como peaje un tono de claxon y, a buen seguro, unas palabrejas nada amistosas. Agradecí al buen señor tanta delicadeza con un saludo, alzando mi brazo derecho con el dedo corazón bien erguido.
Después de un cambio de sentido y alguna maldición más, llegamos. Ikea. El paraíso de cualquier afcionado a la decoración. Maggie, llamarla mi mujer se me hace aún raro y asquerosamente posesivo, permaneció entusiasmada las siguientes tres horas. Yo debo reconocer que durante la primera, me lo pasé bien.
Hay absolutamente de todo. Muebles grandes y pequeños, utensilios, cuadros... cualquier cosa que alguien se pueda imaginar. "Si no vamos a comprar nada, nos vamos", me dice Maggie al tercer: "Ya veremos más adelante, ahora no tenemos pasta".
Los malditos suecos lo han montado de lujo. Crean un monstruo rollo Cube, la peli en la que un grupo de tipos están encerrados en un enorme bloque y sólo pueden elegir una salida entre las seis paredes de una habitación: si no eligen la correcta, palman. Aquí no son tan drásticos, pero sólo se puede avanzar en una dirección.
Y claro está, ese pasillo señalizado con una flecha, no vayas a equivocarte, te muestra absolutamente toda la gama de productos de Ikea. A mitad de camino, como previendo lo que va a ocurrir, hay un establecimiento de comida rápida donde, evidentemente, 'picamos'. Y es que para entonces ya llevábamos un carro lleno de pequeños muebles y utensilios, esperemos, imprescindibles para nuestra existencia.
Otra hora después de comer me hallaba con las manos en el volante, ya definitivamente en la A-3, camino de Valencia. Habíamos gastado otros 200 euros en un centro comercial, y frenando al máximo nuestro mono consumista. Mientras consumíamos kilómetros y hablábamos por teléfono anocheció, y casi sin darnos cuenta, concluimos extenuados el viaje de nuestras vidas: el primero desde que nos casamos.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Primera mirada hacia el Mandor

Esta noche me asomo por primera vez al Mandor. Lo dice alguien que lleva más de un año asegurando que escribe con vistas a ese barranco de L'Eliana. Eran miradas esporádicas, casi imaginarias. Desde hace tres días, mi salón está iluminado y hoy por fin, me he animado a escribir. Lo hago dopado con un Frenadol. Espero no quedarme dormido encima del teclado, como consecuencia de mi primer gripazo de casado.
Como no podía ser de otra manera, esta primera vista al Mandor debe rememorar el día más feliz de mi vida, el 12 de septiembre de 2010. Mi madre intentó hacerme llorar sobre las 6 de la madrugada, horas intempestivas para ser un domingo. "Venga, que es la última vez que te despierto. Sabes que aunque te cases, esta siempre será tu casa".
Quedaban seis horas para mi boda. No remoloneo, como es mi costumbre. Me levanto decidido, me voy a la ducha y me visto con una camiseta y pantalón corto. Tocaba sesión de peluquería. Rafa, nuestro estilista, hace bromas, empleando para ello un bote de laca, sobre el tamaño de determinado pene. Luego recrimina a Pilar que haya venido de Vigo desprovista de un buen cargamento de marisco. La madrugada se convierte en mañana y yo voy a por el desayuno, a lavar el coche de mis padres e intento adornarlo.
Y entonces me doy cuenta de lo molesta que puede ser una carrera popular por los alrededores del cementerio. "Necesito pasar a una floristería, es que me caso en poco más de dos horas". El policía local no atiende a razones y me toca regresar a la peluquería sin completar la misión. Mi hermana, la sobrina de Rafa y Pilar la retoman, mientras el estilista me repeina, engomina y llena de laca mi melena.
Casi a las 10.30 horas, y después de que mi hermana volase sobre la carretera, llegamos a casa de mis padres. Allí estaba la familia de Toledo, a la que apenas saludo. Espero que me disculpen. Me visto y me someto a una sesión de fotos, espero que quede bien el álbum. Sobre las 11.10 ya estoy urgiendo al fotógrafo y a mi padre. "No se te ocurra conducir a 80, como siempre que tenemos prisa".
Viajamos a Valencia al ritmo del disco '40 de abril' de los Celtas Cortos. Suena dos veces el 'Tú eres mejor', la canción que horas después dedicaría a mis invitados. Fue el último entresijo de mi boda, porque el resto ha tenido ya decenas de testigos, entre los que fueron a la iglesia adventista de Valencia Vives y los que siguieron la ceremonia por internet. Otro día, en siguientes vistas al Mandor, valoraré esa jornada memorable. Sólo queda algo que no fue público en ese 12 de septiembre: lo que sucedió en la habitación 207 de La Calderona. Como puede imaginar el visitante a este blog, hasta aquí podemos leer.

martes, 24 de agosto de 2010

El tarjetón y sus mil caras

Boda, boda, boda y más boda. Cuando uno se casa el próximo 12 de septiembre, no hay otro tema más importante. Bueno, sí. El piso y la pintura, las puertas, la limpieza y los muebles, los que llegarán y los que lo harán más tarde. Cosas de la vida.
El momento en que dices '¡coño, que ya no hay vuelta atrás!' es aquel en el que alargas tu brazo derecho y aseveras mirando a los ojos de un amigo: "Nos casamos y nos encantaría que nos acompañases ese día". Cuando ya entregas el tarjetón a la futura familia política, ya vas embalado, ladera abajo, directo hacia la meta.
Por lo menos, en mi caso, no hay bombo que valga de por medio. Vamos, que no me han encañonado ni puesto un machete en el cuello para sugerirme que entone el famoso 'sí, quiero'. Voy por voluntad propia y, por mucho que de forma jocosa no paren de apuntarme lo contrario ("te has casao, la has cagao" y cosas por el estilo), pìenso ser feliz con mi señora durante los próximos muchos años. Eso espero.
Y con esas, volvemos a los tarjetones. Al momento de la entrega. Todo un ritual. En mi caso, friki yo y friki ella, hemos diseñado una invitación que no deja indiferente a nadie. La mayoría se han descojonado al leerla. Algunos, los menos, muy pocos, han escondido su disgusto con un políticamente correcto 'es muy friki, como tú'. Ya lo sabía, lo uno y lo otro. Y debo reconocerlo. Me mola.
Gente que sonríe. Otros te dan las gracias. Cierta gente trata de esconder su sorpresa pues no esperaban la invitación... y alguno que otro tiene suerte de que la tapa de los sesos no sea transparente, porque de lo contrario se vería a la perfección cómo su cerebro empieza a tejer una excusa para la ocasión. Como decía antes, cosas de la vida. No a todo el mundo de gustan las bodas, y entiendo que el que más y el que menos, está sufriendo la crisis.
Pero en todo ese trasiego, de la entrega de decenas de invitaciones, me quedo con una. No voy a decir el nombre, sólo que se trata de una persona. Me emocionó por su naturalidad. Porque ella no esperaba el tarjetón y yo, mucho menos, la forma en que iba a reaccionar.
Tras una pequeña conversación telefónica sobre las vacaciones estivales, le recordé que el 12 de septiembre abandono la soltería, y que está invitada al evento. "¿¡Me vas a invitar a tu boda!? ¿¡De verdad!?", exclamó, seguro, seguro, abriendo mucho los ojos y sonriendo. Cuando por fin le di el tarjetón, nos abrazamos y estuvimos un rato charlando. Así de sencillo, pero me ayudó a recordar que la vida te guarda sorpresas. Para mí, esta fue grata. También las habrás desagradables. Mejor olvidarlas.

martes, 17 de agosto de 2010

Desconectar en vacaciones

Lo reconozco. Me cuesta una barbaridad desconectar. A mitad de tarde, he llamado al periódico vendiendo un tema. Normal, con el coñazo que nos estaba dando la florista. Que si algunas mujeres son muy tontas porque putean a sus maridos. Que si hay que quererse y tener el hogar familiar como un coto cerrado. Una disertación manida y añeja que no merece más comentarios a pesar de la buena intención de la señora.
"Dentro de una semana ya no te vas ni a acordar de nosotros", me comentaba mi jefe. No tanto, pero sí deseo olvidar el día a día de una actualidad deportiva que engulle gran parte de mi existencia. El despertar ya no fue el deseado. Un técnico del aire acondicionado en casa de mis padres hizo las veces de la alarma que me negué a activar la madrugada anterior.
Las 10.30 horas... temprano para ser el primer día de vacaciones. A lo largo de la mañana me he descubierto a mí mismo consultando la web oficial del Levante, enlazando una noticia mía al Facebook y elaborando listas en Twitter. Me ha faltado llamar a alguien a ver si me contaba algo para escribir un reportaje.
He logrado hacer un par de llamadas referentes a la boda, alguna otra sobre aspectos diversos y mirar algo por internet. A la tarde, por fin, Maggie y yo hemos podido dedicar tiempo a nosotros mismos. Pero ya os digo, para ejemplo la anécdota de la florista. ¿Padeceré alguna enfermedad? ¿Os cuesta tanto a todos desconectar de vuestro trabajo? ¿O es que a mí me gusta demasiado la profesión con la que he elegido ganarme el pan?
Lanzo esta pregunta mientras me marcho a descansar con la satisfacción de haber encontrado otros compañeros de brisca: Lola y Andreu. Ya lo contaré porque el jueguecito merece otro post. Espero tener desde el 12 de septiembre (se acerca, ¡qué vértigo y qué alegría!) más tiempo para que mis miradas al Mandor se conviertan en un ejercicio que lleve a cabo con mayor asiduidad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Los recuerdos del abuelo

Uno siempre pasa sus mejores momentos cuando menos se lo espera y en los lugares donde jamás imaginó que estaría a gusto. Suelo decir que dentro de unas décadas, cuando sea viejecito, el pelo haya dejado ya de clarearse y apenas pueda andar, me quedaré en mi casa esperando con paciencia el fin de mis tiempos. Con esa fecha, espero, todavía lejana, me dan una alergia incontrolable las residencias de ancianos. Casi tanta como los hospitales.
Por eso se me hace complicado ir a visitar a mis abuelos. Por ello y porque habitualmente su conversación se limita a las quejas por los dolores de él y las sonrojantes presentaciones de ella ante todo residente que se cruza. Por esos derroteros transcurría el último encuentro. Maggie y yo conseguimos sacarles de una sala donde conviven con otra veintena de ancianos a los que la senectud, en muchos casos, ha borrado casi cualquier atisbo de cordura.
Mención aparte merece la señora que empezó a acosarnos después de preguntar. "¿Tengo que ir por ahí". Señalaba a la puerta de salida hacia la parcela. "Sí", me limité a decir. "¿Por ahí se va a mi casa?". "Sí", pensé mientras reflexionaba para mis adentros: "¡Diablos, señora! Si la puerta conduce a la calle, no va a salir hacia su casa por una ventana". Antes de querer unirse a nuestra visita, la mujer espetó: "¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?". Ya nos resultaba pesada, pero decidimos tajantemente darle esquinazo cuando empezó a seguirnos lanzando escupitajos a cada cinco pasos que daba.
En fin, una vez la sorteamos y después del preceptivo paso por el cuarto de baño por parte del abuelo, fuimos al paraíso... o lo más parecido a ello en una residencia donde viven decenas de ancianos con centenares de manías exclusivas de cada cual. A los míos no les gusta por la soledad, pero hallamos una salita solitaria, por la que sólo pasó una señora, a la cual, evidentemente, la abuela nos presentó.
Minutos después, el abuelo se desató. Ayer no estaba enfadado, como es habitual. Recordó todas las obras que ha hecho en el chalé de mis padres. "¿Has visto la chimenea de la calefacción? Esa la hizo tu abuelo y sin andamio... ¡No sé cómo me las apañé!". Y un cobertizo para la entrada de la salita, y varias casetas, los rodapiés de las jardineras... "¡Y sin embargo a mi casa no has venido a hacer nada!"
Llegados a este punto, el abuelo suele rascarse la cabeza después de inclinarla hacia abajo, fruncir el ceño y exclamar: "¡Anda, anda, anda! ¡Calla y no seas pesado! ¡Ya te he dicho que no voy a hacer nada!" Pero esta vez no. Se quedó mirando hacia el infinito, creo que los ojos le brillaron, no sé si se le hizo un nudo en la garganta, pero supongo que sí porque las palabras le brotaron de la boca con cierta dificultad: "Yo ya no puedo... ¡con lo que yo he hecho y ahora ya no puedo hacer nada!".
El abuelo estaba ayer contento. Hacía tiempo que no me veía. Por mucho que lo niegue, él es del Madrid y yo del Barça... pero el fútbol nos unió. Vimos muchos partidos de sábado noche juntos, y dimos innumerables paseos por los campos de chufas de alrededor de su casa hasta llegar al campo del Levante. Lo descubrí hace unos meses: por eso ya soy más granota que culé. Sin saberlo, crecí alrededor de un club al que fui muchos años ajeno y con el que ahora vibro cada domingo mientras escribo las crónicas de sus partidos.
Y como estaba contento, volvamos al tema, el abuelo contó que nunca le había faltado trabajo como gañán, pastor o en la construcción. Recordó las interminables jornadas laborales de siega bajo el sol toledano, y las veces que arriesgó su vida en la obra de alguna finca que todavía sigue en pie en Valencia.
Habló de las veces que comió patatas asadas y del compañero que cayó de un andamio al vacío y no se rompió la crisma porque un tablón se cruzó en el viaje hacia el infinito. Las batallitas del abuelo, esas que darían para escribir un libro, o dos o tres. Lo contó con nostalgia pero con simpatía. Me descubrí a mí mismo embelesado, atendiendo sin mirar al reloj, que para ese momento ya había avanzado más de lo deseado. Los quehaceres me rescataron del improvisado paraíso.
Minutos después, los abuelos estaban otra vez en la concurrida sala. Por suerte, ni rastro de la señora de los escupitajos. "Llevad cuidado con el coche", se despidió el abuelo, que para los que no lo sepáis, se llama Asunción. Sí, no me equivoco, Asunción. Y ella, Amparo, nos acompañó, como siempre, casi hasta la puerta, agitando la mano derecha hasta que nos perdió de vista. Por primera vez, se me hizo difícil marcharme de la residencia.

sábado, 10 de julio de 2010

El Mundial de los pulpos y las tetas

Ya resulta complicado convencer a los ateos de esa religión denominada fútbol de que un partido merezca paralizar el mundo, y más con la que está cayendo. Parecía que no podíamos ir más lejos, pero Paul lo ha conseguido. El pulpo pitoniso ha logrado acaparar la atención de las televisiones y las radios de todo el mundo. Figura como lo más visto de cientos de webs de noticias y estará en la portada o en la contra de los principales diarios.
Las redes sociales, principalmente Facebook y Twitter se rinden al cefalópodo que triunfa como adivino. Tanto que le han salido competidores. Horas después de que hiciese público su pronóstico, Maradona, en este caso un pulpo afincado en Turquía también predijo que el Mundial de Sudáfrica coronará a la selección española. Por llevar la contraria, un periquito ha vaticinado el triunfo holandés.
Para seguir volviéndonos locos, unos empresarios, esos que cuantifican de forma minuciosa lo que ellos llaman el coste de oportunidad, han ofrecido 30.000 euros por Paul. Se trata de una asociación de Orense que quiere promocionar, con el héroe de la hinchada española como imagen, sus jornadas, adivinen, sobre el pulpo. Vamos, que si el animalico se equivoca en lo del domingo y ya ha viajado hasta Galicia, el lunes nos lo encontramos troceadito y recubierto de perejil en medio de una sartén.
Mérito no le falta al pulpito de marras (el Maradona con tentáculos y el pajarraco me parecen personajes secundarios, meros oportunistas), pues ha conseguido que nos olvidemos de las glándulas mamarias de la Riquelme. La modelo paraguaya, tras promocionarse en una impecable campaña de marketing durante los partidos de su selección, cumplió su promesa de quedarse como vino al mundo. Larissa encabezó las listas de lo más visto durante unas horas, hasta que Paul predijo con acierto que España se cargaba a Alemania en semifinales.
Lo del cefalópodo adivino no es cosa de un día. Larissa, una vez despelotada, ha perdido el interés salvo para quienes gozan de sus encantos cada noche después de hacer un doble click sobre una carpeta oculta. Bobbi Eden trató de sustituirla. La actriz porno holandesa, cuyas domingas ya están más que vistas, ha cautivado al personal con otros encantos de su fisionomía, una parte de su cuerpo que emplea para nutrirse y hablar... entre otras cosas.
La chica prometió un OJ, 'oral job'... vamos, una mamada, a todos sus seguidores de Twitter en el caso de que Holanda gane el Mundial. Menos mal que cuenta con la ayuda de otras tres porn stars para tan ardua tarea. A estas horas, Bobbi Eden tiene más de 96.000 seguidores, lo que supone que cada actriz sale a 24.000 felaciones. Me sé de cuatro que acaban con tendinitis de lengua y rotura de los ligamentos de la mandíbula.
Pero ni así han podido con Paul, cuyo sacrificio se limita a elegir entre dos ostras. Él ha decidido el destino. Considera que España gana el Mundial. El de Sudáfrica, el de los pulpos y el de las tetas. Con la crisis que está cayendo, nos preocupamos de unas cosas... y no me refiero al fútbol.

jueves, 8 de julio de 2010

El poder unificador del fútbol

Han tenido que pasar muchos años, siglos diría yo, para que este país, o estado, o como diablos queramos llamarlo, proclame al unísono su orgullo de ser español. A regañadientes o a voz en grito, no creo que haya nadie que deje de sacar pecho. Así ha ocurrido, como por arte de magia, cuando un señor de negro ha accionado tres veces su silbato.
'Visca España'. Lo he leído esta misma noche en la web del periódico 'As'. Acertado, conciliador y definitorio. El titular no podía estar mejor manejado. Esta mañana, un compañero de trabajo me comentaba que le gusta más ver el fútbol de selecciones que el de clubes.
Hasta ahora, yo siempre he definido que prefería ver al Barça ganar la Champions o al Levante ascender a Primera. Quizás siga siendo así, pero he de reconocer que disfruto viendo a la roja. Y cada día me gusta más ver a futbolistas que se baten para defender los colores de su selección y no por los euros que les da el club que les paga.
Casillas y Ramos dejan de ser los enemigos de los culés para convertirse en dos héroes más. Lo mismo ocurre con los Xavi, Iniesta, Busi o Puyol en el caso de los madridistas. Si el término compatriota te suena épocas rancias y peores, llámalo compañero de ilusiones. Después de este Mundial, seguiré autoproclamándome valenciano. Pero ahora entiendo lo que siente media Europa y toda América cuando ven salir al campo a un equipo que tienen como suyo, un combinado que reune lo mejor de cada casa.
Jamás he querido mezclar el deporte con el fútbol y hoy tampoco lo voy a hacer. Mi reflexión va a un hecho palpable: algo llamado España ha sido capaz de unirnos a todos durante un mes. Sin más consideraciones. Sin rencores ni reticencias. Con normalidad. Disfrutando de unos chavales que hablan el mismo idioma y que son los mejores del mundo en su profesión. Como cuando vemos a Nadal, a Contador o a Alonso. Por mucho que a algunos les pese, el deporte es cultura. Un hecho sociológico que ha paralizado la vida en más de 500.000 kilómetros cuadrados y ha generado una ilusión entre todos los castellano hablantes de la Península Ibérica.

martes, 29 de junio de 2010

El arcaico jefe del fútbol

Ha tenido que liarse parda en un Mundial, con millones de espectadores a través de las televisiones de todo el planeta, para que el señor Joseph Blatter se baje del burro. El presidente de la FIFA se negaba a usar las nuevas tecnologías en el balompié. Alegaba que el juego perdería esencia, ritmo y no se qué otras excusas de mal pagador.
Blatter ha puesto cara de circunstancias para pedir perdón a los mexicanos y, sobre todo, a los inventores del fútbol. Si todo se hubiera quedado en el atraco a los americanos, aquí no habría pasado nada. Pero es que el árbitro del Inglaterra-Alemania la lió parda. No dio un golazo de Lampard, uno de los mejores futbolistas del mundo, dejó fuera del torneo de Sudáfrica al laureado Fabio Capello y echó al país de la Premier, una de las tres mejores ligas del planeta.
Palabras mayoires. Posiblemente el ínclito Jorge Larrionda no pite más partidos en el Mundial. Roberto Rossetti, italiano con mayor peso, también debería hacer las maletas tras el clamoroso fuera de juego de Tévez.
Para empezar, los colegiados deberían ofrecer ruedas de prensa para dar explicaciones. Pero lo que resulta inaudito es que una acción que se ve en los marcadores del estadio y que al segundo está colgada en miles de webs en todos los idiomas, no pueda servir para que estos señores necesitados de gafas o de vergüenza rectifiquen en el momento.
Blatter ha admitido esta mañana que habrá que reabrir el debate de la tecnología. Supongo que habrá visto peligrar su silla si no lo hacía. En las federaciones funcionan así: los mandamases reaccionan cuando vislumbran la guillotina camino de su trono. Pero rápidamente, el presidente de la FIFA ha advertido del riesgo de que al consultar las acciones polémicas se rompa el ritmo de juego.
El ojo de halcón está implantado en los torneos más importantes de tenis sobre pista rápida. En EEUU, donde están, aunque me duela, más avanzados, usan el vídeo para determinadas acciones de baloncesto y fútbol americano. Bastaría, como en los tres casos citados, con colocar una limitación al entrenador. Por ejemplo, un error por tiempo al consultar una jugada.
Así se evitarían portadas, enfados, tensiones... Si el fútbol levanta pasiones y es un negocio que mueve cientos de millones de euros, las ilusiones y las opciones de los equipos no pueden estar en manos de la decisión de un señor. Un error puede suponer ganancias o pérdidas incalculables. Claro está, desde el momento que se implanten las nuevas tecnologías, será más complicado que los más poderosos reciban sus habituales y sospechosas ayuditas. Igual es a esto a lo que se resisten algunos de los que mandan, aunque sea desde la segunda línea, en el fútbol.

miércoles, 23 de junio de 2010

La extinción del corresponsal

Era lo más parecido al gallo de la sobremesa. La primera llamada se producía a las 15.30 horas. Todos los días. Incluso sábados, festivos y, si se terciaba, los domingos. "Oye, te he enviado dos correos... (cinco minutos de explicación)". Cuando acababa, tratabas de prometerte que algo entraría, simplemente porque sabías que quedaría satisfecho. Así se lo hacías saber. "Eso, guárdame un espacio. Aunque sea chiquito. Acuérdate de los pobres".
Cuando me pasaron a Deportes, me sentí aliviado por no tener que, con todos los respetos, escuchar más el kikirikí del gallo de sobremesa. Ahora lamento que, pase lo que pase, no volveré a escuchar jamás la voz de Juan Miquel. Nos dejó el pasado lunes de madrugada, horas después de que su Mislata subiese a Tercera.
Porque él era de ese pueblo, y consideraba como suyo todo lo que ocurriese de cruces para dentro. Decenas de veces he tratado de picarle, alardeando de las victorias del Osito L'Eliana sobre el Ferrobús. Juanmi y yo, porque él así escribía el guión, acabábamos hablando de balonmano como buenos amigos.
No se dedicó al periodismo de forma profesional, pero no caía un pajarillo en Mislata sin que él se enterase. Desde septiembre creyó en el ascenso del equipo de fútbol de su pueblo. "Juanmi, el año que viene me harás las crónicas en Tercera", le dije no hace mucho. "Sí, porque desde que quitaseis las de Preferente... ¡cada vez hay menos sitio !" Al final no ha podido ser, pero incluso el fútbol ha querido hacer justicia con él y le ha permitido ver esa pequeña porción de éxito.
Se marchó de madrugada, casi sin hacer ruido. Le habían diagnosticado una enfermedad que él no pregonó a los cuatro vientos. Prefirió seguir vivo. Firmó en Las Provincias el pasado fin de semana, pero ya no despertó el lunes. Sus palabras, sus noticias, seguirán ahí para siempre.
Juanmi no sólo era un gran tipo. Representaba el icono de una especie en extinción. El corresponsal de pueblo. El hombre o mujer que sin destacar por su prosa depurada, se entera de todo. Toma café, pasea o va a la compra con una libreta y la cámara de fotos por si acaso. Todos los días tiene algo que contar.
Las nuevas generaciones, tanto los reporteros como los medios, huyen de ese perfil. No se sabe muy bien por qué, pero no goza de buena fama. Será por eso del mundo global o por el desarrollo tecnológico. Juanmi lo sufrió cada tarde que imploró un espacio y su página y media de word acabó en un breve de ocho líneas.
Quizás nos equivoquemos. Esa gente, que nos llama diez veces al día o que cuenta 15 chorradas por semana, alerta de noticias curiosas, divertidas y diferentes. Como escuché recientemente en una conferencia, los grandes temas muchas veces son cíclicos y de agenda. Puede que para enganchar a las audiencias necesitemos a muchos Juanmis que se enteren de todo... o no. Eso lo analizarán los expertos y lo discutiremos los profesionales del periodismo sin llegar a una conclusión única. Mientras sólo quiero darle al enhorabuena por haber disfrutado durante más de dos décadas de una profesión que navega sin rumbo fijo.

viernes, 18 de junio de 2010

Lecciones a pie de césped

Todos mis temores se cumplieron cuando salté al césped. Con ropa de pádel y botas prestadas de fútbol, ayer di un paupérrimo espectáculo y aprendí que cada arte o profesión resultan tan complejo que lo difícil es saltar la barrera desde donde lo vemos. "La próxima vez que tenga que criticaros me lo pensaré", le mentí a Pau Cendrós, lateral del Levante, un tío grande. "¡Ahí, ahí!", respondió el chaval.
No sé cuántos minutos fueron, pero se me hicieron eternos. Vi pasar como un avión al míster Luis García, al director deportivo Manolo Salvador. Algunos de mis compañeros de otros medios se defendieron, incluso ofrecieron destellos de calidad. A mi me superó una situación que me enseñó al valorar más el trabajo de los profesionales del balón.
Táctica, preparación física, técnica innata y depurada... son vectores que pulen al futbolista. Nosotros, los periodistas, escribimos con menos acierto, pero debemos humanizar nuestras opiniones y animar a lo mismo a nuestras audiencias. Semanas atrás escuchaba a Pep Guardiola decir que él no tiene ningún caradura en su plantilla. Justificaba así a los hombres que han realizado una mala temporada. Los entrenadores cada vez tienen esto más en cuenta. A fin de cuentas, forman parte de un negocio insostenible si sólo hacen fuerza las estrellas tipo Messi o Cristiano.
Veo el fútbol como un arte. Los pintores logran el aplauso de su público modelando sobre un papel una pasta grasienta con un palo en el que hay pegado un matojo de pelo. Los jugadores elaboran trazos imaginarios cerca o a ras de césped a base de patadas a un trozo de cuero, usando para ello unos zapatos con trozos de goma o cuero en la suela. Si creéis que esto no tiene mérito, intentadlo.
Como en otros artes, algunos crean verdaderas obras de arte, otros se defienden... y algunos sólo pueden admirar lo que otros elaboran. Incluso esto, la capacidad de valorar, tiene su dificultad. Trato de convencerme de esto para justificar mi próxima crónica después del papelón que hice ayer en Orriols. Por suerte hay un verano de por medio.
Como sobre el césped soy el más torpe de los tuercebotas, regresaré a la grada e intentaré escribir con cordura. No diré lo contrario si alguien juega mal. Seamos sensatos: como profesional, debe aceptar las críticas con un afán de mejorar de igual manera que yo he de hacerlo si un lector asegura que una crónica mía es un bodrio.
Y después de la disertación, me quedo con el rato de ayer en el que los empleados del Levante y los periodistas fuimos por unas horas una sola familia. Pachanga y comida. Jugar contra el míster, el director deportivo, el preparador físico o el presidente no tiene precio. Hay decenas de anécdotas, pero permitidme que queden en el recuerdo. Sólo apunto que cuanto más veas el fútbol más grande te parece y más te engancha... como cualquier arte.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Cinco años Perdidos

Demasiado tiempo. Demasiados capítulos. Demasiadas temporadas. Demasiada expectación. 'Perdidos' se ha convertido, para gran parte de los usuarios en la mayor decepción televisiva de la historia. Y iré más lejos al calificarlo de estafa. Después de madrugar el lunes para ver el último capítulo pensé que alguien me había timado. No diré el final para quienes aún estén con la serie a medias. Quizás vayan por lo mejor.
Y es que en este post pretendo ser justo. Para ello debo reconocer que las primeras tres temporadas de 'Lost', incluso la cuarta, estuvieron más que bien. Veías un episodio y no querías esperar para disfrutar del siguiente. Las cosas se torcieron en la quinta campaña y en la sexta, todo ha ido de mal en peor hasta un final facilón y nulo en explicaciones.
"Es una idea sencilla, pero hemos tratado de hacerlo de una forma muy atractiva. Muchas de las series han terminado con grandes revelaciones. Nosotros queríamos darle un final justo y legítimo. La isla no va a ser una nave extraterrestre y volar lejos", indica Carlton Cuse, uno de los creadores de 'Perdidos'.
Sinceramente, estas palabras creo que encierran otra explicación: demasiados cabos sin atar para hacerlo en menos de hora y media. Los fans esperábamos respuestas. Sabíamos que todas no iban a llegar... pero por lo menos queríamos alguna.
'Perdidos' ha sido una serie de guión más que de personajes. Cada fan tenía el suyo favorito y no ha habido unanimidad. Si alguien moría, la serie seguía adelante sin más. Pues va y de repente, a los señores guionistas se les ocurre que prefieren un final de personajes a un compendio de respuestas más esperadas.
Llegado a este punto, vuelvo a erigirme en fiel defensor del cine. Cuando una película es buena, se disfruta de forma breve, como las buenas esencias. Si el film resulta tedioso, sabes que sólo queda un par de horas para deshacerte del bodrio. Nunca te ves abocado a estar cinco años perdido.

sábado, 22 de mayo de 2010

Devoradora de planes

Creo haber vivido esto hace ya algunos años. Ilusión y diáspora. Estas dos palabras definen el estado de ánimo de una afición. La autopista camino al sur se tiñe hoy de azulgrana, de los colores que pasean los cientos de granotas que animarán al equipo en Cartagena. El Levante se juega esta tarde su cuarto ascenso a Primera y yo, como la última vez, me quedo en tierra. Todo es culpa de la devora planes.
Aquella vez, lo recuerdo como si fuera ayer, fue por su graduación en Magisterio de Educación Musical. La cantinela resonó durante horas en mi cabeza: "Te has quedao sin ir a Lleida por un americanismo de m..." Esa tarde llovió. Mis padres me llevaron al coche cuando acabó el acto en la Fonteta.
Ellos estuvieron en la grada y yo me bajé a la cancha. Estuve haciéndole fotos. Sentada. Cuando salió a recoger la banda. Tuve que contenerme cuando llegó el gol necesario. Lo estaba escuchando en la radio y, en un alarde de reflejos, ahogué el berrido victorioso justo a tiempo. No creo que al arzobispo García-Gasco le hubiese hecho demasiada gracia que un hincha entusiasta le interrumpiese.
Las fotos que tomé están hoy en el recuerdo. Un indeseable se llevó mi cámara una noche en el Carmen. Robó 300 euros y unos retratos que valían mucho más, aunque él probablemente los desechara al instante. Fue sin duda lo que más me jodió de aquel bajón tras media madrugada de fiesta y buen rollo.
Pasados los años, mi hermana vuelve a maniatarme en Valencia. Hoy no se gradúa, pero también me impide desplazarme para ver el Levante. Cumple sus 25 añitos, toda una mujercita aunque no lo parezca... ¡Y pensar que el otro día alguien creyó que está en pleno desenlace de la pubertad!
Como aquel día, mi corazón está un poquito dividido. Imposible negar que a un futbolero empedernido como yo le gustaría estar en el estadio de Cartagonova. Pero es que me viene de familia. No somos ni la mejor ni la peor. Una más. La mía. La que me quiere y siempre está conmigo. Nunca nos dejamos solos en los momentos importantes.
En mi casa siempre hay una tarta en la comida del sábado más cercano del cumpleaños de cualquiera de los cuatro, o de los abuelos, o de las parejas, la mía y la de mi hermana. Es un momento entrañable. Sencillo y familiar, pero que nadie se pierde. No podía ausentarme por un partido de fútbol.
Sé que a la devoradora de planes le hubiese molestado, y que ella ejecutó uno de los suyos para estar en mi cumpleaños. Nos hemos peleado mucho y nos hemos dicho de todo. Pero el paso de la vida nos ha calmado. Desayunamos juntos casi a diario, contándonos nuestras batallitas y preocupaciones. En cuatro meses nos tocará salir de casa para poder organizar, de vez en cuando esas tertulias.
Esta vez no me perderé el partido, sólo el viaje. Un consuelo. Estoy feliz. Una alegría volver a celebrar un cumpleaños con ella. Porque no lo he dicho, y ya va siendo hora de hacer marcha. Espero que mis planes futboleros puedan quedar arruinados muchas veces. Señal de que me queda gente que me importa y a la que importo. Hoy le tiraré de las orejotas 27 veces: la de regalo y la de quedarme sin viaje a Cartagena. Por lo demás: ¡Feliz cumpleaños, Eli!

martes, 18 de mayo de 2010

Estrés

Tarde o temprano llega. Por problemas familiares. Por trabajo, estudios... Decepciones sentimentales o de alguien a quien aprecias. Todo junto. Lo notas porque te embarga. Respiras y lo sabes porque sigues vivo, pero tienes la sensación de que el aire no te llega al pecho. Sientes que te ahogas pero no pierdes el sentido.
¿Natural? ¿Cuestión de la edad y de las responsabilidades? Puede ser. Otro día hablaré de ello, pero es uno de los indicadores más de que han pasado los años. Empiezas a hablar del sofá de casa y no del partido de anoche. Te planteas el futuro por cuándo piensas tener un hijo y no por decidir dónde pasarás las vacaciones de verano.
Mi abuelo se hizo mayor antes de tiempo. Cuidó rebaños y recolectó millares de almendras. Mi padre no deja de vender productos naturales envasados. Mi móvil suena unas diez veces al día y dejo a diario decenas de cosas más o menos importantes por hacer.
Me estoy haciendo mayor, por mucho que los que han pasado los 40 insistan en que soy un chaval. Eso les digo yo a los becarios que llegan cada verano al periódico, cada vez con menos ilusión y ganas de trabajar. Me caso en unos meses y todavía debo montar la casa entre algunos otros detalles. Además tengo que currar bastantes horas a diario y convencer a mi compañera de viaje de esto es necesario.
Todos los días sufro esa sensación que describía al principio. A veces temo que un año de estos, esa sensación de agobio vaya a mayores. No quiero cuidar ovejas ni recoger almendras. Preferiría no vender tisanas. Reconozco que la generación del siglo XXI, los mileuristas con aires de alta burguesía, hemos creado una sociedad que ahora amenaza con engullirnos.
No va a ser el cáncer ni el sida. Los accidentes de tráfico o las guerras. El estrés es la enfermedad más letal a la que nos enfrentamos los hombres y mujeres que ya avanzamos hacia la mediana edad. Los síntomas son claros pero resulta incurable. No tenemos el antídoto, más que nada porque no queremos encontrarlo. Como excusa, decimos que carecemos de tiempo.

jueves, 29 de abril de 2010

Jugando con las estampitas

Dicen que los hombres somos niños mayores y con barba. Nos acusan de que no maduramos nunca. Y fíjate, que creo que esa es una de nuestras virtudes. Yo añadiría algo más: nos negamos a abandonar nuestros orígenes, nuestras aficiones de niños, por mucho que pasen los años. Un primer ejemplo: un día juré que vería el fútbol tranquilo. Hoy sigo vibrando con los partidos del Barça y del Levante. Reflexionaba sobre esto mientras rememoraba el encuentro contra el Inter y dedicaba un rato a mi nueva frikada.
He estado pegando cromos como un crío. El domingo decidí algo que llevaba rondando desde que en septiembre me regalaron el álbum de la Liga en los aledaños del Camp Nou. Pensaréis que es lamentable, pero he regresado al pasado para hacerme una colección. Lo echaba de menos y no podía esperar a tener un hijo al que, si Dios quiere y la salud me lo permite, le inculcaré esta bonita afición. Mientras tanto la mantendré yo.
Los cromos son uno de los grandes recuerdos de mi infancia. Me hice una sola colección y fue la de una Liga. Empecé a pegar cromos en el álbum en verano. Cosas de chavales, no pude esperar a la temporada siguiente. Esta vez coleccionaré de forma diferente, porque por primera vez he empezado a comprar cromos.
Cuando era un niño de colegio, me especialicé en las timbas de recreo. En ellas conseguí auténticos tacos de estampitas de futbolistas. Me asocié con Miguel. Ambos llegamos a reunir un taco con 600 cromos sin pagar ni una peseta. Todos los cursos hacíamos lo mismo, pero nuestros compañeros no parecían enterarse.
Alguien nos prestaba tres cromos. Jugábamos una partida, normalmente a pantalón. Y es que había tres juegos, todos igual de sencillos: el ya nombrado del pantalón, camisetas y equipos, reservado a auténticas timbas donde se comprometían 20 o más cromos por participante.
Ibas tirando estampas y, cuando coincidía la prenda o el equipo, quien había lanzado el último cromo se llevaba todo lo que había en la mesa, que solía ser el piso del patio. Había jugadores (normalmente cuatro) y espectadores. Algunos, como yo el primer día en que se ponían a la venta los cromos de fútbol, eran mendigos que querían un préstamo para probar fortuna.
Se llegaban a ganar o perder grandes cantidades de cromos, hasta el punto de que Miguel y yo llegamos a un acuerdo: llevar cada día al colegio un máximo de 20 cromos. Nos fue bien hasta que decidimos que este juego no nos haría ricos. Ese verano decidí reunir la colección. El álbum quedó a medias y todavía coge pronto, si mi padre no lo ha enviado a reciclar, en el sótano de casa.
Espero que eso no ocurra con el álbum de Sudáfrica. Quiero acabarlo y luego conservarlo. Es un reto que me he marcado. Busco cómplices porque no quedaría muy bien que un tío barbudo se presentase por los colegios con cromitos. Deseo acabar alguna colección que otra mientras llega el Moi júnior para relevarme. Espero que mi deseo sirva para forjar a un friki, que disfrute con cosas como reunir 600 estampas, leer cómics, ver partidos... pasatiempos que no hacen mal a nadie y que te alejan de otras cosas no tan buenas.

lunes, 26 de abril de 2010

La última sorpresa

La verdad es que no me puede pillar por sorpresa. Siempre has sido así. Te ha gustado sorprender. Actuar por impulsos. Sin pensártelo ni una décima de segundo. ¡Zas! Ya estaba hecho. Lo bueno. Lo malo. Lo regular. Nos dejaste pequeñas señales. Avisos en forma de concesiones impropias de un alma inquieta como la tuya.
He pensado en varias ocasiones, durante estos días en que no pude escribir estas líneas. No lo he encontrado. Me ha resultado imposible rescatar del baúl de mis recuerdos esa primera mirada, el día en que te conocí. Sí resuenan en mi interior los gritos que conseguías arrancar en plena noche, durante aquellas conversaciones maratonianas que también son cosa del pasado.
Irrumpiste en tu familia de repente. Una noche me dijeron que había un gatito en casa. Se llamaba Pancho Tomás y la mamá lo había lavado dos veces porque a mierda triplicaba el peso del animalejo. No era cuestión de adoptar a un pordiosero y dejarlo como tal.
Durante cuatro años has vivido como un rey. Cualquier gato te hubiese envidiado. Unos sofás donde afilarte las uñas, un balcón para ti sólo, jamoncito de pavo siempre que Juan regresaba a casa... eras un minino feliz. Correteabas a tus anchas.
Ya hace dos años del día en que nos hicimos amigos. Ocurrió durante la Eurocopa. Hasta entonces nos soportábamos. Yo iba a tu casa y tú soportabas que te tirasen del salón porque una minúscula parte de ti me producía alergia. Tuvimos que olvidar esos puntos de desencuentro.
Tú necesitabas comida y yo precisaba combatir la soledad pasajeras. Te daba tu sustento mientras tú me saludabas en un sucedáneo de los holas que alegran mi vida desde hace ya más de tres años. Algún día me reprochaste en forma de arañazo o mordisco que te cambiase por el partido de la noche.
Vovieron tus amos y ya nada fue como antes. Mantuviste tu carácter indomable y yo continué tratándote como al gato al que mi alergia impide tocar... demasiado. La vida ha pasado muy deprisa... otra vez demasiado y no voy a hacer esfuerzos por eliminar la repetición.
Alguna vez bromeamos con que acompañases a Nick el 12 de septiembre. No va a ser posible. Como cuando te lanzabas a los pies para jugar, has elegido una forma de marcharte que te va como anillo al dedo: de repente y sin avisar. Estuviste enfermo menos de un día y cuando quise sentir pena ya no estabas ahí.
Eres muy cabrón. Has elegido el mismo día que otro ser indomable y controvertido. Querido y odiado. Has emprendido el camino sin retorno junto a Juan Antonio Samaranch, otra muestra más de tu falta de respeto, de tu desparpajo.
Sé que ya nos habíamos hecho colegas. Venías a saludarme en cuanto llegaba a casa. Me pedías comida. a te molaba que te acariciase el cuello. Cuando el otro día te cogí con las dos manos y te acaricié quise convencerme de que aquello no era un hasta siempre. Odio las despedidas, incluso con un comercial al que he dicho que no celebraré la boda en el salón al que representa.
Pero es que tampoco quería emociones, ni lágrimas. Deseaba que aquello fuera a tu modo. Frío y calculado. Sin parpadear. Afrontando el momento. "Adiós, minino. Cuídate", recuerdo que te dije. Me miraste mientras ronroneaste por un instante. Me marché.
Sonó el teléfono. Por la voz que me saludó ya conocía la noticia. Mira que has sido arisco y testarudo, pero se te echa de menos. Seguimos cerrando la puerta para que no entres al salón a arañar los sillones nuevos. Cada noche continúo teniendo cuidado de que no te escapes cuando salgo a llamar el ascensor.
A tu manera te hiciste querer. Lo lograste. De mayor quiero ser como tú. Deseo poder decidir sin pensar. Aspiro a que quienes me rodean, me amen. Ansío que, cuando llegue el momento, pueda marcharme sin molestar a nadie. Espero que haya un sitio donde pueda leerte estas palabras. Me consuela saber que has sido un gato feliz. Hasta siempre, Tomás. Hasta siempre, minino.

martes, 13 de abril de 2010

Aspersores adictos al trabajo

Hubo un tiempo en que creía que la adicción al trabajo era cosa de los periodistas y los altos ejecutivos. Ya hace tiempo que salí de mi error y comprobé que de todo hay en la viña del Señor y que en todos sitios cuecen habas. Pero lo de ayer supera todos los límites, de lo real y de la fantasía. Jamás sospeché que hubiese aspersores, de esos que riegan los jardines públicos, enfermos de un exceso de celo en la vida laboral.
Regresaba a casa después de disfrutar una cena en el Sanfran con mi hermana y mi novia. Cuando declaras la guerra sin cuartel a la nada deseada curva de la felicidad, salirte un día de la dieta sabe a gloria. Esos sandwiches gigantes, unas patatas bravas alucinantes y los palitos de mozzarella conforman el mejor de los manjares. Después de dejar en casa a Maggie, traté de concentrarme para moderar la velocidad. Había llovido y no era cuestión de acabar el día de San Vicente compartiendo con él la última copa en su morada eterna.
Sobre la 1 de la madrugada, los aspersores riegan a diario el césped y las plantas que actúan como medianera en la avenida del Cid de Valencia. Lo que no me esperaba es que este sistema de riego estuviese ayer en marcha. Me equivoqué. Después de un chaparrón que hizo bueno lo de que en abril aguas mil, y cuando aún chispeaba, las mangueras echaban aún más agua. ¡Menudo empacho se cogerían los sufridos vegetales!
No había día festivo que valiese. Ni que la tierra ya se hubiera empapado tras dos horas de lluvia. Los aspersores estaban empecinados en cumplir su jornada laboral. ¿Y si a alguien se le ocurría aplicarles uno de esos ERE tan de moda en estos tiempos? No es cuestión de arriesgar el puesto de trabajo, y más teniendo pequeñas mangueritas a las que mantener.
Sonreí. Me dije : "Una más de Rita". Lo reconozco. Me vino a la cabeza el desmedido gasto en cambiar cada pocas semanas la decoración del Puente de las Flores, o la pasta que está costando la Ciutat de les Arts. No creo que la inversión de agua sea fastuosa. Más bien la califico de absurda.
Seguí conduciendo mientras escuchaba a De la Morena entrevistar a Luis Rubiales, y aprovechar la huelga de los futbolistas para pegarle un hostión a Ángel María Villar. Lo del director de El Larguero con el presidente de la Federación ya es una promesa de odio eterno.
Un cuarto de hora después, sin que mis limpiaparabrisas hubiesen parado en todo el viaje, tomé la salida de L'Eliana. Cuando llegué la segunda rotonda, me quedé perplejo. Ya no debe ser cosa de Rita y el PP, o de mi alcalde, José María Ángel, y el PSPV. San Vicente Ferrer comparte el 12 de abril con la celebración del día de los aspersores trabajadores. Esta glorieta ajardinada también necesita riego diario... pero no anoche.
Esas mangueras, sin embargo, ahí estaban trabajando a altas horas de la madrugada, quizás con la intención de no ser menos que sus homólogas de Valencia. Este post trata de ser una simpática denuncia a algo que puede parecer insignificante pero que desde luego deberían cuidar los Ayuntamientos. En unos tiempos de apreturas económicos y cuando la palabra sostenibilidad viste como complemento idóneo de cualquier programa electoral, no podemos derramar de una forma tan absurda unos cuantos cientos de litros de agua.
Tras una jornada festiva, entiendo que esos aspersores estarían programados, y que la persona responsable no previó que lloviese horas antes de que se pusieran en marcha. En una sociedad gobernada por las tecnologías, es posible manejar estos dispositivos incluso con un mensaje de móvil. Será costosa la instalación, pero cuando se malgasta el agua se pierden todas razones para luego reclamarla si escasea. Seguro que cuando llueve, los aspersores agradecen una jornada festiva. El medio ambiente también.

jueves, 8 de abril de 2010

La sala hostil

La ciudad es un ecosistema formado por pequeños ecosistemas. Si fuisteis aplicados en las mates de allá cuando tenías 8 añitos os sonará a 'subconjunto de...' Las especies de seres humanos o sucedáneos también son de lo más dispar. De entre todas esas variantes, y si a alguna le toca, existe una a la que deseo que entre cuanto antes en peligro de extinción... para que así desaparezca pronto. Me refiero a los moscones de cine.
Con los 30 ya cumplidos, no entiendo a los que van a la sala a charrar, a comentar la película, a dar por culo con bromas de las que ellos mismos se ríen o a devorar palomitas masticándolas como los chuchos ara que se les oiga bien. Para hacer todo eso están los bares, la calle o el salón de casa. Cuando pagas siete euracos por una entrada, es para ver una película... o por lo menos respetar a los que se han rascado el bolsillo para ello.
Mi última experiencia con los moscones de sala fue en los cines Lys. El primero en desesperarse fue Pedro. La verdad es que a él le atacaban por doquier. Los menos molestos eran una parejita. Por lo visto, no tenían lugar donde apagar su fogosidad lejos de las miradas indiscretas. Eso o que a la chica le pone pegar un polvo en público, pues se tiraba encima de su acompañante. No me quiero imaginar cómo estaría el asunto.
Yo tuve que soportar a una familia, integrada por pareja joven y matrimonio mayor. El hombre bostezó, habló, gruño... la chica le llamó la atención. "¿Pero está borracho?", me preguntó mi amigo al final de la película totalmente indignado.
La cinta tampoco ayudó demasiado. A veces no entiendo a los académicos de Hollywod. Que alguien me razone por qué han considerado 'En tierra hostil' la mejor película del año. Personalmente, ni la hubiera nominado.
Después de verla, creo firmemente que ya tocaba darle los dos oscar más importantes a una mujer y Kathryn Bigelow pasaba por allí. Eso o que querían castigar a su ex marido, James Cameron y no se les podía ocurrir otra forma más maquiavélica.
Tampoco voy a decir que la película sea un bodrio. Me parece demasiado larga, con alguna secuencia que sobra y otras que se hacen demasiado extensas. La cinta ofrece todas las técnicas de moda en el cine bélico: la cámara en mano, los planos cortos y de detalla, los silencios tensos... Dicho esto y sin que la opinión florezca de un experto, creo que la cinta se soporta pero se ha exagerado con los premios. Varias de las otras nueve nominadas superan con creces esta obra.
Además, después de ver 'En tierra hostil' entiendo la indignación de los marines. Si la película es fidedigna, los artificieros son verdaderos suicidas. Desde el ejército americano se criticó el film porque tildaba precisamente de eso a los encargados de desactivar bombas.
Un último apunte es el cameo de Evangeline Lilly, la Kate de 'Perdidos', con una aportación a la historia muy inferior a la que hace en la popular serie o incluso en los anuncios de productos de belleza. Discreta, como el resto de una película que tuvo la injusta e inmortal noche de gloria en el teatro Kodak.

martes, 6 de abril de 2010

Noche de terapia

Reconozco que lo necesitaba. Hacía tiempo que echaba de menos esa sensación tan placentera de sentirte sólo pero rodeado de gente. El plan ya es de por sí, perdonad el coloquialismo, la mar de friki. Hacía cerca de tres años que no iba al cine conmigo mismo. Sin tener que negociar para elegir la peli. Sin hablar con nadie. Sin la cálida compañía de mi amor o de un amigo. Algunos lo ven como algo triste, yo lo concibo como uno de esos momentos que, si sabes disfrutar, son sumamente placenteros. Algo así como el sabor del vino: al principio lo detestas hasta que te das cuenta que el simple aroma de un buen caldo te hace soñar despierto.
Salí del periódico un poco a regañadientes. Me apetecía ver el Villarreal B-Betis, pero alguien me aconsejó que huyese: "¡Para un día que podemos irnos pronto!". Como en los viejos tiempos, miré el reloj. Las 22.25 horas. "Da tiempo", me dije. Nos despedimos. Mi amigo, el del consejo, y yo. Él prefiere irse a casa. Aprieto el acelerador a fondo y llego a Kinépolis en diez minutos. Sé que las opciones van a ser escasas porque muchas pelis ya han empezado.
Una pareja que no se decide. Tres amigos de esos que tienen la puta manía de empezar a elegir película cuando están delante de la máquina expendedora... y así sucesivamente. Me desespero, pero finalmente llega mi turno. Saco la entrada a contrarreloj después de elegir la única opción mínimamente atractiva. Sé que salen Noriega y Belén Rueda, pero no me daba tiempo de leer la sinopsis.
Me siento en mi butaca sintiéndome observado. Algunos pensarán que soy friki, a otros les dará lástima ver a ese chaval barbudo y desaliñado entrar sólo al cine. Otros pasan de mí. Yo sigo tan feliz hasta que empieza la peli. Detrás de mí tengo a una parejita. Ella pide disculpas hasta con la risa, pero él está encantado de escuchar sus risotadas. Como si quisiera impresionarla. A ella o a todo el cine. Por muy buen chaval que sea, logra que lo deteste. Conforme avanza el metraje, su exagerado jolgorio se apaga. Menos mal que era un drama, si llega a tratarse de una comedia disparatada, le arranco las cuerdas vocales.
El título de esta entrada habla de una terapia. Hasta ahora he hablado de una actividad que echaba de menos, pero no de un tratamiento a dolencia alguna. Eso lo constituyó la propia película, 'El mal ajeno'. La trama transcurre en un hospital y las enfermedades consitituyen el hilo conductor de la historia.
Me veo obligado a esconder mi hipocondría para lograr la sensación más parecida posible al disfrute. Aunque algo previsible, la película está muy bien. Noriega da vida a un personaje más del corte de sus papeles habituales, que uno no sabe ya si los borda o es que este chico hace de sí mismo. No destacan los actores, más bien nos hallamos ante una cinta de guión.
No sé si la terapia ha surtido efecto. Durante la hora y media que he estado sentido en la butaca, me ha dolido el corazón, la cabeza y la garganta. He soportado la película como he podido, y no porque haya dejado de gustarme. Esta terapia no me da resultado. Si alguien tiene la panacea para esta sensación, que no espere más en decírmelo. Pero no voy a hablar hoy de mi hipocondría. Eso será otra historia.

sábado, 27 de marzo de 2010

Los límites del escritor

No es la primera vez que digo que escribir está entre mis primeras pasiones. Me gusta a pesar de que también define mi profesión con todas sus letras. Me paso el día redactando textos o pensando cómo voy a hacerlo. Cuando llego a casa no tengo ganas de seguir tecleando para rellenar de letras la pantalla y por ello, esta pequeña ventana que mira hacia el Mandor no ofrece tantas vistas como desearía.
¿Pero dónde pondría yo mis límites? De eso no he hablado, quizás porque se trate de una pregunta muy complicada de responder. ¿Sería capaz de escribir para que otro colocase su nombre, como ha hecho algún que otro presentado mediático? La verdad, no me gustaría, pero los que vivimos de esto nos podemos ver ante la tesitura de que o lo aceptas o engrosas la cola del INEM. Por eso, no me canso de repetir que quien ame la escritura, la adopte como afición y trabaje en otro ámbito. Claro está, yo no predico con el ejemplo.
Llevo años diciendo que algún día escribiré un libro. Aún no me he cansado de redactar noticias. Me gustaría hacerlo muchos años más, aunque con los tiempos que corren, uno nunca sabe a qué atenerse. Aquí pongo los límites de mis valores morales... ya veremos si algún día publico esa obra. Para mí sería todo un sueño hecho realidad.
El límite a la hora de sacar a la luz un libro está en el peligro. No creo que arriesgase la vida por una gran historia... o por investigar a lo Sherlock Holmes. Y os preguntaréis... ¿y este por qué se ha rallado la cabeza precisamente esta noche y con ese tema? Vengo de ver 'El escritor', lo último de Roman Polanski.
Ewan McGregor encarna a un escritor que ha de redactarle las memorias a Adam Lang (Pierce Brosnan), un ex primer ministro británico encausado por el Tribunal de la Haya. No os cuento más. Sólo digo que se trata de la típica película de suspense que tiene el toque siempre original de Polanski. Sorprende, sobre todo, el final de una cinta que transcurre lenta, con muchos detalles en los que fijarse.
Un amigo la ha definido sin verla como una de esas películas "aburridas pero lentas". Debo darle en parte la razón porque 'El escritor' prácticamente no tiene acción ni sexo, que es lo que hoy en día vende. La forma de actuar en ciertos momentos del personaje de McGregor, a mi entender, resulta poco creíble, y ese es el pero que le pongo al guión.
Por lo demás, no penséis que se trata de un peliculón, pero sí una obra de las que merece la pena ver. Eso sí, tampoco hace falta acudir al cine. 'El escritor' es la típica peli de DVD que la ves después de cenar o una tarde festiva y disfrutas lo mismo ahorrándote unos eurillos. Se trata de una cinta muy teatral, que se desarrolla en interiores o exteriores recreables o prescindibles en la historia, con la excepción del cadáver de la primera secuencia. Tampoco está de más, si no queréis esperar, ir al cine. No saldréis decepcionados.