miércoles, 26 de mayo de 2010

Cinco años Perdidos

Demasiado tiempo. Demasiados capítulos. Demasiadas temporadas. Demasiada expectación. 'Perdidos' se ha convertido, para gran parte de los usuarios en la mayor decepción televisiva de la historia. Y iré más lejos al calificarlo de estafa. Después de madrugar el lunes para ver el último capítulo pensé que alguien me había timado. No diré el final para quienes aún estén con la serie a medias. Quizás vayan por lo mejor.
Y es que en este post pretendo ser justo. Para ello debo reconocer que las primeras tres temporadas de 'Lost', incluso la cuarta, estuvieron más que bien. Veías un episodio y no querías esperar para disfrutar del siguiente. Las cosas se torcieron en la quinta campaña y en la sexta, todo ha ido de mal en peor hasta un final facilón y nulo en explicaciones.
"Es una idea sencilla, pero hemos tratado de hacerlo de una forma muy atractiva. Muchas de las series han terminado con grandes revelaciones. Nosotros queríamos darle un final justo y legítimo. La isla no va a ser una nave extraterrestre y volar lejos", indica Carlton Cuse, uno de los creadores de 'Perdidos'.
Sinceramente, estas palabras creo que encierran otra explicación: demasiados cabos sin atar para hacerlo en menos de hora y media. Los fans esperábamos respuestas. Sabíamos que todas no iban a llegar... pero por lo menos queríamos alguna.
'Perdidos' ha sido una serie de guión más que de personajes. Cada fan tenía el suyo favorito y no ha habido unanimidad. Si alguien moría, la serie seguía adelante sin más. Pues va y de repente, a los señores guionistas se les ocurre que prefieren un final de personajes a un compendio de respuestas más esperadas.
Llegado a este punto, vuelvo a erigirme en fiel defensor del cine. Cuando una película es buena, se disfruta de forma breve, como las buenas esencias. Si el film resulta tedioso, sabes que sólo queda un par de horas para deshacerte del bodrio. Nunca te ves abocado a estar cinco años perdido.

sábado, 22 de mayo de 2010

Devoradora de planes

Creo haber vivido esto hace ya algunos años. Ilusión y diáspora. Estas dos palabras definen el estado de ánimo de una afición. La autopista camino al sur se tiñe hoy de azulgrana, de los colores que pasean los cientos de granotas que animarán al equipo en Cartagena. El Levante se juega esta tarde su cuarto ascenso a Primera y yo, como la última vez, me quedo en tierra. Todo es culpa de la devora planes.
Aquella vez, lo recuerdo como si fuera ayer, fue por su graduación en Magisterio de Educación Musical. La cantinela resonó durante horas en mi cabeza: "Te has quedao sin ir a Lleida por un americanismo de m..." Esa tarde llovió. Mis padres me llevaron al coche cuando acabó el acto en la Fonteta.
Ellos estuvieron en la grada y yo me bajé a la cancha. Estuve haciéndole fotos. Sentada. Cuando salió a recoger la banda. Tuve que contenerme cuando llegó el gol necesario. Lo estaba escuchando en la radio y, en un alarde de reflejos, ahogué el berrido victorioso justo a tiempo. No creo que al arzobispo García-Gasco le hubiese hecho demasiada gracia que un hincha entusiasta le interrumpiese.
Las fotos que tomé están hoy en el recuerdo. Un indeseable se llevó mi cámara una noche en el Carmen. Robó 300 euros y unos retratos que valían mucho más, aunque él probablemente los desechara al instante. Fue sin duda lo que más me jodió de aquel bajón tras media madrugada de fiesta y buen rollo.
Pasados los años, mi hermana vuelve a maniatarme en Valencia. Hoy no se gradúa, pero también me impide desplazarme para ver el Levante. Cumple sus 25 añitos, toda una mujercita aunque no lo parezca... ¡Y pensar que el otro día alguien creyó que está en pleno desenlace de la pubertad!
Como aquel día, mi corazón está un poquito dividido. Imposible negar que a un futbolero empedernido como yo le gustaría estar en el estadio de Cartagonova. Pero es que me viene de familia. No somos ni la mejor ni la peor. Una más. La mía. La que me quiere y siempre está conmigo. Nunca nos dejamos solos en los momentos importantes.
En mi casa siempre hay una tarta en la comida del sábado más cercano del cumpleaños de cualquiera de los cuatro, o de los abuelos, o de las parejas, la mía y la de mi hermana. Es un momento entrañable. Sencillo y familiar, pero que nadie se pierde. No podía ausentarme por un partido de fútbol.
Sé que a la devoradora de planes le hubiese molestado, y que ella ejecutó uno de los suyos para estar en mi cumpleaños. Nos hemos peleado mucho y nos hemos dicho de todo. Pero el paso de la vida nos ha calmado. Desayunamos juntos casi a diario, contándonos nuestras batallitas y preocupaciones. En cuatro meses nos tocará salir de casa para poder organizar, de vez en cuando esas tertulias.
Esta vez no me perderé el partido, sólo el viaje. Un consuelo. Estoy feliz. Una alegría volver a celebrar un cumpleaños con ella. Porque no lo he dicho, y ya va siendo hora de hacer marcha. Espero que mis planes futboleros puedan quedar arruinados muchas veces. Señal de que me queda gente que me importa y a la que importo. Hoy le tiraré de las orejotas 27 veces: la de regalo y la de quedarme sin viaje a Cartagena. Por lo demás: ¡Feliz cumpleaños, Eli!

martes, 18 de mayo de 2010

Estrés

Tarde o temprano llega. Por problemas familiares. Por trabajo, estudios... Decepciones sentimentales o de alguien a quien aprecias. Todo junto. Lo notas porque te embarga. Respiras y lo sabes porque sigues vivo, pero tienes la sensación de que el aire no te llega al pecho. Sientes que te ahogas pero no pierdes el sentido.
¿Natural? ¿Cuestión de la edad y de las responsabilidades? Puede ser. Otro día hablaré de ello, pero es uno de los indicadores más de que han pasado los años. Empiezas a hablar del sofá de casa y no del partido de anoche. Te planteas el futuro por cuándo piensas tener un hijo y no por decidir dónde pasarás las vacaciones de verano.
Mi abuelo se hizo mayor antes de tiempo. Cuidó rebaños y recolectó millares de almendras. Mi padre no deja de vender productos naturales envasados. Mi móvil suena unas diez veces al día y dejo a diario decenas de cosas más o menos importantes por hacer.
Me estoy haciendo mayor, por mucho que los que han pasado los 40 insistan en que soy un chaval. Eso les digo yo a los becarios que llegan cada verano al periódico, cada vez con menos ilusión y ganas de trabajar. Me caso en unos meses y todavía debo montar la casa entre algunos otros detalles. Además tengo que currar bastantes horas a diario y convencer a mi compañera de viaje de esto es necesario.
Todos los días sufro esa sensación que describía al principio. A veces temo que un año de estos, esa sensación de agobio vaya a mayores. No quiero cuidar ovejas ni recoger almendras. Preferiría no vender tisanas. Reconozco que la generación del siglo XXI, los mileuristas con aires de alta burguesía, hemos creado una sociedad que ahora amenaza con engullirnos.
No va a ser el cáncer ni el sida. Los accidentes de tráfico o las guerras. El estrés es la enfermedad más letal a la que nos enfrentamos los hombres y mujeres que ya avanzamos hacia la mediana edad. Los síntomas son claros pero resulta incurable. No tenemos el antídoto, más que nada porque no queremos encontrarlo. Como excusa, decimos que carecemos de tiempo.