martes, 24 de agosto de 2010

El tarjetón y sus mil caras

Boda, boda, boda y más boda. Cuando uno se casa el próximo 12 de septiembre, no hay otro tema más importante. Bueno, sí. El piso y la pintura, las puertas, la limpieza y los muebles, los que llegarán y los que lo harán más tarde. Cosas de la vida.
El momento en que dices '¡coño, que ya no hay vuelta atrás!' es aquel en el que alargas tu brazo derecho y aseveras mirando a los ojos de un amigo: "Nos casamos y nos encantaría que nos acompañases ese día". Cuando ya entregas el tarjetón a la futura familia política, ya vas embalado, ladera abajo, directo hacia la meta.
Por lo menos, en mi caso, no hay bombo que valga de por medio. Vamos, que no me han encañonado ni puesto un machete en el cuello para sugerirme que entone el famoso 'sí, quiero'. Voy por voluntad propia y, por mucho que de forma jocosa no paren de apuntarme lo contrario ("te has casao, la has cagao" y cosas por el estilo), pìenso ser feliz con mi señora durante los próximos muchos años. Eso espero.
Y con esas, volvemos a los tarjetones. Al momento de la entrega. Todo un ritual. En mi caso, friki yo y friki ella, hemos diseñado una invitación que no deja indiferente a nadie. La mayoría se han descojonado al leerla. Algunos, los menos, muy pocos, han escondido su disgusto con un políticamente correcto 'es muy friki, como tú'. Ya lo sabía, lo uno y lo otro. Y debo reconocerlo. Me mola.
Gente que sonríe. Otros te dan las gracias. Cierta gente trata de esconder su sorpresa pues no esperaban la invitación... y alguno que otro tiene suerte de que la tapa de los sesos no sea transparente, porque de lo contrario se vería a la perfección cómo su cerebro empieza a tejer una excusa para la ocasión. Como decía antes, cosas de la vida. No a todo el mundo de gustan las bodas, y entiendo que el que más y el que menos, está sufriendo la crisis.
Pero en todo ese trasiego, de la entrega de decenas de invitaciones, me quedo con una. No voy a decir el nombre, sólo que se trata de una persona. Me emocionó por su naturalidad. Porque ella no esperaba el tarjetón y yo, mucho menos, la forma en que iba a reaccionar.
Tras una pequeña conversación telefónica sobre las vacaciones estivales, le recordé que el 12 de septiembre abandono la soltería, y que está invitada al evento. "¿¡Me vas a invitar a tu boda!? ¿¡De verdad!?", exclamó, seguro, seguro, abriendo mucho los ojos y sonriendo. Cuando por fin le di el tarjetón, nos abrazamos y estuvimos un rato charlando. Así de sencillo, pero me ayudó a recordar que la vida te guarda sorpresas. Para mí, esta fue grata. También las habrás desagradables. Mejor olvidarlas.

martes, 17 de agosto de 2010

Desconectar en vacaciones

Lo reconozco. Me cuesta una barbaridad desconectar. A mitad de tarde, he llamado al periódico vendiendo un tema. Normal, con el coñazo que nos estaba dando la florista. Que si algunas mujeres son muy tontas porque putean a sus maridos. Que si hay que quererse y tener el hogar familiar como un coto cerrado. Una disertación manida y añeja que no merece más comentarios a pesar de la buena intención de la señora.
"Dentro de una semana ya no te vas ni a acordar de nosotros", me comentaba mi jefe. No tanto, pero sí deseo olvidar el día a día de una actualidad deportiva que engulle gran parte de mi existencia. El despertar ya no fue el deseado. Un técnico del aire acondicionado en casa de mis padres hizo las veces de la alarma que me negué a activar la madrugada anterior.
Las 10.30 horas... temprano para ser el primer día de vacaciones. A lo largo de la mañana me he descubierto a mí mismo consultando la web oficial del Levante, enlazando una noticia mía al Facebook y elaborando listas en Twitter. Me ha faltado llamar a alguien a ver si me contaba algo para escribir un reportaje.
He logrado hacer un par de llamadas referentes a la boda, alguna otra sobre aspectos diversos y mirar algo por internet. A la tarde, por fin, Maggie y yo hemos podido dedicar tiempo a nosotros mismos. Pero ya os digo, para ejemplo la anécdota de la florista. ¿Padeceré alguna enfermedad? ¿Os cuesta tanto a todos desconectar de vuestro trabajo? ¿O es que a mí me gusta demasiado la profesión con la que he elegido ganarme el pan?
Lanzo esta pregunta mientras me marcho a descansar con la satisfacción de haber encontrado otros compañeros de brisca: Lola y Andreu. Ya lo contaré porque el jueguecito merece otro post. Espero tener desde el 12 de septiembre (se acerca, ¡qué vértigo y qué alegría!) más tiempo para que mis miradas al Mandor se conviertan en un ejercicio que lleve a cabo con mayor asiduidad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Los recuerdos del abuelo

Uno siempre pasa sus mejores momentos cuando menos se lo espera y en los lugares donde jamás imaginó que estaría a gusto. Suelo decir que dentro de unas décadas, cuando sea viejecito, el pelo haya dejado ya de clarearse y apenas pueda andar, me quedaré en mi casa esperando con paciencia el fin de mis tiempos. Con esa fecha, espero, todavía lejana, me dan una alergia incontrolable las residencias de ancianos. Casi tanta como los hospitales.
Por eso se me hace complicado ir a visitar a mis abuelos. Por ello y porque habitualmente su conversación se limita a las quejas por los dolores de él y las sonrojantes presentaciones de ella ante todo residente que se cruza. Por esos derroteros transcurría el último encuentro. Maggie y yo conseguimos sacarles de una sala donde conviven con otra veintena de ancianos a los que la senectud, en muchos casos, ha borrado casi cualquier atisbo de cordura.
Mención aparte merece la señora que empezó a acosarnos después de preguntar. "¿Tengo que ir por ahí". Señalaba a la puerta de salida hacia la parcela. "Sí", me limité a decir. "¿Por ahí se va a mi casa?". "Sí", pensé mientras reflexionaba para mis adentros: "¡Diablos, señora! Si la puerta conduce a la calle, no va a salir hacia su casa por una ventana". Antes de querer unirse a nuestra visita, la mujer espetó: "¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?". Ya nos resultaba pesada, pero decidimos tajantemente darle esquinazo cuando empezó a seguirnos lanzando escupitajos a cada cinco pasos que daba.
En fin, una vez la sorteamos y después del preceptivo paso por el cuarto de baño por parte del abuelo, fuimos al paraíso... o lo más parecido a ello en una residencia donde viven decenas de ancianos con centenares de manías exclusivas de cada cual. A los míos no les gusta por la soledad, pero hallamos una salita solitaria, por la que sólo pasó una señora, a la cual, evidentemente, la abuela nos presentó.
Minutos después, el abuelo se desató. Ayer no estaba enfadado, como es habitual. Recordó todas las obras que ha hecho en el chalé de mis padres. "¿Has visto la chimenea de la calefacción? Esa la hizo tu abuelo y sin andamio... ¡No sé cómo me las apañé!". Y un cobertizo para la entrada de la salita, y varias casetas, los rodapiés de las jardineras... "¡Y sin embargo a mi casa no has venido a hacer nada!"
Llegados a este punto, el abuelo suele rascarse la cabeza después de inclinarla hacia abajo, fruncir el ceño y exclamar: "¡Anda, anda, anda! ¡Calla y no seas pesado! ¡Ya te he dicho que no voy a hacer nada!" Pero esta vez no. Se quedó mirando hacia el infinito, creo que los ojos le brillaron, no sé si se le hizo un nudo en la garganta, pero supongo que sí porque las palabras le brotaron de la boca con cierta dificultad: "Yo ya no puedo... ¡con lo que yo he hecho y ahora ya no puedo hacer nada!".
El abuelo estaba ayer contento. Hacía tiempo que no me veía. Por mucho que lo niegue, él es del Madrid y yo del Barça... pero el fútbol nos unió. Vimos muchos partidos de sábado noche juntos, y dimos innumerables paseos por los campos de chufas de alrededor de su casa hasta llegar al campo del Levante. Lo descubrí hace unos meses: por eso ya soy más granota que culé. Sin saberlo, crecí alrededor de un club al que fui muchos años ajeno y con el que ahora vibro cada domingo mientras escribo las crónicas de sus partidos.
Y como estaba contento, volvamos al tema, el abuelo contó que nunca le había faltado trabajo como gañán, pastor o en la construcción. Recordó las interminables jornadas laborales de siega bajo el sol toledano, y las veces que arriesgó su vida en la obra de alguna finca que todavía sigue en pie en Valencia.
Habló de las veces que comió patatas asadas y del compañero que cayó de un andamio al vacío y no se rompió la crisma porque un tablón se cruzó en el viaje hacia el infinito. Las batallitas del abuelo, esas que darían para escribir un libro, o dos o tres. Lo contó con nostalgia pero con simpatía. Me descubrí a mí mismo embelesado, atendiendo sin mirar al reloj, que para ese momento ya había avanzado más de lo deseado. Los quehaceres me rescataron del improvisado paraíso.
Minutos después, los abuelos estaban otra vez en la concurrida sala. Por suerte, ni rastro de la señora de los escupitajos. "Llevad cuidado con el coche", se despidió el abuelo, que para los que no lo sepáis, se llama Asunción. Sí, no me equivoco, Asunción. Y ella, Amparo, nos acompañó, como siempre, casi hasta la puerta, agitando la mano derecha hasta que nos perdió de vista. Por primera vez, se me hizo difícil marcharme de la residencia.