lunes, 27 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 4. Pesadilla en Cancún (II), Separados

MOISÉS. "Tenemos un problema". Dos llamadas contaron la misma historia, dos casas se pusieron en marcha. Una compañía se hizo de oro con nosotros durante aquella hora y pico en que el teléfono echó humo. Mientras esperaba a que sonase el móvil, alguien me acompañó por el aeropuerto. "Tienes que recoger las maletas, volver a facturarlas, recoger tu billete de vuelta y pagar las tasas", se dice un operario del aeropuerto de Cancún. "¿Qué tasas?", pregunto. "Para salir de México", responde. "¡Vuestra puta madre, pero si no hemos entrado!", pienso mientras se me desencaja aún más la cara.
Llego hasta la sala donde salen las maletas. Sólo quedan nuestros cuatro bultos, custodiados por otro trabajador, que al verme llegar, la suelta. Intento agarrarlas, pero imposible. "¿Me podrías ayudar a llevar dos, o una por lo menos?", le preguto al chaval, que frunce el ceño: "¡Sí, por lo menos! ¡Para uno que le ayuda!" Decido no insultarle en vista de que me ha malentendido.
Aparece un empleado del touroperador con el que viajábamos, un mexicano con pocas ganas de ayudar. "¿Tú no puedes echarnos una mano o llamar a España para hablar con alguien?", le pregunto. "No, señor, yo no", y ya no articularía palabra... dirigiéndose hacia mí. Llego hasta un mostrador, donde facturan mis maletas, me dan el billete de vuelta a Barajas, claro está, previo pago de mis tasas y las de Maggie.
MAGGIE. Ahora él se ha ido. Tengo miedo. No puede estar ocurriendo esto. Era nuestro viaje de novios. Me dicen algo. A ver si todavía quieren ayudarnos. "Convéncele de que no pierda el dinero. Tú vuelves a España y mañana puedes estar de vuelta, él puede esperarte en el hotel". Intento dar la menor información posible. Yo no tengo tarjetas y me vería perdida en Barajas.
El gordo me habla. A ver si esta pesadilla se acaba y nos vamos al hotel. "¿A qué se dedica tu marido en España?". No sé por qué me pregunta eso: "Es periodista"... ¿Qué escribe en el posit? Ahora se lo enseña a la de 'cinco minutos, te quedas o te vas'. Se ríen. ¡Será guarra! Y ahora lo tira. Quiero irme ya con Moisés.
MOISÉS. "Cariño, me dicen que tu pasaporte está en extranjería. Confírmalo porque los de la aerolínea niegan que lo tengan aquí". ¡Menudo lío! En la puerta de embarque, decenas de personas se agolpan, después de disfrutar de unas vacaciones como las que nosotros habíamos soñado, con ganas de emprender ya el camino hacia España. Me han dicho en cinco minutos que el pasaporte de Maggie está en el avión, en extranjería y que lo tenía el personal del aeropuerto.
"Yo no lo sé... Pero no me dejes aquí", me vuelve a decir Maggie. "No te preocupes, que sin ti no voy a subir en el puto avión". Debo decir que mexicano no es sinónimo de cabrón incompetente y mala sombra. Uno de los trabajadores que realizan el embarque me tranquiliza: "Mire, el pasaporte de su mujer lo tienen los de extranjería y ella vendrá por otro sitio. Tranquilo que usted embarcará con ella". Cumplen la promesa. Cuando entro por el pasillo, junto a las esbirras del gordo, está Maggie.
MAGGIE. "¿Quiéres un poco de agua?" No sé qué hacer. Tengo mucha sed, pero me da miedo. ¿Y si meten algo para dormirme? No me fío de ellos. "No gracias, no quiero nada". Los minutos se me hacen interminables. hasta que al final me dicen que en marcha, que el vuelo va a salir. Me conducen por varios pasillos. Estoy llorando, pero miro a izquierda y derecha. ¿Me irán a hacer algo? Dicen que me pare aquí. Ahí está Moisés.
JUNTOS DE NUEVO. Entramos en el avión y una azafara, muy amable, nos acomoda. "Estoy esperando una llamada. Si se solucionase todo..." Ella sale al paso: "No se preocupe, señor. Si hay una solución antes del despegue, podrán desembarcar". Nos ofrece agua, y esta vez aceptamos. No contiene somnífero ni veneno alguno.
"He hablado con el cónsul español en México. Me ha dicho que enseguida me llama". Mi madre me había facilitado el teléfono. El enseguida nunca se produjo y hablé yo con el hombre. "Lo lamento, pero yo no puedo hacer nada. Tienen que ir a la embajada mexicana de Madrid y sacar un visado". Resignados, esperamos a un despegue que debería haberse producido hace ya bastantes minutos. Posteriormente, nos enteramos de que un huracán que venía hace la costa este de América obligó a cambiar el plan de vuelo. Y eso nos permitió hacer una última llamada. La única que realmente, sin desmerecer los intentos de nuestros familiares, nos serviría de ayuda.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 3. Pesadilla en Cancún (I), Juntos

El despertador había sonado cuando todavía era de noche en L'Eliana. Habíamos comprobado (casi) todo antes de se subirnos al coche. Viajamos hasta Madrid mientras amanecía. Atravesamos bancos de niebla y llegamos con tiempo de sobra para facturar. Pasamos todos los controles. Los empleados de Iberia, a los que Pullmantur había contratado para embarcar su vuelo de aquel domingo 19 a Cancún, revisaron nuestros pasaportes. Todo parecía en orden.
Nueve horas después, la megafonía del Boeing en el que viajamos anuncia que en unos minutos tomaremos tierra en el aeródromo de Cancún. "¿A que nunca habías visto un aeropuerto entre palmeras? Pues esto es así. Y ya verás cuando pruebes las frutas ricas", me dice Maggie en pleno aterrizaje. Hago algún comentario sobre el aeropuerto, más pequeño y antiguo que el de Manises. Ella me lo recrimina. Mientras bromeamos, observo a un policía: pantalón ajustado, camisa blanca y una aparatosa estrella como las de los sheriff de las películas. Agarra el cinturón con ambas manos mientras mira a los viajeros con cara tipo duro. Me da mala espina.
Nos colocamos en una cola. Quizás acabamos de tomar la última decisión: la suerte está definitivamente echada. Sacamos los pasaportes. Llega el gran momento. En una hora, como mucho, estaremos en el paraíso. En un todo incluido en el que disfrutaremos de nuestra luna de miel. Estoy deseando llegar al hotel. "Hay un problemita. Acompáñeme", escucho decir a un hombre que habla con Maggie.
La chica de la garita, la que había avisado a aquel tipo, coge mi pasaporte, lo revisa en menos de 30 segundos y cuña unos papeles. "Bienvenido a México", me dice. "Gracias pero... ¿a dónde han llevado a mi mujer", le pregunto. "Ella no puede entrar. Le falta un papel. Yo ya no puedo hacer nada", me responde.
Maggie está en una oficina prefabricada. Me está buscando y viene hacia mí en cuanto me ve. Está llorando desconsolada. "¡Que no puedo entrar! ¡Dicen que me van a deportar!". El tipo, un maldito gordo con cara de pocos amigos, pretende que me largue: "Usted no puede estar aquí. Usted ya está en México, pero ella no puede entrar porque le falta el visado". Intento razonar con él, pero se cierra en banda y yo alzo la voz. Seguro que en ese momento cerré la última puerta, la última posibilidad que nos quedaba para que no nos arruinasen el viaje.
"Señor, váyase de aquí o llamo a la policía", me dice. Para entonces, ya habían emergido sus dos secuaces, dos mujeres que iban de simpáticas pero que resultarían ser verdaderas arpías. "Le aconsejo que no pierda el billete. Ella vuelve a Madrid, le dan el visado y vuelve mañana mismo... y usted le espera en el hotel".
Intento serenarme. Llego a valorar esta posibilidad. Tres meses después, doy gracias al cielo por no haber seguido su consejo. "No me dejes sola... vente conmigo", me pide Maggie. Ante las amenazas del puto gordo, salgo de la oficina y aviso a nuestros familiares de lo que ocurre a través del teléfono móvil. Uno de los chicos que cuñan los pasaportes ya me avisa de que estamos en manos de aquel tiparraco, el supervisor de la aduana donde se cuñan los pasaportes. Y viene hacia mi. "Aquí no puede estar. Ya le he dicho que usted ha entrado en México y que no puede quedarse. Váyase a su hotel, que su mujer va a ser deportada".
Ignoro cómo no le mandé a la mierda, pero entro en razón y me sereno. Intento razonar con él. "Por favor, no me amenace con llamar a la policía. Soy un ciudadano europeo normal y no hemos cometido ningún delito". ¡Para qué le dije esto! "¡Yo no te he amenazado y si dices esto voy a llamar a la policía!" Me he dado cuenta de que va a ser jodido dialogar con ese cabeza cuadrada.
"Cariño, vete al hotel. Yo vuelvo a Madrid y mañana regreso", me dice Maggie aún más desconsolada. Desoigo al gordo cabrón y entro en la oficina de nuevo. Hablo de nuevo con las arpías. "A ver, se lo pido por favor. Ayúdenos. Venimos de luna de miel y ella no tiene tarjetas de crédito ni nada. No puede ir sola a España. Nos quedamos toda la noche en el aeropuerto y mañana voy al consulado a por el visado que necesita". Una de las mujeres no abriría más la boca. "¿No se puede pagar aquí una tasa?", llego a preguntar por si buscan la pasta para dejarnos pasar. La otra funcionaria me mira a los ojos, sentada en su sillón y con una mesa de por medio. Cuando acabo, me responde: "Mire, tiene cinco minutos para decidir si se queda o se va con su mujer".
Vuelvo a pedirles que por favor nos ayuden. Que mire cómo está mi mujer de desconsolada. Les explico que la agencia de viajes no nos había dicho que los ciudadanos ecuatorianos, nacionalidad de Maggie, necesitan un visado para entrar en México. Flipan cuando les comento que en Madrid nos han dejado volar sin ese papel. Imploro un poco de comprensión mientras la funcionaria me mira fijamente. Llego a creer que estoy consiguiéndolo. "Cinco minutos. Se queda, o se va", repite en cuanto dejo de hablar. "Sois unos malditos hijos de puta". Lo pienso y aún me sorprende no habérselo dicho. Llego a tener las palabras en la boca.
"Me voy". Hace una llamada. "Vámonos Maggie". Cuando ella se levanta, el gordo interviene. "Ella no puede pasar. Ha de quedarse aquí hasta que embarque en el avión. Usted ha de recoger el equipaje y embarcar". Tranquilizo a mi mujer. Le digo que la quiero y le enseño el móvil. "Te voy llamando", le digo asegurándome que el tipejo lo escuche. "¡No me dejes aquí!", escucho aún a lo lejos. Me encamino por un pasillo hacia mis maletas, aún aturdido ante una situación que no sabía cómo podía resolver.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 2: El coche

El Calcio me ha ayudado a olvidarlo todo. Acabo de disputar un Milán-Palermo que ha permanecido ajeno al mundo entero. Lógico. Incluso a Maggie le importa un rábano si logro un hat-trick manejando a Pato con mi PSP. Y aquel día más. Tengo el culo frío y cuadrado de tanto estar sentado en bancos o en el suelo de Barajas. Acabo de cargar el móvil en un baño público y deseo una ducha sobre todas las cosas.
Vigilo las maletas, nuestras compañeras del viaje de nuestras vidas... el más absurdo... la cara B de lo que debía ser nuestra luna de miel. Por lo menos, el papel por el que luchamos durante 15 días evitó que se agrandase el drama. Con todo lo que nos ocurrió en Cancún, llegué a pensar que aún podía ser peor al acercarme a la garita de la frontera de Barajas. Pero esta vez no hubo sorpresas. Maggie tenía en regla su pasaporte y contaba con el permiso de regreso a España. Entramos sin problemas en el país. El policía tenía cara de buen tipo, no como el gordo hijoputa... del que aún no os he hablado.
Pero de eso hacía ya muchas horas. Habíamos cruzado el Atlántico y habíamos intentado en vano regresar al día siguiente a México. Menos mal que no les hicimos ni puto caso. Mientras pensaba si inicio o no otro partido, suena el móvil. Cargamos las maletas y tomamos el autobús. En silencio. Cansados. Todavía indignados. Tristes. "Venga va, que estamos bien y juntos", me dice Maggie. "Prométeme que ya estás bien", añade. "Si, ya estoy mejor", miento.
Minutos después, llegamos al aparcamiento. Mientras seguimos insultando al trío de indeseables, buscamos nuestro coche. "¿Pero te acuerdas de dónde lo dejamos?" Respondo que sí, mientras camino hacia un lugar al que no tenía pensado volver hasta siete días después.
Pienso que en ese justo instante debería estar a miles de kilómetros de Madrid. Degustando un cóctail. O abrazándola. Tomando el sol. O simplemente dándonos un baño en el jacuzzi. Recuerdo en ese momento en que ya acariciábamos el sueño mientras el avión aterrizaba en Cancún. "¿A que nunca habías visto un aeropuerto entre palmeras? Pues esto es así. Y ya verás cuando pruebes las frutas ricas", me había dicho Maggie con una preciosa sonrisa de oreja a oreja.
Ya saboreaba las vacaciones soñadas. El viaje de nuestras vidas. Pero todo se había desvanecido por un puto papel y el capricho de tres indeseables. Vuelvo de repente a la realidad cuando veo nuestro coche estacionado. Busco la llave y abro el maletero. Guardo el equipaje. Siento una rabia incontrolable. Pienso que le he fallado. Noto como la impotencia genera un nudo en mi garganta y mis ojos están a punto de estallar. Y entonces, me vengo abajo.