miércoles, 11 de mayo de 2011

El pequeño tesoro de plástico

Una varita de plástico de menos de un palmo de longitud puede esconder un tesoro impagable. Algo imposible de comprar con todo el oro del mundo. Sensaciones que se pueden describir con ese utensilio alargado y negro, pero que quedan tatuadas para siempre en el corazón y en el recuerdo. Instantes mágicos, segundos que conviene paladear entre el bullicio cotidiano de la información que fluye entre los papeles, las ondas y los bits.
La certeza de que alguien ha pensado en ti con la inmensidad de un océano como obstáculo insalvable entre ambos. La prueba de un bien intangible pero de valor incalculable, que no se puede comprar ni se debe vender. Porque la amistad no se fabrica, ni siquiera con la ayuda de esa bebida de polvos, mágica, cincebida en una ciudad que un día fue el epicentro del deporte mundial. Más bien nace, de una manera espontánea, sin una fórmula secreta como la de ese elixir carbonatado que nadie consigue imitar con éxito.
La amistad se guarda con celo para evitar que la arruinen las polillas de la distancia o las obligaciones diarias. Pero también se demuestra con pequeños detalles. Nimios e insignificantes para el ajeno, pero de un simbolismo superlativo para los protagonistas. Y cuando existe ese vínculo entre dos personas, se otorga el valor adecuado a esa varita de plástico, o al libro depositado en una bolsa.
Así, sin más. Carente de envoltorio, testigo de una jornada laboral trepidante, un regalo de cumpleaños puede transmitir todo o nada. Me quedo con lo primero, con ese "nano, voy de puto culo, pero me he acordado de ti". Lo sé, compañero, amigo. Aún diría más, como tú lo prefieras: hermano, 'brother'.