jueves, 29 de septiembre de 2011

Un monosílabo y dos tesoros

Dos letras. Apenas tres trazos rectilíneos y uno curvo. Jamás tan poco me produjo una sensación de angustia tan grande. Miseria. Culpabilidad. Vergüenza de mirar a los ojos de quien se cruzase conmigo. Temía que me mirasen con pena, con una mofa contenida u otra cruelmente explícita. Casi deseaba una enérgica letanía de censura como el desahogo de todos a los que había fallado merendándome el día antes ese puto monosílabo.

Caí en la mala educación al no saludarla porque no sabía qué decirle. Renuncié a ese placer de comentar las horas previas del partidazo de Champions en Mestalla con el más futbolero de la redacción, un valencianista cabreado pero simpático. Pensé en pedir perdón. Deseé que me tragase la tierra y me escupiese algún volcán. Ansié el final del día.

Y eso es lo bueno que tiene el periodismo. Que las jornadas pasan. Los buenos y los malos. Y a la mañana siguiente hay que empezar casi de cero. No soy un cirujano que pueda matar a alguien por una sutura defectuosa en alguna arteria. Tampoco me dedico a diseñar motores de aviones o de otros aparatos en los que una avería se convierte en un accidente con decenas de muertos. Sigo estremeciéndome cada vez que recuerdo que un error mío cambió el sentido de toda una noticia.

"Eso nos ha pasado alguna vez a todos", me dijo alguien que minutos antes había tildado aquello de 'megacagada'. Me sentí un irresponsable, un inútil, un despojo de periodista y alguien indigno de toda la confianza que algunos depositan en mí. A medida que pasan las horas me sereno y relativizo un error grave, pero efectivamente cometido sin mala intención. Por eso ese maldito monosílabo me ha ayudado a valorar a dos tesoros.

Uno de ellos, el tío cojonudo escondido tras la piel de lobo impresentable que asume el apodo de Convoxo. Tiburón letal en cuanto la pantalla del ordenador se tiñe de verde oscuro, es una de las personas que conozco que más ha captado el sentido de la palabra amigo. Difícil quedar con él para cenar o irse de cañas, odia ver conmigo una final de Champions, pero siempre ha estado ahí en los días jodidos.

Desde que apretó el paso para no saludar a aquel friki vestido con una camisa ridícula, ha llenado el vaso de la amistad. Conversaciones sobre cine (una exaltación de 'El Padrino', la primera de todas), abrazos para celebrar goles, muchísimos cafés y muchos paseos de psicólogo por el carril bici de su pueblo. Quizás el mejor de todos, el marrón que tuvo que comerse sin rechistar a causa del mencionado monosílabo que yo había engullido de un plumazo. Gracias.

Como gracias a ella. Otro tesoro. ¿El más valioso? Sí. Porque sabe aguantarme. Porque aunque a veces no me entienda y viceversa llevamos más de cuatro años juntos. Porque no pudo contener las lágrimas cuando vio que estaba jodido de verdad. Porque supo hablar y guardar silencio, marcar los tiempos durante más de dos horas.

Pero sobre todo porque no deja de sorprenderme. Cuando un día es malo, sólo deseas refugiarte en tu guarida. Que haya silencio. Que nadie te moleste. Hipnotizarte en una buena película, una serie o un libro. Y eso lo tuve, pero después de que volviera a darme algo que no esperaba. Fueron apenas unas fotografías y otros trazos. Sin error alguno a pesar de que no es periodista. Luego dice que no sabe si será una buena enfermera, pero me curó sin estar ni siquiera presente. Consiguió que un día funesto acabase con una sonrisa.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El culto ha empezado

Todo ha cambiado. Ya nunca se reunirán allí los de antes. Cada uno hizo su vida. Algunos dejaron de aparecer paulatinamente. Otros se marcharon a vivir a ciudades lejanas. Jamás se repetirán aquellas tertulias futboleras que le desesperaban, quizás por producirse a destiempo. Pero todo eso ahora ya da igual porque, como los demás, él tampoco está ya ahí.

Se marchó ayer por la tarde. En silencio. En ese estado de quietud que tanto reivindicaba para los sábados por la mañana en Fray Pedro Vives, 33. Ha cruzado la frontera entre la vida y el recuerdo en apenas once días. Hace menos de dos semanas aún estaba ahí, sentado en esa silla junto al altavoz. Su sitio, el lugar donde ha pasado meses y meses escuchando cultos, soñando con la vida mejor que, si es cierto que hay un Dios, a buen seguro tendrá. Paladeó ese futuro de dicha suprema sin parar a observar que en el presente algo letal lo estaba consumiendo. Quizás así haya sido mejor.

Para él. Porque para los que nos quedamos, es sencillamente horrible. Quiero regresar a aquellas tertulias. Hablar del Barça, el Madrid y el Valencia, y que en medio del fragor de la batalla dialéctica, aparezca Enrique Mir por la puerta: "¡Sch, sch, sch, sch! ¡El culto ha empezado, podéis entrar!". Quizás volviese a sacarme de mis casillas, le diría que en cinco minutos y comentaríamos de pasado lo pesado que es antes de enfrascarnos diez minutos más en la discusión...

No voy a escribir ahora fuera perfecto. Nadie lo es. Una vez me pidió que guardase silencio en la iglesia cuando bajaba unas escaleras sin hablar. Cría fama... Pero ahora que se ha ido, prefiero recordar sus saludos afables o las breves conversaciones de fútbol (era muy del Valencia) cuando él consideraba que eran oportunas. O aquellos pajarillos que regalaba hace ya más de 20 años, cuando acudía a concursos de canto: todos los niños de mi generación tuvimos alguno de aquellos verdecillos. Tiempos pasados de una sociedad mejor. Te echaremos de menos, Enrique. Nos veremos junto al río...