Mi
abuelo era un tipo sencillo. Un hombre rural, de esos que vivieron una vida
ajena a los números y a las letras, que jamás anhelaron un sillón de oficina.
Pastor, agricultor y albañil, Asunción representó durante décadas al perfecto
currante, de los que se lo han ganado todo con el lomo. Personas que nacieron
en esa España profunda en la que para salir adelante había que trabajar de sol
a sol.
Y
esa gente merece ser escuchada. A mí, por lo menos, me cautivan. Por eso, ahora
lo entiendo, me han embrujado desde pequeño las historias del abuelo. Crecí
escuchando sus batallitas de cómo andaba horas para ir al campo a trabajar, de
cuando tenía ocho años y ya salía con un rebaño, o la del perro demasiado
glotón que asaltó la despensa. Pues resulta que el chucho… No, vamos a dejarla
para otra ocasión, que hoy no toca, pero sólo voy a decir que aquel saco de
pulgas no volvió hacer de las suyas.
Era
la preferida, y cada ciertos meses, le pedíamos que la contase en alguna
sobremesa familiar. Creo que a todos nos gustaba que el abuelo narrase sus
vivencias en Mora de Toledo, su pueblo natal. Seguro que se ha ido sin
contarnos todas, algunas por falta de ganas, otra por escasez de tiempo. Por
eso, doy gracias a Dios por haberme regalado aquellos minutos de Nochebuena.
Por haber interrumpido mi conversación con alguien con quien comparto hoy mi
vida para charlar con ese hombre que muchas veces cambió la suya por cuidarme.
El
abuelo me contó cosas de su vida en el pueblo. De cómo una vez no tenían que
comer, estaban recolectando patatas, cogieron unas cuantas y se las frieron a
lo pobre. De cómo otro día les pilló un chaparrón de tomo y lomo, corrieron
varios kilómetros bajo un aguacero y llegaron a casa calados hasta los huesos.
Pese a que ya estaba enfermo, durante media hora se rió a carcajadas y disfrutó
recordando conmigo una vez más sus historias de antaño. Hace casi cinco años de
aquel ratito que ha quedado grabado en mi mente. Es el último recuerdo nítido
que tengo del gran Asunción y nadie podrá robármelo jamás.
También
me quedaré esos sábados por la noche en los que veíamos juntos el partido de
fútbol, y discutíamos. “¡Muchacho, te voy dar un sopapo!”, avisaba alzando la
mano cada vez que me metía con él, afirmando que era del Madrid. Lo negaba,
pero lo era, y quizás por llevarle la contraria me hice del Barça. También sin
quererlo me inculcó el levantinismo: los paseos por los campos de detrás de su
casa hasta el estadio Ciutat de València no podían caer en saco roto…
Mi
infancia no sería la misma sin la figura del abuelo. Sin sus protestas porque
le manchaba el piso por jugar con cochecitos en su salón, pero también sin los
veranos jugando juntos a fútbol en la playa de las Arenas. Ganase o perdiese,
de camino a casa había un helado de premio.
Transparente,
trabajador, obstinado… ese era el abuelo. Me voy a quedar con la fotografía de
ese hombre con poco pelo y bajito, pero con fuerza para cruzar a pie toda la
ciudad, de norte a sur, para recoger a sus nietos. Ahí estaba todos los
mediodías, esperando a que mi hermana y yo saliéramos del colegio para colgarse
las mochilas a los hombros y llevarnos a casa a comer para volver a clase por
la tarde.
Nunca
llegó tarde. Siempre estaba allí. De pie. Aguardando con un libro y un
rotulador fluorescente en la mano. Sospecho que no había en su Biblia un solo
versículo sin subrayar. Porque como había dicho al principio, al abuelo le
habían importado un bledo los números y las letras hasta que le presentaron al
Dios que le enamoró, ese que era como él.
Aprendió
a leer para recorrer la Biblia una y otra vez. Sin descanso, como cuando
curraba de sol a sol en su pueblo o en el almacén de pieles. “¡Será posible!”,
era su única queja y sólo si algo salía mal. Bromista y obstinado… Cabezón,
pero con un corazón más grande que él. Hasta hace nada oraba todas las noches a
su Dios por toda su familia, uno por uno, y por “todos esos pobrecicos que no
tienen nada que comer”.
Definitivamente,
y creía que no lo diría nunca de un madridista, ha sido una placer compartir 32
años con el abuelo. Porque ha sido un hombre íntegro capaz de tomar decisiones
drásticas para estar en paz con su Dios. Sé que si ese Dios existe, Asunción
estará entre sus justos. Por eso, permitirme que esta carta de despedida, acabe
en un punto… y seguido.
Nota del autor: Este texto fue escrito en la madrugada del 15 de diciembre de 2011, horas después del fallecimiento de mi abuelo, Asunción Rodríguez-Isla García. Atenazado por la tristeza y el cansancio de un día difícil, no creo que haya elaborado mi mejor artículo, pero este es especial para mí porque se concibió con el corazón. El perfil se incluyó en la programación que tuvo lugar en el funeral celebrado en Valencia este mismo día. Espero que sea un digno homenaje a alguien que lo merece.