jueves, 15 de diciembre de 2011

Un hombre rural, un hombre justo


Mi abuelo era un tipo sencillo. Un hombre rural, de esos que vivieron una vida ajena a los números y a las letras, que jamás anhelaron un sillón de oficina. Pastor, agricultor y albañil, Asunción representó durante décadas al perfecto currante, de los que se lo han ganado todo con el lomo. Personas que nacieron en esa España profunda en la que para salir adelante había que trabajar de sol a sol.
Y esa gente merece ser escuchada. A mí, por lo menos, me cautivan. Por eso, ahora lo entiendo, me han embrujado desde pequeño las historias del abuelo. Crecí escuchando sus batallitas de cómo andaba horas para ir al campo a trabajar, de cuando tenía ocho años y ya salía con un rebaño, o la del perro demasiado glotón que asaltó la despensa. Pues resulta que el chucho… No, vamos a dejarla para otra ocasión, que hoy no toca, pero sólo voy a decir que aquel saco de pulgas no volvió hacer de las suyas.
Era la preferida, y cada ciertos meses, le pedíamos que la contase en alguna sobremesa familiar. Creo que a todos nos gustaba que el abuelo narrase sus vivencias en Mora de Toledo, su pueblo natal. Seguro que se ha ido sin contarnos todas, algunas por falta de ganas, otra por escasez de tiempo. Por eso, doy gracias a Dios por haberme regalado aquellos minutos de Nochebuena. Por haber interrumpido mi conversación con alguien con quien comparto hoy mi vida para charlar con ese hombre que muchas veces cambió la suya por cuidarme.  
El abuelo me contó cosas de su vida en el pueblo. De cómo una vez no tenían que comer, estaban recolectando patatas, cogieron unas cuantas y se las frieron a lo pobre. De cómo otro día les pilló un chaparrón de tomo y lomo, corrieron varios kilómetros bajo un aguacero y llegaron a casa calados hasta los huesos. Pese a que ya estaba enfermo, durante media hora se rió a carcajadas y disfrutó recordando conmigo una vez más sus historias de antaño. Hace casi cinco años de aquel ratito que ha quedado grabado en mi mente. Es el último recuerdo nítido que tengo del gran Asunción y nadie podrá robármelo jamás.
También me quedaré esos sábados por la noche en los que veíamos juntos el partido de fútbol, y discutíamos. “¡Muchacho, te voy dar un sopapo!”, avisaba alzando la mano cada vez que me metía con él, afirmando que era del Madrid. Lo negaba, pero lo era, y quizás por llevarle la contraria me hice del Barça. También sin quererlo me inculcó el levantinismo: los paseos por los campos de detrás de su casa hasta el estadio Ciutat de València no podían caer en saco roto…
Mi infancia no sería la misma sin la figura del abuelo. Sin sus protestas porque le manchaba el piso por jugar con cochecitos en su salón, pero también sin los veranos jugando juntos a fútbol en la playa de las Arenas. Ganase o perdiese, de camino a casa había un helado de premio.
Transparente, trabajador, obstinado… ese era el abuelo. Me voy a quedar con la fotografía de ese hombre con poco pelo y bajito, pero con fuerza para cruzar a pie toda la ciudad, de norte a sur, para recoger a sus nietos. Ahí estaba todos los mediodías, esperando a que mi hermana y yo saliéramos del colegio para colgarse las mochilas a los hombros y llevarnos a casa a comer para volver a clase por la tarde.
Nunca llegó tarde. Siempre estaba allí. De pie. Aguardando con un libro y un rotulador fluorescente en la mano. Sospecho que no había en su Biblia un solo versículo sin subrayar. Porque como había dicho al principio, al abuelo le habían importado un bledo los números y las letras hasta que le presentaron al Dios que le enamoró, ese que era como él.
Aprendió a leer para recorrer la Biblia una y otra vez. Sin descanso, como cuando curraba de sol a sol en su pueblo o en el almacén de pieles. “¡Será posible!”, era su única queja y sólo si algo salía mal. Bromista y obstinado… Cabezón, pero con un corazón más grande que él. Hasta hace nada oraba todas las noches a su Dios por toda su familia, uno por uno, y por “todos esos pobrecicos que no tienen nada que comer”.
Definitivamente, y creía que no lo diría nunca de un madridista, ha sido una placer compartir 32 años con el abuelo. Porque ha sido un hombre íntegro capaz de tomar decisiones drásticas para estar en paz con su Dios. Sé que si ese Dios existe, Asunción estará entre sus justos. Por eso, permitirme que esta carta de despedida, acabe en un punto… y seguido.

Nota del autor: Este texto fue escrito en la madrugada del 15 de diciembre de 2011, horas después del fallecimiento de mi abuelo, Asunción Rodríguez-Isla García. Atenazado por la tristeza y el cansancio de un día difícil, no creo que haya elaborado mi mejor artículo, pero este es especial para mí porque se concibió con el corazón. El perfil se incluyó en la programación que tuvo lugar en el funeral celebrado en Valencia este mismo día. Espero que sea un digno homenaje a alguien que lo merece.