martes, 17 de febrero de 2015

Luna

-¿Estás segura?
-Sí, y no insistas más...
-Pero...
-Ni pero ni nada. Ella lo habría querido así. Me lo dice el corazón. Además, para que se lo quede el Estado...

Hacía años que lo había decidido. A decir verdad, este era el culmen de una decisión que había tomado mientras cicatrizaba su raja en el pecho. Aquellos días le dolía todo. La terrible herida y la horrible sensación de vacío que sintió al leer la carta. Aún se estremecía al recordarlo. De vez en cuando sacaba de la caja fuerte ese manuscrito, elaborado con prisa y donde adivinaba una gota reseca. Una lágrima de ella. Seguro.

Mientras se recuperaba puso su vida patas arriba. Vendió todos sus bolsos de Chanel y donó el dinero a la protectora de animales. Entregó toda su ropa de marca a diferentes ONG. No se preocupó ni de recuperar el puto deportivo con el que casi se mata. Tardó años en volver a examinarse del carné de conducir, que lógicamente le retiraron por triplicar la tasa de alcoholemia. Cambió de teléfono móvil, de domicilio, dejó de frecuentar las discotecas... en definitiva, dio la espalda al que había sido su mundo.


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Luna ahora se siente consumida. Está sola. Como siempre. Nunca pudo ser la misma. Sigue cortándosele la respiración cada mañana cuando se mira al espejo desnuda nada más salir de la ducha y ve la cicatriz que le atraviesa el pecho. Durante más de medio siglo, sus vecinos y la gente del pueblo le han llamado la rara. Pocos conocen su historia.

"No debiste hacerlo, Sara. Tú deberías haber vivido estos años. ¡Joder, que yo no merecía vivir, hermanita!", repite cada noche entre lágrimas. Hoy es diferente. Luna ha cumplido los 86. Se siente cansada y sola. Nada de tartas, ni una llamada de felicitación. Al fin y al cabo lo había decidido ella, pero sentía un vacío inmenso.

Escucha el corazón. Como siempre que le late más fuerte desde que despertó en aquella cama de hospital. Se siente extraña, más que nunca. Acude a la caja fuerte. Saca una vez más la carta, pero esta vez también coge aquel escrito que ya hace muchos años su hermano le ayudó a redactar a regañadientes.

"Para mi hermana querida, aunque pienses que estoy loca yo sí me acuerdo de ti. Desde el vientre de mamá no pude estar junto a ti. Si estás leyendo esta carta es que todo salió bien. Yo siempre quise morir cuando fuese viejita, como nací, junto a ti. Cuídanos, hermanita. Te quiero. Sara". Luna lee la carta. Una, dos veces. Casi no nota cómo le falta la respiración. "¿Por qué tuviste que hacerlo? Yo no lo merecía. He cuidado tu corazón. Lo he mimado, hermanita. Pero quiero reunirme ya contigo", solloza la anciana. Nota un dolor punzante en el pecho. Sabe que ha llegado el final. "Hoy por fin estaremos juntas, Sara", acierta a mascullar antes de desplomarse en el sofá, junto a la carta que tantas veces ha leído y junto al testamento que escribió en compañía de su hermano hace ya 30 años.


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Ahí estuvieron hasta que un vecino llamó al 112 al notar el olor que emanaba de la casa de la anciana. Nadie se extrañó de que hubiera desaparecido durante un mes. Lo achacaron a que se había marchado a pasar unas semanas al pueblo. El infarto había sido rápido, fulminante y silencioso. Las encontró la Policía. A ella. A la carta de su hermana. Y a la suya, la que había redactado como posdata de sus últimas voluntades.

"Hermana querida, espero haber cuidado bien ese corazón que tú me regalaste y que me cambió la vida. Ahora que por fin estoy contigo, dejaré todos mis bienes para los niños del pueblo. Para su educación. Para que ninguno sea como lo fui yo durante 25 años. Para que sean como tú, querida Sara: bondadosos, trabajadores, buenas personas. Te quiero. Luna".


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Este relato es una especie de continuación de la maravillosa canción  'Saraluna' (Melendi), basado en la noticia de una mujer que donó a su muerte todos sus bienes para la educación de su pueblo natal de  Cuenca. El texto es una adaptación, no tiene nada que ver con la realidad.