jueves, 5 de agosto de 2010

Los recuerdos del abuelo

Uno siempre pasa sus mejores momentos cuando menos se lo espera y en los lugares donde jamás imaginó que estaría a gusto. Suelo decir que dentro de unas décadas, cuando sea viejecito, el pelo haya dejado ya de clarearse y apenas pueda andar, me quedaré en mi casa esperando con paciencia el fin de mis tiempos. Con esa fecha, espero, todavía lejana, me dan una alergia incontrolable las residencias de ancianos. Casi tanta como los hospitales.
Por eso se me hace complicado ir a visitar a mis abuelos. Por ello y porque habitualmente su conversación se limita a las quejas por los dolores de él y las sonrojantes presentaciones de ella ante todo residente que se cruza. Por esos derroteros transcurría el último encuentro. Maggie y yo conseguimos sacarles de una sala donde conviven con otra veintena de ancianos a los que la senectud, en muchos casos, ha borrado casi cualquier atisbo de cordura.
Mención aparte merece la señora que empezó a acosarnos después de preguntar. "¿Tengo que ir por ahí". Señalaba a la puerta de salida hacia la parcela. "Sí", me limité a decir. "¿Por ahí se va a mi casa?". "Sí", pensé mientras reflexionaba para mis adentros: "¡Diablos, señora! Si la puerta conduce a la calle, no va a salir hacia su casa por una ventana". Antes de querer unirse a nuestra visita, la mujer espetó: "¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?". Ya nos resultaba pesada, pero decidimos tajantemente darle esquinazo cuando empezó a seguirnos lanzando escupitajos a cada cinco pasos que daba.
En fin, una vez la sorteamos y después del preceptivo paso por el cuarto de baño por parte del abuelo, fuimos al paraíso... o lo más parecido a ello en una residencia donde viven decenas de ancianos con centenares de manías exclusivas de cada cual. A los míos no les gusta por la soledad, pero hallamos una salita solitaria, por la que sólo pasó una señora, a la cual, evidentemente, la abuela nos presentó.
Minutos después, el abuelo se desató. Ayer no estaba enfadado, como es habitual. Recordó todas las obras que ha hecho en el chalé de mis padres. "¿Has visto la chimenea de la calefacción? Esa la hizo tu abuelo y sin andamio... ¡No sé cómo me las apañé!". Y un cobertizo para la entrada de la salita, y varias casetas, los rodapiés de las jardineras... "¡Y sin embargo a mi casa no has venido a hacer nada!"
Llegados a este punto, el abuelo suele rascarse la cabeza después de inclinarla hacia abajo, fruncir el ceño y exclamar: "¡Anda, anda, anda! ¡Calla y no seas pesado! ¡Ya te he dicho que no voy a hacer nada!" Pero esta vez no. Se quedó mirando hacia el infinito, creo que los ojos le brillaron, no sé si se le hizo un nudo en la garganta, pero supongo que sí porque las palabras le brotaron de la boca con cierta dificultad: "Yo ya no puedo... ¡con lo que yo he hecho y ahora ya no puedo hacer nada!".
El abuelo estaba ayer contento. Hacía tiempo que no me veía. Por mucho que lo niegue, él es del Madrid y yo del Barça... pero el fútbol nos unió. Vimos muchos partidos de sábado noche juntos, y dimos innumerables paseos por los campos de chufas de alrededor de su casa hasta llegar al campo del Levante. Lo descubrí hace unos meses: por eso ya soy más granota que culé. Sin saberlo, crecí alrededor de un club al que fui muchos años ajeno y con el que ahora vibro cada domingo mientras escribo las crónicas de sus partidos.
Y como estaba contento, volvamos al tema, el abuelo contó que nunca le había faltado trabajo como gañán, pastor o en la construcción. Recordó las interminables jornadas laborales de siega bajo el sol toledano, y las veces que arriesgó su vida en la obra de alguna finca que todavía sigue en pie en Valencia.
Habló de las veces que comió patatas asadas y del compañero que cayó de un andamio al vacío y no se rompió la crisma porque un tablón se cruzó en el viaje hacia el infinito. Las batallitas del abuelo, esas que darían para escribir un libro, o dos o tres. Lo contó con nostalgia pero con simpatía. Me descubrí a mí mismo embelesado, atendiendo sin mirar al reloj, que para ese momento ya había avanzado más de lo deseado. Los quehaceres me rescataron del improvisado paraíso.
Minutos después, los abuelos estaban otra vez en la concurrida sala. Por suerte, ni rastro de la señora de los escupitajos. "Llevad cuidado con el coche", se despidió el abuelo, que para los que no lo sepáis, se llama Asunción. Sí, no me equivoco, Asunción. Y ella, Amparo, nos acompañó, como siempre, casi hasta la puerta, agitando la mano derecha hasta que nos perdió de vista. Por primera vez, se me hizo difícil marcharme de la residencia.

2 comentarios:

  1. Gracias Moisés por publicar esta experiencia tan detallada. Tenemos que aprovechar cuando el abuelo està hablador, porque son experiencias tan remotas, no tanto por los años que han pasado, si no mas bién por el abismo que hay entre lo que él vivio y lo que vivimos nosotros. A mi también me conto lo del "burro" (borrico) que le perdio una noche sin luna cuando iba a buscar agua para los que estaban de "quinteria" y llegaba al "rancho" a las doce de la noche. Intentaré recordar màs aventuras.

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  2. Ya me habiais advertido de que lloraría al leer este artículo sobre los abuelos. Son tantas las esperiencias que hemos vivido con ellos, unas buenas y otras no tan buenas, que ahora se hace difícil cuando los visitamos y vemos los cambios a los que la vejez los ha sometido y que no nos gustan en absoluto.
    Gracias por este homenaje a los abuelos.

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