miércoles, 19 de septiembre de 2018

Historias de L’Eliana (IV): El balón



Han sido estas unas vacaciones atípicas. Quizás por ello aquella tarde anduviese algo melancólico. Paseaba por L’Eliana sin rumbo fijo. Pensaba en mis objetivos para el nuevo curso y en uno que me vengo marcando sin demasiado éxito en los últimos años: reactivar ‘Con Vistas al Mandor’. Un objeto aparentemente abandonado en medio de una calle me inspiró. Pero como he dicho estas han sido unas vacaciones atípicas tras un año extraño, y no he conseguido sentarme a escribir hasta alejarme muchos kilómetros del Mandor.
Pero bueno, a lo que iba. Al ver aquel balón quieto, aparentemente olvidado, pensé en cómo ha cambiado el mundo. En mi niñez un balón no podía permanecer sobre el asfalto cinco segundos sin que un chaval lo patease. Ni siquiera en un penalti el lanzador podía garantizarse que no apareciese otro muchacho como una exhalación para ejecutarlo por sorpresa. Consumíamos los recreos y las tardes jugando a fútbol.
A veces sin balón. Recuerdo las pelotas que confeccionábamos a base de trozos de papel de aluminio. O las más elaboradas acabadas con fragmentos de materiales algo más blandos y recubiertas de un globo, que hasta botaban. Fueron un auténtico boom hasta que mi amigo Tonet apareció con el reglamentario de Italia 90. Por aquel entonces ya gobernábamos los partidos del comedor del colegio por nuestra condición de ‘mayores’, etiqueta que te capacitaba para confeccionar los equipos y decidir en las acciones polémicas. Nosotros, que habíamos sufrido antes a los ‘mayores’ de generaciones previas, disfrutamos de ese privilegio en 7º y 8º de EGB.
El balón de reglamento era un arma de poder. Hasta los más pequeños, si poseían uno, trataban de cuestionar la autoridad de los ‘mayores’ amenazando con llevárselo si no se accedía a sus condiciones. Se acostumbraba entrar entonces en una negociación amistosa (se le solían hacer al chaval promesas que luego sólo se cumplían en parte) u hostil (‘o jugamos o encalamos el balón’).
Años después, ya más mayor, me he ido muchas veces los sábados a las 15.30 recién comido para jugar una pachanga bajo un sol de justicia en pleno julio o agosto. Vamos, que no deberíamos rajar tan alegremente a Tebas por los horarios de este inicio de Liga. El poder seguía residiendo en el balón: su propietario marcaba con su llegada, por mucho que se retrasase, el momento del inicio del partido.
Por todos estos pensamientos me produjo cierto desasosiego observar ese preciado objeto de cuero abandonado en medio de una calle. Empecé a barruntar que su dueño quizás lo había dejado ahí tirado para practicar otro fútbol, el de mando y pantalla. Que si las nuevas generaciones cada vez pisan menos calle para apoltronarse en el sofá, que si nuestra niñez era más saludable…
Hasta que giré la cabeza ante un coro de risas infantiles. Allí estaban un grupo de chavales de unos diez años, de merendola celebrando el cumpleaños de uno de ellos. Entendí que habían parado el partido para engullir unos sándwiches de Nocilla (o quizás, hoy en día, Nutella) o jamón york bañados en Fanta naranja. Que en un rato los muchachos volverían a correr detrás de ese objeto redondo. Que el poder de convocatoria de un balón, se pongan como se pongan los fabricantes de videoconsolas, sigue intacto. Aún hay esperanza.