viernes, 8 de enero de 2021

El pasillo

Aquella noche fría y escalofriante me acordé de otro pasillo. Del que conducía del estrado hasta la puerta de la iglesia. De tu y yo del brazo, alegres, recién casados. De las miradas a izquierda y derecha, sonrientes también. De la música y de los primeros pasos de nuestra nueva vida. Han transcurrido ya más de diez años de aquel instante en el que se congeló nuestro universo durante unos segundos en los que fuimos el centro de atención. De unos pasos acompasados sobre un manto de pétalos de rosas que nos deseaban una existencia colorida y con una dulce fragancia de felicidad.
Pero en este pasillo no había música, ni miradas alegres, ni flores. Sólo espinas. Las que se me clavaban en el corazón con cada paso que, guiándote con mi brazo derecho entrelazado a tu izquierdo, intentaba que fuera armónico con otro tuyo. Apenas tenías fuerzas para mantenerte en pie y emitías unos quejidos casi inaudibles que a mí me martilleaban el alma. Conforme avanzábamos, mientras te susurraba palabras de ánimo, veía cada vez más cerca, de forma inexorable otra puerta: la de la ambulancia.
Antes había corrido por la calle. Por la urbanización. Detrás de ese vehículo que te iba a llevar hacia lo incierto. Después, horas después, descubrí que no había trotado para acortar los plazos. No. Lo había hecho de forma inconsciente para elevar mis pulsaciones y que lo que me quemase la garganta fuese la falta de aire y no la angustia.
"¡Venga, va, que en un rato estás en casa!", te mentí. Sabía que no. Te llevaba todo el día observando. "¿Eres Covid? ¿Pero te ahogas?... Si no, en unas horas estás de vuelta", continuó con el engaño piadoso el conductor mientras yo te acariciaba la mano y te miraba a los ojos tratándote de transmitir una paz que en ese momento era totalmente impostada.
Mientras observaba la furgoneta marcharse se me pasó por la cabeza que a lo peor no te veía más. Que no podía pasarnos a nosotros, que eres joven, sin enfermedades conocidas ni vicios nocivos... pero este virus tiene algo de maquiavélico que le lleva a no guardar un patrón estricto. Me sentí tan superado que siquiera me salieron lágrimas que liberasen algo de mi amargura. El resto de esa noche lo pasé sentado en el sofá, con nuestros perros, Zeus y Bimba, esperando que sonase el teléfono. No lo hizo hasta pasadas las 7 de la mañana, cuando me dijiste que te quedabas en el hospital.
Hasta esta Nochevieja de 2020 no había sido nunca plenamente consciente de lo endebles que somos. Tenemos un tesoro que es la vida que puede ser bello a todos los sentidos, pero que no está exento de evaporarse en cuestión de horas, minutos o, incluso, segundos. El nuevo año me trajo un desasosiego del que no podía librarme ni siquiera anteponiendo el trabajo a todo lo demás. Duele mucho cuando sabes que alguien a quien amas está en un hospital, deambulando sobre el filo de la navaja, y no tienes la opción de hacer nada, ni siquiera acompañarle. Sólo llevarle pijamas y que te vea en la calle desde la ventana antes de, dos minutos después, decirte que se siente sin fuerzas y que se marcha a descansar.
No recuerdo el sabor de las 12 uvas de 2020, supongo que me sabrían amargas. De este 31 de diciembre sólo lograron concederme algo de paz las endorfinas liberadas a base de zancadas para completar mi primera San Silvestre Vallecana, aunque fuera virtual y por las calles de l'Eliana. No hubo ni sonrisas, ni brindis ni abrazos tras las campanadas por primera vez en toda mi vida.
Aquella profunda tristeza y desazón despertó en mí, lo confieso, un sentimiento que sólo otra persona había generado en toda mi vida: el odio. Maggie se contagió del Covid-19 por el asqueroso silencio de un maldito diablo que antepuso un puñado de euros a la salud de las personas que tiene a su cargo. Ese hecho abonó en mí sentimientos y deseos que desde luego no concuerdan con mis principios, pero de los que a día de hoy tampoco me avergüenzo. Bien es cierto que si de algún modo se hubieran visto satisfechos mis deseos y se hubiese dado fin a su repugnante existencia, seguro que alguien inocente habría sufrido, incluso más de lo que yo lo he hecho estos días.
Pasado el mal trago, contigo, Maggie, ya en casa, y cicatrizados los arañazos de espinas de aquella madrugada hacia el 31 de diciembre de 2020, tratamos de recuperar la normalidad. Pero esta no llegará hasta que acabe esta pesadilla. Cuando esta peste te azota de cerca, el dolor es más agudo... pero la cruda realidad es que nos lleva golpeando, arrebatándonos todo, desde hace casi un año.