jueves, 30 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XLI): Mis viejas zapatillas

Mis viejas zapatillas andan ya maltrechas. Rotas por un costado, desgastadas en las suelas, debieron hacer su último servicio el pasado 29 de marzo. Estaba planificado, como hacemos los corredores: tras Ojos Negros, me voy a El Corte Inglés y me compro las mismas Mizuno que cuando a finales de verano almorzamos en Pelayo mis amigos Ricardo, Veintimilla y yo. ¡Qué tiempos aquellos! Ricardo, más atareado que nosotros, hizo marcha. Veinti y yo pasamos a 'París-Valencia'. Cuando me dijo que había comprado 'Sidi', le reproché: "¡Cabrón, ya vas a hacer que me lo pille yo también!". Salí con la obra de Pérez Reverte bajo el brazo, sin saber que sería una de mis tareas completadas durante este confinamiento. Hoy tanto la librería como el trinquet y su fabuloso restaurante están cerrados, silenciosos a la espera que recobremos la libertad.
Meses después, aquellas Mizuno azules que estrené al día siguiente ilusionado como si fuera la primera vez que sale a correr, están para jubilar. Me llevaron en mis dos primeros trail (comprobé la necesidad de comprar unas específicas, que me regalaron y están pro estrenar), en mi primer medio maratón homologado (Santa Pola) y en Girona, en lo que era la primera parada del frustrado Reto Vías Verdes. Durante esta cuarentena, noté que les ha llegado la hora.
De llevarlas todo el día, para trabajar, pasear a los perros, ir a la compra y hacer deporte, su tela azul acabó de desgastarse a la altura del dedo meñique. Poco a poco el hueco se fue haciendo más grande, hasta completarse todo un agujero. No va más. Debieron pasar a mejor vida el pasado 29 de marzo, Les voy a pedir, sin embargo, un último servicio. El sábado o domingo, que no sé cuándo será en mi caso, volveremos a correr. Nos enfundaremos de nuevo nuestras camisetas y pantalones de corredores. Y las zapatillas. Igual para entonces ya he encargado las nuevas. O aún no. Pero seguro que mis Mizuno volverán acompañarme.
Después las jubilaré. En el armario, en su descanso del guerrero, podrán vacilar a las nuevas: "Nosotras hicimos 'nosecuantas' carreras y fuimos hasta Girona". Y las nuevas preguntarán: "¿Carreras? ¿Qué es eso?". "Pues consistía en madrugar los domingos, salir bien temprano y juntarse en un lugar con cientos de otras como nosotras. En rebotar como cada día sobre el asfalto, pero en manada". "Suena bien". Ojalá mis nuevas zapatillas puedan experimentarlo antes de su retirada, más o menos, si mantengo el ritmo de kilómetros de antes del parón, a finales de año. Sería señal de que hemos avanzado, de que habremos vencido al virus.

miércoles, 29 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XL): Al otro lado del barranco

He querido esperar al capítulo 40 para hablar de ellos. De los del otro lado. No de esa ventana siniestra, donde seguro que reside buena gente pero que inspiró un relato de terror de esos que tengo pendientes de escribir. A decir verdad, el Mandor no me inspira miedo, sino paz. Pero los de la otra parte de la ribera no quieren sosiego.
No ese puñado de gente que celebran la vida. Cada tarde desde mediados de marzo, aplauden y sacan un equipo de música por una de las ventanas. Resuenan grandes éxitos de pop y rock, no sin antes poner a todo volumen el preceptivo himno 'Resistiré' en su versión originaria, claro está. Dicen muchos odiadores que están hartos del tema, pero a mí no me molesta. Quizás influya también que residimos en espacios amplios, donde la música no atrona.
La alegría, es más, no puede resultar nunca un incordio. Y sobre todo los fines de semana, al caer la tarde de los viernes y los sábados, esos vecinos a los que no tengo el gusto de conocer organizan una buena algarabía hasta bien entrada la noche. En los últimos días han elevado el nivel y han incluido al equipo de sonido un micrófono, donde uno de ellos lanza proclamas para jolgorio del resto.
Hoy he escuchado, para mi sorpresa, la marcha nupcial. Un par de minutos después, un coro ha exclamado: '¡Que vivan los novios!'. "¡Qué valientes, en tiempos de coronavirus!", he pensado. Y en una casa particular. Quizás haya sido una improvisada ceremonia de algo planificado antes de la pandemia y que los contrayentes no han querido aplazar, a expensas de que un juez de paz, un concejal o un párroco lo oficialice dentro de unos meses.
Independientemente de cómo haya sido el enlace, o si se trata de una fiesta de disfraces de la gente al otro lado del barranco, que vaya usted a saber, una boda es siempre (o casi siempre) motivo de alegría. Y como he dicho antes, en unos tiempos en que la tristeza amenaza con invadirnos demasiado a menudo, a veces me gustaría estar mucho más cerca de esos vecinos de enfrente que cada tarde montan fiestas improvisadas.
Por cierto, hoy una de las dos vecinas que ayer faltaron a la cita de los aplausos ha vuelto ha salir. Otro pequeño motivo de alegría.

martes, 28 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIX): El olvido de los aplausos

Llegará el día en que esta serie, que ya tiene casi dimensiones de culebrón, acabe. Gracias a Dios, parece que está más cerca. Eso no es ninguna sorpresa. Desde el primero, el desenlace del confinamiento está cada vez más próximo. ¿Será el domingo cuando vuelva a correr? No lo sé. Quizás invente otra a modo de secuela. O siga a ver hasta dónde llego. Tengo días para decidirlo y darle una vuelta.
Quiero pedir perdón a quienes ayer me echasteis de menos. Se me hizo tarde y, lo adiviné más tarde y lo he experimentado hoy, estaba ya en el inicio de uno de esos picos de tristeza que todos hemos vivido este confinamiento. He fallado dos y sigo esperando que esta reactivación del blog sea definitiva aunque, ya lo aviso, seguro que no podrá tener una periodicidad diaria.
Sí me he acostumbrado a aplaudir cada 24 horas. Salgo a mi balcón y, en función del tiempo del que disponga y de lo animado que esté el entorno del Mandor, paso más o menos tiempo reconociendo a nuestros héroes. Desde el principio, creo que lo hice el primer día, giré mi rostro hacia la izquierda. Un par de balcones más allá había dos mujeres aplaudiendo ya a mediados de marzo.
Desde entonces, cada tarde a las 20, nos hemos visto y nos hemos saludado sonrientes desde la distancia. Sin apenas conocernos, hemos establecido unos lazos en torno a ese homenaje sincero a la gente que se expone para cuidar a los heridos por el Covid-19. Hoy, por primera vez en más de un mes, no estaban. No tengo ni idea de si tenían alguna obligación o si es que se han cansado ya de salir al balcón cada vez que cae la tarde.
Hoy el Gobierno ha anunciado que empieza el plan de desescalada. Ha confirmado que desde el sábado podremos volver a salir a correr. Yo lo haré desde el respeto máximo a los que se han ido, a los enfermos, a los que están haciendo duras concesiones para no contagiarse y, sobre todo, a los que se exponen para cuidarnos. A la mínima que nos digan que hacer deporte en la calle pone en riesgo vidas, de nuevo a casa. Mañana saldré una vez más al balcón. Espero ver a mis dos vecinas. Que aplaudan y no como una rutina más de este mes y pico de tedio. Nuestros héroes lo merecen. Ni ellos ni nuestros aplausos deben caer en el olvido cuando recuperemos nuestras vidas.

domingo, 26 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVIII): Hace justo un año

Hace justo un año me habían tapado los ojos. Me habían metido en un coche y adiviné las vueltas de la conductora, empecinada en distraerme para que no acertara el itinerario ni el destino. Lo hizo en vano, pues el corredor conoce cada badén y rampa de su entorno. Puede reconocerlo a ciegas, como era mi caso. Sabía que me conducían a una cena sorpresa por mi 40 cumpleaños. Fuimos, como adiviné, al restaurante de Mark en Masía Club -espectacular, como siempre- y allí estaba casi toda la gente que quiero.
Cenamos, charlamos y algunos nos tomamos la última en el Cliff. Fue un cumpleaños especial por eso de la despedida de una década. Pero puedo decir que cada 26 de abril tengo gente a mi alrededor que se esfuerza en que me sienta importante. Tampoco olvidaré este, en el que me he visto solo, con mis perros, Zeus y Bimba, durante gran parte del día. Y he estado solo, pero no me he sentido solo.
Cuando he bajado tenía una carta y una corona confeccionada por Maggie. A media mañana, sabiendo lo despistado que soy, me ha llamado para preguntarme si había mirado hacia el puente que cruza el Mandor hacia la estación de metro de L'Eliana. No, no había mirado y allí estaba la pancarta que ha ajustado al irse a trabajar. "¡Me me digas que no te habías dado cuenta!", ha exclamado sorprendida. Al rato me han traído una tarta de la pastelería Comes, que no he pagado porque creía que ella lo había hecho. Al hombre también le ha extrañado que tuviera que abonar mi propio pastel de cumpleaños y al final hemos quedado que ya pasaré por la pastelería. Pero he de decir que ha sido otra grata sorpresa
Como la de cada uno de los que os habéis acordado de felicitarme por whatsapp, facebook, instagram, por llamadas, mi cuñado y mis sobrinas que han aprovechado su primer paseo para cantarme... de verdad, gracias a todos, incluso a los despistados como yo, que os acordaréis con retraso o al leer esta entrada.
Hoy me habéis hecho reflexionar sobre lo afortunados que somos de poder quedar a celebrar un cumpleaños, sólo una de los cientos de pequeñas cosas maravillosas que debemos aprender a valorar. Recuperemos esa fantástica libertad que nos ha querido robar un virus. Es momento de ser responsables. Espero que recapaciten y rectifiquen los que han salido cual rebaño y sin ninguna precaución al viejo cauce o las playas de Valencia.

sábado, 25 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVII): La última noche con el abuelo

Nochebuena de dosmilnosecuantos. Estaba hablando con Maggie a través de Mesenger. Sí, sí, de Mesenger, que ya hace unos años. No sé si habíamos empezado a salir. De lo que sí estoy seguro es que fue una de los últimos 24 de diciembre que no hemos cenado juntos. Estábamos en ese momento de la relación en que te pasas las horas pegado a una pantalla, hablando de todo y de nada mientras las horas te parecen minutos y los minutos, segundos. De repente, ese universo de vino y rosas se paró cuando en mi habitación entró él. Y con su sonrisa picarona, la de hablar de fútbol o la de ir a por el helado al chiringuito de la playa antes de volver a casa cuando yo era niño. Siempre recordaré las monedas que llevaba escondidas en el bolsillo pequeño de su pantalón corto: de 20 y 40 duros, en previsión de que siempre quisiera el más grande y caro. De cómo metía esos dedarros entre la tela para extraer el dinero y pagaba los dos cucuruchos, iguales. Sí, porque el abuelo también era goloso y mi elección no era más de una coartada para elegir él también la mejor golosina.
Andaba yo por aquel entonces ya un tiempo recordando esos y otros tiempos pasados con un hombre que ya no era ni la sombra de lo que había sido. Lo vi entrar y le saludé con un '¿Qué tal abuelo?' que pronuncié con la única esperanza de que me soltara un casi inaudible '¡Pse!'. En cambio, se puso a hablar y por un buen rato volvió a ser el hombre con el que me crié. Tanto, que me despedí de Maggie casi con prisas y me puse a escucharle con atención.
Me contó una de tantas que ha pasado una generación hecha a vivir sin nada. De las caminatas de cuatro horas para ir a labrar y de cómo a veces se quedaban toda una semana en el campo. "Dormíamos en una cabaña y si llovía... ¡pues nos chopábamos!". Relató de buen humor aquel aguacero que los caló hasta los huesos, porque aquello más que goteras eran cascadas. "Buscamos el único sitio donde no caía agua". Pero no para cobijarse. No. Para colocar el fuego y freír unas patatas a lo pobre. Las hacía de vicio, como pudimos comprobar sus nietos, sólo que en su juventud no eran un lujo, sino lo único que echarse a la boca tras una dura jornada de trabajo de sol a sol.
Mi abuelo nació trabajando y se vino a Valencia en busca de un futuro mejor... también doblando el lomo. Se jubiló con todo merecimiento y entonces ya le había cambiado la vida. Capaz de adivinar si iba a llover sólo con observar el viento, no supo leer hasta que cayó en sus manos una Biblia. La suya, que todavía andará por casa de mis padres, estaba subrayada una y otra vez. Unas veces con rotulador fluorescente, otras con plastidecor, también alguna con bolígrafo... cualquier texto que le recordase al Dios de amor que él había conocido, lo señalaba. A efectos prácticos, todo el libro parecía un arco iris de papel, símbolo de una existencia que había adquirido un nuevo color cuando halló una esperanza.
Y en estos días, en los que sentimos aburrimiento, temor a la enfermedad, preocupación por el futuro nuestro y de nuestros familiares, sé que mi abuelo habría confiado. Por eso, aunque a veces no me lo parezca, en estos tiempos he descubierto que confío en su Dios. En el de mi abuelo.
Tras aquella Nochebuena, uno de los mejores hombres que he conocido en mi vida -yo creo que el mejor, pero es que soy subjetivo- enfiló de forma inexorable hacia el descanso. En realidad ya llevaba un tiempo enfermo, y por eso agradezco más aún a nuestro Dios aquella hora y pico, antes de la cena, de mi última noche con el abuelo.

viernes, 24 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVI): De los creadores del casco en el codo...

Hace ya muchos años, en los orígenes de la obligatoriedad de llevar casco para ir en moto -que no lo ha sido desde la invención del vehículo, ni mucho menos-, se puso muy de moda proteger el codo antes que la cabeza. No pocos jóvenes y no tan jóvenes circulaban por las calles, algunos esquivando coches para darle más emoción al asunto, con el elemento de protección colgado en el brazo porque en la cabeza daba calor. Lo tenían preparado por si veían a la policía para ajustárselo a toda prisa y evitar así la preceptiva multa.
En España somos así. Pícaros. Hecha la ley, hecha la trampa, que dice el refrán. Pasado el tiempo, el vecino de L'Eliana del que voy a hablar quizás paseó en sus años mozos con su Vespino y el casco en el brazo. No me sorprendería porque la superproducción 'La mascarilla en el cuello' sólo puede ser obra del mismo director de 'El casco en el codo'. Y la razón, vuelve a ser tan absurda como aquella.
Si entonces lo achacaban al calor, este hombre llevaba la mascarilla en el cuello porque de lo contrario no podía hacer algo tan básico como fumarse un cigarrito mientras paseaba por la calle. Estaba yo esperando para entrar en un establecimiento y hemos cruzado miradas. Por un segundo y medio, eso ha parecido el preludio del duelo en un western. Él me ha escrutado, muy serio y dando una deseafiante calada. "No tendrás los santos cojones de decirme nada. ¡A ver si hay huevos!", creo que debe haberme retado en silencio. Yo, que agradezco no decir siempre lo que pienso -aunque sí lo hago en demasiadas ocasiones- he preferido callarme. No negaré que me ha venido a la mente aquello de la selección natural.

jueves, 23 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXV): Un año menos tres días

La Abuelita insistía mucho en que le llamásemos 'Abuelita'. Desde siempre. Intuyo que sería por aquello que nos pasa a todos una vez sobrepasados los 40: ese incontrolable pero infructuoso empeño por ponerle freno a aquello que, en los malos momentos, ya vislumbras como la recta hacia la meta de la senectud. A ella lo de 'abuelita' le sonaba menos duro que 'abuela'. Y hoy, un año menos tres días después que yo, él ha alcanzado esa cúspide de la existencia humana occidental.
Tal era el empeño por lo de 'Abuelita' que un día quiso ponernos en ridículo con el resto de amigos del complejo. No sé si se acordará, pero nos mandó algo, no recuerdo qué, a él, a Alberto y a mi, el comando de 'Los Pequeños'. Creo que sería una prohibición de salir a la calle o algo así. Tendríamos unos diez años. Cuando le rebatimos que los demás niños sí podían ir al kiosko, nos replicó: "Pues le contestáis: 'Es que mi abuelita no me deja'". Y recalcó una vez más lo de 'abuelita', porque si te pescaba llamándole 'abuela', a mí o a mis primos, respondía 'Esa es la otra', en referencia a la madre de los maridos de sus hijas, o sea, mi madre y mi tía.
El caso es que no le hicimos ni idem. Ni en lo de las excusas con el humillante 'Mi abuelita' ni en lo de no salir al kiosko. Hoy he felicitado a mi primo José Manuel, que acaba de alcanzar esa cúspide de los 40. Desde hace algunos años puedo jactarme de que no me olvido de felicitar a mi primo, que podía ser mi hermano porque dicen que nos parecemos una barbaridad.
Afirmo con pesar que he compartimos menos tiempo con mis primos del que merecen y del que deberíamos haber disfrutado. De niños pasé varios veranos con ellos en la Pobla de Farnals, de los mejores. Y luego nos hemos visto en contadas veces durante el año y en todas ellas la vida se ha parado momentáneamente entre risas y anécdotas. Desde que se fue la 'Abuelita' muchas de ellas la tenían como protagonista: sus quejas, sus chistes verdes que contaba en voz baja para que no se enterasen nuestras madres, sus batallas sobre la postguerra y sus frases hechas.
Una de ellas era que mi primo José Manuel y yo nos llevamos 'un año menos tres días'. Siempre lo decía, una y otra vez cuando hablaba de nosotros. Por eso, cuando después de un buen rato nos hemos despedido, él me ha dicho: "Bueno, en tres días te digo algo". "Sí, cabron, pero yo ya cumplo 41". Y nada, que esto no para.... ¡y mal asunto si para!

miércoles, 22 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIV): El apartamento en Benidorm

Cada vez que llamo a un amigo para felicitarle por el cumpleaños, constato que me hago viejo. En realidad eso nos sucede a todos, hasta a mi sobrino Josué, que apura su segundo día en este mundo. Claro está, se los cambiaba por mis cuatro días... los que faltan para que complete 41 años desde que nací. Empecé esta semana felicitando a mi buen amigo Veintimilla y, como buenos viejunos, nos pasamos una hora charlando, ya no de tiempos pasados, sino de lo mal que está el mundo.
Apenas nos referimos en nada a lo del cumpleaños y lo de '¿qué te han regalado?' o 'cómo lo vas a celebrar?'... de eso ya ni hablamos. Bastante tiene el pobre con darle buena vida a los jefes, que se hacen mayores y como presente para su cuarentena le dieron un buen susto el año pasado. Pero él sigue tomándose la vida con humor, leyendo mucho, de otra manera a cuando engullía libros de 1.000 páginas en nuestros años mozos del instituto de Benetússer.
Ya no recordamos que la Campins está por Holanda o mi desafío al Conejo, el profesor de matemáticas de Primero de BUP, al que dejé en ridículo (con merecimiento) para jolgorio de todos mis compañeros. Como revancha, me suspendió la última evaluación y contribuyó a bajarme la media las dos décimas aquellas que me obligaron a ir a estudiar Magisterio a Castellón. Gracias a eso, conocí a Juan Carlos, otro de esos amigos para toda la vida aunque ahora limitemos las quedadas a los postpartidos del Ciutat, cuando es posible.
Pero volvamos al cumpleaños. Tras muchos minutos de charreta, y no se a santo de qué, recordamos aquellos maravillosos tiempos cuando en la tele sólo tenías la opción de tragarte la oferta de Televisión Española. Fueron los años del 'Un, dos, tres' (que yo apenas vi) y de 'El Precio Justo', presentado por Joaquín Prats. Sí, sí, el padre, ya fallecido, que a cada concursante lo llamaba con un protocolario: '¡Fulanito de tal... a jugaaaaaaar!'. "El apartamento en Benidorm!", exclamó Veintimilla entre carcajadas: "Y el Seat Málaga, que salía con un rascón y todo".
Lo del inmueble lo recuerdo. Era la mayor victoria en el concurso de Joaquín Prats y el origen de la burbuja inmobiliaria que explotó en 2007. Sí, sí, hace ya 13 años. En 2020, el coche seguramente no esté ya ni en el desguace y el apartamento en Benidorm, quizás, sólo quizás, fue la piedra de tropiezo para algunos de los que al principio quisieron tomarse el estado de alerta como unas vacaciones.

martes, 21 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIII): Josué

¡Hola Josué! Ahora estarás disgustado. Con lo calentito y protegido que te sentías ahí dentro... no pasabas hambre, ni frío, ni habías recibido un fogonazo cegador en esos ojos que aún no puedes abrir. No lo sabes, pero acabas de iniciar tu aventura. La de tu vida. Y eso es lo importante.
No te podré coger con miedo a cometer alguna torpeza que pueda dañar tu aún tierno cuerpecito... al menos durante algunas semanas. Tampoco podré fastidiarte todavía, como a Samuel, a quien estuve un buen rato haciéndole cosquillas en un pie durante la primera comida familiar en que estuvo con nosotros. O con quien disfruto intercambiando el inofensivo improperio de '¡Borrego!'. O diciéndole que me voy a comer su postre a pesar de que me quedaría para siempre sin el mío para que a él no le faltara. Creo que ya sabe que siempre estaré ahí cuando me necesite. A ti te digo lo mismo. Y eso es lo importante.
Yo que no soy padre, tengo ilusión en que mis sobrinos triunfen en la vida. No escondo que me habría gustado ser deportista profesional. A Isabella la animé a jugar a tenis. Vosotros seguro que vais a correr, saltar, dar patadas a un balón. No sé si lo suficientemente bien para llegar a alguna élite o para dedicaros a ello. A decir verdad, lo primero que has de hacer es gatear, luego caminar y luego, correr. Perseguir tus sueños. LOS TUYOS. Y eso es lo importante.
Tienes un hermano que es un terremoto. No te imagino calmado. Haced diabluras. Muchas. De esas que tengamos que esconder la cara para que no adivinéis la risa mientras os estamos echando la bronca. Travesuras que no hagan daños graves ni caigan en humillar a nadie. Os tengo envidia. Yo quería un hermano chico para que fuera mi confidente. Costó años, pero al final hemos conseguido que vuestra mamá y yo seamos algo así. Y de paso, vuestro papá me cayó de regalo. Sed confidentes, amigos... hermanos... Y eso es lo importante.
Tus abuelos te hablarán de Dios. Tus padres, también. No creas en su Dios. No lo hagas por inercia. Conócelo. Descúbrelo. Lee, escucha, observa, investiga, descubre, cree, confía... sé auténtico y fiel a tus convicciones... Y vive porque, al fin y al cabo, eso es lo importante.

lunes, 20 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXII): 20 d abril de 2020

Aquella noche me quedé solo. Llegaba tarde de trabajar y Maggie ya se había puesto el pijama. Aunque le insistí, no andaba ya con ganas de vestirse de nuevo e ir a un concierto de Celtas Cortos. Tocaban con la Unió Musical de Llíria en el pabellón Pla de l'Arc. Presentaban su disco 'Contratiempos', en el que habían grabado con una orquesta sinfónica. Espectacular, como el recital que dieron y que disfruté solo. Recuerdo perfectamente la melancolía con la que escuché '20 de abril'... "hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, HAN CAMBIADOOOOOO...". Eso lo canté a gritos, como vengándome de todos los que se habían excusado ese día para no acompañarme.
Al final del concierto quise comprar el disco, pero no llevaba dinero en efectivo. El mánager del grupo me dijo que si iba pronto al día siguiente al hotel de Benisanó donde se hospedaban, que podría adquirirlo. Puntual (raro en mí) para que no partieran hacia Valladolid antes de que yo llegara, me personé en el local. Como conté en esta entrada (¡joder, que ya va para cinco años!), me di el gustazo de tomar un café con ellos y hacerme una foto que es para mí un tesoro. Los CD se les habían acabado y el mánager me prometió (y lo cumplió) que me lo enviaría firmado.
Hoy vuelvo a estar orgulloso de uno de mis grupos favoritos. Precisamente en este 20 de abril tan atípico, 30 años después de estrenar un tema que considero un himno de mi vida, han sacado una versión para recaudar fondos en favor de médicos sin fronteras. "Dedicado a todos los profesionales de primera línea en su lucha contra el coronavirus", ponen en el inicio del vídeo.
Hace tres décadas yo era un niño. No sospechaba que hoy estaría aquí, harto del confinamiento y algo más esperanzado que esta mañana. Estoy contento a pesar de que "sigo currando en lo mismo, escribir no me cansa, pero (a veces) me encuentro vacío". Y de repente, hay días que me caen en las manos historias de gente como Laura Gutiérrez. Las cuentas y además te dan las gracias por ello, cuando creo que debo agradecer yo su confianza de haberme relatado sus vivencias.
Entonces, vuelvo a gritar fuerte lo de #nonospodranparar. "Hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, han cambiado". Pero siempre queda alguien por quien merezca la pena seguir adelante. Y sí, sobre todo siempre estás tú. Aunque aquella noche te diese pereza quitarte el pijama.

domingo, 19 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXII): He caído en la trampa

¡Tap, tap, tap, tap!
El reloj se encamina hacia las 14 del domingo. Después de desayunar, hacer tiempo charlando con unos y con otros, pasear a los perros... por fin constato que Maggie se ha despertado. Ya puedo hacer algo de ruido entrenando sin molestarla, pues hay que respetar a la heroína de la casa, que coge fuerzas para seguir ayudando a salvar vidas en el infierno.
¡Tap, tap, tap, tap!
Van a ser diez minutos para calentar. Carrera en el sitio. Skipping para luego hacer la tabla de gimnasia compensatoria que tras más de un mes de confinamiento ya odio con todas is fuerzas (perdona, Azu). "Me voy a poner a subir y bajar escaleras", le digo. "¡Que yo voy a bajar al salón, no vives tú solo!". Es casi el buenos días que cruzamos cuando empiezo a trotar desplazándome por la planta más alta del piso, pues hacerlo sin desplazamiento me resulta tedioso.
¡Tap, tap, tap, tap!
Llevo ocho minutos y a la enésima vez que paso por el dormitorio donde Maggie ha echado la mañana leyendo y viendo series, le digo: "¡Joder, qué aburrido es esto! No entiendo cómo la gente se puede hacer 20 kilómetros corriendo en casa.
¡Tap, tap, tap, tap!
Decido ampliar el itinerario bajando las escaleras, corriendo por el salón hasta la puerta de entrada y de ahí, al balcón para enfilar de nuevo hacia el piso de arriba. Cuando voy hacia el cuarto de hora, desciende Maggie y a la segunda vez que tenemos que esquivarnos, exclama: "¡Oye, que esto no es un circuito!".
¡Tap, tap, tap, tap!
Subo y en la planta de arriba suena Loquillo: "¡Yo para ser feliz quiero un camión...!". Sonrío. Parece como si mi teléfono y mi cuenta de Spotify hubieran cobrado vida. Bajo, y Zeus y Bimba me miran raro. Los perros no entienden cómo puedo llevar ya más de 20 minutos corriendo por la casa. Maggie, tampoco. "¿Pero no decías que te aburría?", me pregunta mientras prepara su primer tiramisú. "No, tenía muchas ganas". Ya he mandado la tabla a hacer gárgaras y he decidido que el entrenamiento de hoy consistirá en correr. Soy consciente de que he caído en la trampa.
¡Tap, tap, tap, tap!
A los treinta y tantos minutos, vuelve a sonar Loquillo. Estoy determinado a llegar a los 40. No tengo ni idea de cuánta distancia he corrido ni el ritmo. Me la trae al pairo. En cierto modo, he experimentado la filosofía de los pioneros: trotar por sensaciones, para disfrutar, para pensar... y así se me ha ocurrido esta entrada.
Y espero que el '¡Tap, tap, tap, tap!' no haya molestado demasiado a los vecinos. El martes, que Maggie trabaja, correré un rato. ¡Uf, cuánto lo necesitaba!

sábado, 18 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXI): Cerca

Hace un par de semanas, mientras trabajaba, escuché cómo Maggie veía 'Titanic'. Siempre he dicho que me parece una película nefasta si lo comparamos con el dinero que costó rodarla. Le identifiqué fallos la primera vez que la vi y después, en escenas sueltas, también. Cuando engullí las tres horas y pico de cinta fue en una mañana libre, aún de soltero y en casa de mis padres. La tenía pendiente porque no había ido al cine y llegó a casa en el hoy desfasado formato VHS. Invertí toda una mañana con ciertos prejuicios, he de reconocerlo, hacia un Leonardo Di Caprio al que entonces percibía más como un guaperas por el que suspiraban la gran mayoría de mis amigas que como el gran actor que con los años ha demostrado ser.
Esa película encierra un muestreo de las tres formas en que el ser humano reacciona ante una situación extrema como es la pandemia que sufrimos en estos días. Están los que se centran en sobrevivir, o como actores pasivos o luchando por su propia existencia hasta el último aliento. Luego los que, con el mismo fin, aplastan sin escrúpulos a los demás para asegurarse ese bienestar: son los que en la película tienen armas de fuego y organizan los botes a su antojo en el momento del naufragio. Y quedan los que dedican su tiempo, independientemente de las consecuencias, en que el trance sea más llevadero para todos.
Estos son el director de la orquesta y los músicos que tocan mientras el 'Titanic' se sumerge en las gélidas aguas del océano. Tocan una melodía que conocía desde pequeño, dando letra a uno de los himnos que se cantan en mi iglesia:

Cerca de ti, Señor, yo quiero estar
tu grande eterno amor quiero gozar.
Llena mi pobre ser, limpia mi corazón; 
hazme tu rostro ver en la aflicción.

Mi pobre corazón inquieto está,
por esa vida voy buscando paz.
Mas sólo tú, Señor, la paz me puedes dar, 
cerca de ti, Señor, yo quiero estar.

Pasos inciertos doy, el sol se va; 
mas, si contigo estoy, no temo ya.
Himnos de gratitud alegre cantaré,
y fiel a ti, Señor, siempre seré.

Día feliz veré creyendo en ti, 
en que yo habitaré cerca de ti.
Mi voz alabará tu santo nombre allí,
y mi alma gozará cerca de ti.

He tenido que buscar la letra en internet, había varias versiones y no estoy seguro si esta es la que se canta. La música la tarareo muchas veces cuando me pongo reflexivo. Cuando quiero calma, porque sus acordes me infunden paz. En estos días, la primera palabra me da más esperanza. "CERCA". En este final de sábado, uno más del confinamiento, espero y deseo que estamos más cerca del fin de esta pesadilla.

viernes, 17 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXX): Una derrota para ganar una vida

Una madrugada de esta semana en la que no podía dormir me dio por enchufar Netflix. Buscaba algo de consumo rápido para pensar tan poco que la letanía acabase por inducirme al sueño. Me topé con la serie documental titulada 'Perdedores'. Redactor de deportes desde adolescente, apenas he escrito un par de veces sobre boxeo. No pensaba, desde luego, que la historia de Michael Bentt iba a aportarme una reflexión en esas horas de insomnio.
Bentt fue boxeador a base de golpes. Los de sus rivales y los de su padre, que arrancó la antena del televisor y le azotó sin piedad el día que se atrevió a decirle, aún de niño, que quería cambiar de deporte. Creció en Nueva York y a finales de los 80 encadenó un lustro de victorias en campeonatos locales. En su primera pelea profesional, en 1989, perdió por KO en el primer asalto. El guantazo que más le dolió, sin embargo, fue el del escarnio de su barriada. Fue ridiculizado de tal manera que llegó a ajustar un frío revólver entre sus dientes, pero no se atrevió a apretar el gatillo.
Por pura inercia, Michael Bentt siguió deambulando por el ring. Continuó en el boxeo y reorientó su carrera deportiva, pero no su vida. Aún odiaba lo que hacía, a pesar de que se dirigía hacia la mayor victoria de su vida deportiva: contra Tommy Morrison en 1993, arrebatándole el título de los pesos pesados de la Organización Mundial de Boxeo. Parecía que la carrera de este británico criado en Norteamérica estaba definitivamente encauzada.
Quedaba el golpe definitivo. En su primera defensa del cinturón de campeón mundial, acabó besando el ring, noqueado por Herbie Hide. Fue trasladado primero al vestuario y después al hospital, donde permaneció cuatro días en coma. Los médicos le recomendaron que dejase de boxear, pues cualquier golpe en el rostro podía causarle la muerte. Bentt perdió aquel día por KO, pero ganó una vida.
Por no extenderme, dos años después de aquel combate, Michael Bentt hizo un curso de escritura. Un reputado periodista deportivo especializado en boxeo le pidió un artículo sobre la experiencia de noquear y que te noqueen. Tardó tres días en prepararlo y lo tituló 'Anatomía de un KO'. Aquello terminó de abrir puertas hacia otro mundo que le apasiona: la escritura y el cine, donde ha actuado como rival de Will Smith en 'Ali' o ha asesorado a Clint Easwood para 'Million Dollar Baby'.
Vivimos días complicados. Como individuos y como sociedad estamos perdiendo, aunque al final se doblegue la pandemia. Ojalá de esas pérdidas ganemos una vida mejor y un mundo más justo.
Habría valido para algo el sufrimiento de quienes no tengan una segunda oportunidad.

jueves, 16 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIX): Un crujido estremecedor

Esta tarde, mientras preparaba la comida, he notado un crujido estremecedor tras el cual he sentido cómo algo helado me recorría la espalda. He adivinado que era un escalofrío mientras, al borde de la desesperación, bajaba la mirada para, creía, constatar el desastre. Estaba limpiando las gafas, sucias como casi siempre, y pensaba que había imprimido una presión excesiva a una de las patillas.
Quien lleve gafas graduadas, sabrá que romperlas suele costar un buen puñado de euros. Si es un cristal, más. Pero aparte del desastre económico, si no tienes repuesto (que no se suele contar con él, o al menos con uno como toca), llega el gran inconveniente. Todo esto se multiplica en estos días de confinamiento, en los que no tengo ni idea de si mi óptica de confianza trabaja, lo hace con el horario habitual, y si los suministros son rápidos o tardan días y días.
Estaba ya preparado para un incómodo y cómico uso de unas gafas cojas de una patilla. Cuando las he revisado y he visto que mis viejas compañeras permanecían ilesas, casi me pongo a besarlas. Recuerdo el día en que perdí las de sol porque se me hundieron en pleno descenso del Sella. Se alinearon los astros: cabezonería, torpeza e infortunio. Maggie buceó durante unos minutos y las encontró. Aquello supuso un alivio. El de hoy ha sido mayor.
El otro día leí un tuit de mi amiga Cristina Bea, que en la frontera entre el sarcasmo y la preocupación subrayaba lo poco que se habla en estos días del desastre que supondría que se nos rompiera el móvil. Añado yo que ese pequeño ordenador contiene en esencia un alto porcentaje de nuestras vidas y, más que el coste del aparatito, las consecuencias de perderlo si no acabas de realizar una copia de seguridad pueden resultar verdaderamente funestas. Que te ocurra en estos días de coronavirus, en los que puedes quedarte días sin el trasto más adictivo que haya creado el ser humano, ni te cuento.
No estamos preparados para perder cosas. Por nuestra naturaleza y por la sociedad consumista que hemos contribuido a crear. En estos días hemos perdido ya demasiado, y de lo que realmente deberíamos conservar. Vidas, sobre todo vidas, pero también libertades (que dicen que nos restituirán) y recursos (que a algunas familias ha trasladado de repente casi a la indigencia). Si se me hubieran roto las gafas, tampoco habría sido tan importante, la verdad... pero menos mal que han resistido un achuchón más.

miércoles, 15 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVIII): La maravillosa sensación de ponerte unos vaqueros

Anoche no pude dormir bien. No sé si era la emoción ante la expectativa de salir por unas horas de mi encierro o una simple casualidad. El tedio de esta cuarentena empieza a afectar, por mucho que reitere con convicción lo afortunados que somos por dónde y cómo la estamos viviendo. Sin dejar de tocar madera y sin triunfalismos, sigo bien de salud y mis allegados, también. Firmo que sea así al final de la crisis.
Dicho esto, ya estaba harto de ponerme cada día un chándal y una camiseta de running, junto a las zapatillas que tendría que haber jubilado el pasado 29 de marzo en el Medio Maratón de Ojos Negros. Ahí siguen, estirando su vida útil en un momento en que el desgaste se ha reducido al mínimo. Pero convivo con ellas, igual que tengo aparcadas las camisas, pantalones vaqueros o calzado casual, igual que el coche... del coche... bueno, de eso hablaremos otro día que las ideas a veces empiezan ya a escasear y quiero cumplir con el compromiso de escribir a diario.
El tema es la sensación, maravillosa, que he experimentado al ponerme los vaqueros. Recién duchado, como cuando hasta hace poco iba a trabajar deseando hacerlo desde casa. Me ha costado encontrar el cinturón y me los he subido de forma minuciosa. Me ha gustado hasta ese momento en que la tela se te ajusta a la piel, al punto de apretarte ciertas partes que horas más tardes agradecerás que cambies el pantalón por el pijama.
He elegido también con esmero la camisa y he lanzado dos generosas dosis de colonia al cuello. Me he puesto las zapatillas anudando los cordones casi con cariño y he sonreído al descolgar la cazadora vaquera que me regalaron hace casi un año por el cumpleaños. He lanzado improperios cuando he tenido que buscar, ya a contrarreloj, el DNI, el carné de conducir y el del periódico, por si me paraban. Me he despedido de los perros, que ahora hablamos incluso más que antes, y me he lanzado a la calle sin importarme que la lluvia arreciaba con más fuerza.
Luego he visto a Pedro, que me alegro de que ya haya superado su neumonía, y a Toniko, que siempre da gusto verlo. Hemos compartido un café de máquina, manteniendo la distancia de seguridad. He saludado a Salazar, Caneiro, Trelis, Lladró y Andoni, el centro de mando avanzado de esta redacción de Las Provincias que trabaja a diario desde casa durante el estado de emergencia.
He hecho mi trabajo y, más tarde de lo previsto, he llegado a casa. Me he despojado de los vaqueros, reconozco que ya con ganas de ponerme de nuevo el chándal. Sobre todo, esas partes donde más aprieta el pantalón y que después de mes y pico ya están desentrenadas.
Como yo... ¡ay cuando nos dejen correr! Esa será otra batalla. Primero, ganemos al virus.
Quédate en casa.

martes, 14 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVII): El repartidor de congelados

Anoche me sonó el teléfono sobre las 10 de la noche. Nada extraordinario para un periodista deportivo. Es más, entre las 21 y las 23 se suelen rifar marrones. Si pita el teléfono y es algo de curro, malo. Pero ayer no. Ayer era 'Quique Bofrost', Quique, el repartidor de congelados: "Mañana estoy por tu zona, ¿quieres algo?". Le respondí que si tenía algo especial en este viaje: "¡Todo un camión lleno de cosas especiales!". 
He de reconocer que una compañera suya me había llamado desde la central y le había dicho, sin mentir, que tenemos el congelador casi lleno. Debería añadir que hay comida en la nevera como para que se acabara el mundo y nos enterásemos dos semanas después. Había agradecido la llamada, disculpándome y prometiendo que a la siguiente le compraría. Pero cuando Quique se puso en contacto conmigo, le pedí una bolsa de hamburguesas vegetales que al horno están de vicio.
También debo reconocer que podría haber sobrevivido sin ellas, y que el pedido tenía parte de compromiso con una persona que lleva más de años pasando puntualmente cada dos semanas por casa a vender comida congelada, de esa que te saca de un apuro cuando un día tienes 20 minutos para comer. Quique me ha traído dentro de una bolsa las hamburguesas y el catálogo de los productos especiales de su próxima visita. Me ha informado de que sólo se puede pagar con tarjeta, algo que tampoco era un inconveniente. Todo ello con mascarilla y con prisas. Hemos mantenido un diálogo de un par de minutos, acelerado, en el que me ha informado de cuándo pasa de nuevo, de que están extremando las medidas de seguridad, hemos comentado que es una suerte que estemos trabajando y de que momento, gracias a Dios, a nosotros y a los nuestros nos va bien de salud.
Quique y yo no somos amigos, pero me cae bien. Como a enfermeras, médicos, limpiadores, fuerzas de seguridad (los que no usan la placa para abusar de su autoridad)... lo considero un poco héroe sin capa, como se llamaba una sección que hicimos en el periódico durante las primeras semanas de coronavirus. Antes de la pandemia me hacía la vida más fácil y ahora, también. Está claro que viene como parte de su trabajo para cobrar un salario, faltaría más. Pero ahí está dando el callo, sin preguntarse (o al menos traga saliva y lo hace sin protestar) el riesgo de contagio que asume por haber subido hoy hasta la puerta de mi casa.
Tomemos las medidas de seguridad. Agradezcamos a todas las personas que nos cuidan o, si lo necesitamos, nos cuidarán. Me repugnan los cartelitos proponiendo a vecinos que trabajan en primera línea que se vayan a vivir a otro sitio. La pandemia ha sacado lo mejor que llevamos dentro. El que es vil tampoco lo puede esconder.

lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVI): Paco podrá felicitarme por el cumpleaños

Tenía pensada la entrada de hoy y ya estaba afilando las uñas, para escribir con inquina. Plasmar unas palabras meditadas, sin faltar a nadie pero diciendo exactamente lo que pienso. Al final, rectificar es de sabios, dice el refranero, aunque en esta ocasión quizás no dé para tanto. Después de que la Delegación del Gobierno en Andalucía prohibiese a los policías locales felicitar el cumpleaños a vecinos, se armó un buen revuelo. Los ciudadanos de a pie percibimos como absurda una medida tomada, como otras tanta veces, por alguien (a) demasiado alejado de la calle, (b) sin el mayor sentido de la empatía o (c) ambas son correctas.
El Gobierno nos ha salido este lunes con que se había interpretado mal su orden y se ha subsanado el asunto. Carpetazo. Vale. Aceptamos pulpo como animal de compañía, que se decía en un anuncio ya de viejunos. Lo que no deja de sorprenderme es que alguien adoptase una decisión así sin plantearse que la prohibición era absurda. ¿Qué demonios puede ver alguien de malo en que un coche de policía local, que está patrullando un municipio y en ese momento no tiene un servicio (subrayo eso) se acerque a hacer feliz a un vecino que cumple años y lleva días sin salir de casa? ¿En serio? Por la misma regla de tres, tampoco estaría permitido el gesto que casi nos hace llorar a todos del agente que, la semana pasada, colocó un ramito de flores en el asfalto en Zaragoza para rendir homenaje a los que ya no podrán salir a las 20 a aplaudir.
Bueno, rectificando y más calmado, he dicho lo que traía pensado. Me reconforta que Paco no cometiese delito alguno al ponerse delante de la ventana de casa de mis cuñados. Que pusiese la canción de 'Parchís' para felicitar el cumpleaños de Olivia, que tiene ahora dos añitos. Y que haya repetido el gesto con otros vecinos de L'Eliana.
Paco, el 26 es el mío y si quieres, puedes venir. No estaría de más que eligieras otra canción, la verdad. Aunque tampoco me voy a poner exquisito a estas alturas de confinamiento.

domingo, 12 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXV): Las sorpresas de los huevos Kinder

Me dice mi amiga Lourdes que la mona de Pascua no se come hasta el Domingo de Resurrección, es decir, hoy. Y yo, a punto de cumplir 41, ni idea de esas tradiciones. ¡Ya me he zampado dos esta semana! Como atenuante he de decir que eran caseras, de las que hace mi madre, con harinas ecológicas, cero conservantes, riquísimas, pero que si las dejas reposar varios días mutan en pedrusco. Y no era plan de desperdiciar semejante manjar.
Los huevos de chocolate empleados dan para otra entrada de blog. Subproductos de la factoría Kinder, que ya no son huevos en sí pero bueno... al final ofrecen tu ración de azúcar con demasiado chocolate y la sorpresa... ¡ay, la sorpresa! Uno de mis placeres desde que tengo sobrinos, suficientemente mayores para ilusionarse ante la perspectiva de una golosina con juguete y demasiado pequeños para montar la baratija, es armarla yo.
Esta vez no tenía sobrinos en casa a los que poner a punto el juguete (que algunos se las traen) ni para regalarles los míos. Aún así, me puse manos a la obra para dejarlos armados, preparados para cuando vengan Isabella o Samuel. El resultado fue esto:




Admito mi decepción. No sé cómo definir a esos muñecos feos de dos caras que en teoría están diseñados para lanzarlos por una rampa y que su gesto cambie de la indiferencia a la alegría. Los huevos Kinder son ilusiones de consumo rápido, claro está. Dudo que cualquier niño espere hallar el juguete de su vida en un huevo de chocolate. No perpetrar engendros como este tampoco estaría de más, añadí yo a mi pensamiento.
Luego me vino el momento reflexivo. El de llevar ya un mes encerrado y ponerse trascendental. Los dos pseudohuevos Kinder que me tomé con la excusa de ir en las monas que cocinó mi madre dan trabajo a la gente que diseña los juguetes, a los que los confeccionan, a los que producen plástico a modo de materia prima, a los de la empresa que prepara el chocolate, a los transportistas, a los comercios que los venden...
Sí. Pensemos. El fútbol genera ricos (muchas veces) insoportables, pero también da trabajo a toda una cadena que hace llegar al consumidor la ropa deportiva, los balones, a quienes mantienen abiertos los estadios, a los que cuidan el césped, a los que fabrican porterías, a las personas de comunicación que os llevan un partido o un reportaje a casa... De un bar no sólo vive el dueño, también todos los que intervienen en la fabricación de la cerveza, agricultores, ganaderos, pescadores, de nuevo aparecen los transportistas...
Podría seguir enumerando cosas que hasta hace un mes eran cotidianas y que han desaparecido de nuestro día a día por el coronavirus, con el considerable perjuicio para miles de familias. ¡Para lo que dan dos baratijas feas de un huevo Kinder! Pero vamos, que esto hay que pararlo y, como digo cada día, no busques excusas.
Quédate en casa

sábado, 11 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIV): El estanque mágico

Cumplimos el tercer sábado de confinamiento desde que me arranqué a escribir esta serie y como los anteriores, la entrada va a ser diferente. Hoy voy a hablar de un estanque mágico cuya historia jamás acabó de encajarme. Más típico de una novela de fantasía que de un relato bíblico que quiera presentar a un Dios amoroso, no veía, ya de niño, que en Jerusalén, el germen del cristianismo, hubiese una macabra competición entre tullidos de la que saliera un sanado y decenas de condenados a seguir enfermos. Ni siquiera una curación parcial a modo de medallas de plata y bronce de los podios de los eventos deportivos. Uno el todo y el resto, la nada.
La historia en cuestión es la del estanque de Betesda y se encuentra en la Biblia (Juan 5: 1-9). Narra la creencia de que el ángel de Dios bajaba y agitaba el agua. Que lo hacía sin una periodicidad clara. Simplemente, cuando se aburría (añado yo), no tenía otra cosa mejor que hacer que meter la mano en una charca maloliente donde se lavaban animales y la removía, a modo de pistoletazo de salida de una cruel carrera. Hoy me tocaba leer el capítulo 6 del libro de Roberto Badenas que recomendé la semana pasada y que se centra en este relato.
Achaca el fenómeno de Betesda a la teoría de los vasos comunicantes. Además, da una explicación lógica al hecho de que el primero en llegar al agua se sanase, generando una especie de tradición y/o superstición: "En esta piscina ocurre, de modo patente y visible, lo que ocurre desde siempre en todas las partes del mundo sin que llame la atención a nadie: que los enfermos de dolencias menores bien asistidos pueden sanar, mientras que los enfermos graves y desasistidos pueden tardar en curarse, o empeorar de sus males y acabar muriendo" ('Encuentros decisivos', página 89).
No voy a poner el foco en lo que necesita fe. Jesús acaba curando a un paralítico que llevaba 38 años enfermo. Para dar esto como cierto hace falta creer. Sí quiero poner en valor su actitud: siempre podemos hacer algo ante un problema o injusticia. Hoy he leído por encima y he estado un rato analizando la sección fija 'La curva del virus' que escribe cada día mi compañero Héctor Esteban en el periódico 'Las Provincias'. He visto un dato que alimenta mi esperanza y preocupación a partes iguales: hay a fecha 10 de abril en la Comunitat Valenciana 1.511 hospitalizados, 346 de ellos en la UCI. Las unidades de cuidados intensivos están al 57,2% de su capacidad.
Estos días he hablado bastante con médicos. De todo lo que me han dicho, me he quedado con un detalle: en la lucha contra el Covid-19 es básico evitar que las UCI colapsen. Me han dado un mensaje de esperanza: que los trabajadores de estas unidades empiezan a ser optimistas. Los datos también son buenos, pues estas primeras líneas de fuego llegaron a estar mucho más cerca de su plena ocupación. "Los enfermos graves y desasistidos pueden tardar en curarse, o empeorar de sus males y acabar muriendo".
Hay algo que me martillea y sé que a los sanitarios, más. ¿Se podría haber hecho algo más por enfermos que han fallecido y cuya atención ha sido la máxima en un momento de pseudocolapso, pero no la suficiente? No lo sé. Por si acaso, contribuyamos en no asfixiar las UCI. Nuestros políticos, dotándolas de más medios; los sanitarios, trabajando sin guardarse nada como lo están haciendo en su mayoría; y nosotros, el resto, lo que podemos... ya lo sabéis. No estamos de puente sino en guerra contra un enemigo letal y silencioso. No lo fiemos todo a la suerte o los milagros.
Quédate en casa

viernes, 10 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIII): El banco junto al Mandor

Aquella mañana había dos chavales en el banco. Silenciosos. Casi se susurraban. No eran enamorados adolescentes pero como si lo fueran, como aquellos que antaño se escondían ante lo sicalíptico de los primeros besos húmedos, trataban de pasar desapercibidos en el último rincón antes del barranco. Cuchicheaban mientras saboreaban las últimas bocanadas de libertad.
En aquel sábado soleado, como dos rateros de pueblo a los que se soportan las leves maldades esperando que la cosa no pase nunca a mayores, los vecinos los miraban de soslayo. Fue el fin de semana en que cerraron las jaulas con barrotes de oro. Las de las primeras picardías para no dejar de salir de ese hogar otras tantas veces añorado. No sospechábamos que un mes después pagaríamos la mitad de nuestro reino por degustar al sol una cerveza y una tapa de bravas. O por quemar la suela de nuestras zapatillas durante unos kilómetros de suelos agrícolas.




Esta noche el banco está desierto. Como en los últimos veintitantos días. Ni rastro de los dos muchachos. ¿Harán las tareas del instituto? ¿Se pasarán el día conectados al facetime? ¿Serán más de FIFA o de Fortnite? ¿Habrán abierto algún libro de motu proprio o queman Netflix? Lo cierto es que el punto de reunión ya no lo es. Y esos chicos, más otros que se juntan habitualmente ahí, no van a hacer ruido este fin de semana. No notaré durante el paseo de mis perros el aroma a porro que me recuerda a tiempos pasados, cuando salíamos todas las semanas hasta el amanecer. Ni pensaré en que ya podrían callar un poco, porque seguramente habrá unos abuelitos a los que no dejen dormir.
Quiero que los chavales vuelvan. Que lleven allí su cena comprada en un establecimiento de comida basura y, eso sí, que no se dejen las bolsas ahí tiradas. Que se hagan sus botellones y sus porros, sin abusar. Que dentro de un par de meses pasen el verano de sus vidas en ese banco junto al Mandor. Si ellos son libres, tú y yo también habremos recuperado nuestro derecho a elegir. Ahora, en un nuevo fin de semana en que apetece de todo menos eso, tenemos una tarea. Ya la sabes...
Quédate en casa.

jueves, 9 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXII): Ya soy maratoniano

No. Que nadie piense mal. No me he escapado por los campos de alrededor de L'Eliana, aunque admito que no me faltan ganas. Tampoco me he puesto a dar zancadas de un lado a otro de mi casa como hacen muchos: no lo criticaré, pero de momento tampoco me motiva. En mi vida he corrido 42.195 metros seguidos y a día de hoy me sigue pareciendo un reto superlativo teniendo en cuenta que, antes del parón por el confinamiento, a la mitad ya estaba agotado.
Pero lo reitero: ya soy maratoniano y, además, en Valencia. En mi amada ciudad, sólo un poco menos querida que la maravillosa L'Eliana. Me han hecho maratoniano porque dicen que todos los que trabajamos de algún modo en este portentoso y pujante evento que pone en valor la Ciudad de las Artes y las Ciencias, formamos parte de él. Esta mañana he recibido un mail que me ha alegrado el día. Copio y pego:

Hola Moi!

Son momentos complicados y de incertidumbre, sabemos que a muchos compañeros nos está golpeado fuerte esta crisis, por eso desde el equipo del Maratón Valencia Trinidad Alfonso EDP queremos enviarte todos nuestros ánimos y fuerzas para superar esta etapa al tiempo que darte las gracias por toda tu ayuda. Sin tu trabajo (ahora desde casa) y el de toda la Prensa, el nuestro tendría poco sentido.

Te esperamos el próximo 6 diciembre, porque tú también eres parte de este 40 aniversario del Maratón Valencia (y del cartel oficial  😉).

#EstoNOtienequePARAR

Un saludo del equipo de comunicación del Maratón Valencia!

Vuelvo. Pocas estrategias veo más acertadas que fomentar el sentido de pertenencia. A tu empresa, a tu comunidad de vecinos, a tu localidad de residencia, a un club, al gimnasio o, por supuesto, a la familia. Si sientes algo como tuyo, lo cuidas y lo defiendes sin que nadie te lo pida. A mí, que en los últimos años estoy entusiasmado con esto de correr, este correo electrónico me ha ganado. Pero es que además va acompañado de dos versiones personalizadas del cartel del Maratón de Valencia, que este 2020 celebra su 40 aniversario. Aquí reproduzco una de ellas:




Reconozco que me he sentido hasta abrumado de verme ahí. Yo, un modesto corredor que empecé en esto que llamamos ahora running porque me harté de engordar. Me sentía entonces incapaz de completar cinco kilómetros seguidos y ahora ya he logrado los 21,095, aunque mi amigo Sugoi se ría de mi estilo y de mis ritmos. Un simple mail ha reforzado mis ganas de que todo esto pase y las de seguir aportando un poco desde mi puesto de periodista de Las Provincias para que Valencia tenga un maratón de primer nivel mundial y que miles de personas quieran venir a correr a nuestra ciudad.
Eso mientras me animo a dar el salto a maratoniano de verdad, con dorsal, y se me presenta la oportunidad de pasar esa icónica meta como como corredor. Por todo eso y mucho más sinceramente me encanta el hastag #estonotienequeparar. De momento, tenemos una tarea diaria:
Quédate en casa.

miércoles, 8 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXI): La mascarilla

Llevar mascarilla es una tortura. Hoy ha sido el día de salir a la compra para mis padres y, claro está, he aprovechado para aprovisionarme yo también. He ido al papero (así se conoce en todo el pueblo la tienda que hay en la peatonal junto al ayuntamiento), a la quesería (donde me he encontrado la puerta en las narices), la herboristería, la frutería y el supermercado. Del tercer establecimiento he salido con una caja y un par de bolsas que pesaban sin exagerar 25 kilos. "Tranquila, que tengo el coche a 200 metros", le he dicho a la dueña cuando me ha propuesto que lo trajera.
Quería economizar tiempo y he confiado en mis horas de gimnasio, insuficientes a todas luces. He llegado al coche ya agobiado por la falta de oxígeno, con ganas de quitarme la maldita mascarilla que ya no sé si me protege de los virus de los demás o al resto de los que pueda liberar yo. El paso por la frutería (esta vez sí que he aparcado mal para cargar la ingente cantidad de productos frescos que ha comprado mi madre) tampoco me ha aliviado... ni el agobio de intentar ser solidario en el supermercado: cuando antes saliera yo, más pronto entraba otro de los clientes que hacen cola.
Cuando he regresado a casa, de donde he salido a las 13.30, eran las 15.30. Se me han pasado volando dos horas en las que la última tarea ha sido descargar la compra en la puerta del chalé de mis padres, sin entrar en contacto con ellos para tratar de mantener el puto Covid-19 alejado de su hogar. En el mío he tenido que subir una caja, menos pesada que las otras, descargarla, completar la comida que gentilmente había empezado a preparar Maggie y engullirla en diez minutos mientras retomaba mi jornada de teletrabajo.
A esa hora estaba ya para descansar. Me seguía notando fatigado a pesar de que hacía ya unos minutos que me había despojado de la mascarilla no sin antes maldecirla. Cuando he recobrado un poco el aliento, he pensado en nuestros sanitarios. En los que se pasan horas y horas con ese artilugio protegiéndoles mientras curan a los infectados, a costa de racionarles el oxígeno. He entendido lo que dice Maggie cuando cada día regresa de la residencia donde trabaja. Y sí, no se lo hemos recordado lo suficiente: son héroes, los putos amos. Del primero al último. Nosotros sólo tenemos una tarea.
Quédate en casa.

martes, 7 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XX): El vecino

Hace unos meses, después del verano, cambiamos de vecino de al lado. Antes vivía Esther, con cuyo exnovio hice una buena amistad. José Avelino fumaba y cuando coincidíamos en el balcón sin excesiva prisa entablábamos tertulias de esas que arreglan el mundo. Llegó un momento en que compartimos alguna cerveza, incluso después de que se les acabase el amor y él viniese periódicamente a ver a la hija de ambos.
Al final Esther, que no era de aquí, decidió mudarse para residir más cerca de sus allegados. El piso se vendió y ahora, desde hace algún tiempo, tenemos nuevo compañero de lindes. Un hombre muy serio, que a duras penas saludaba y del que no sabíamos nada. Timidez, otras preocupaciones... tampoco tiene nadie la obligación de ser simpático ni de contar su vida.
Nuestras existencias han transitado hasta ahora sin nada más en común que una pared. Hasta el otro día. Una tarde soleada nos saludamos y, en momentos en que todos estamos encerrados y con más tiempo de lo habitual, charlamos unos minutos. Un par de noches después, el hombre golpeó ese tabique, haciendo saber que me pasaba con el ruido practicando deporte a una hora que empezaba a ser intempestiva. Y al siguiente, pasado el momento del aplauso, nos volvimos a ver en el balcón.
Le pedí disculpas por lo de la otra noche mientras cerraba el libro. "Yo también me he leído Sidi", respondió restando importancia a lo del ruido. Comenzamos con el Cid y acabamos hablando de los políticos, pasando por el coronavirus y algo de deporte. Disfrutamos de un buen rato de charla entre dos desconocidos que en ese momento tenían un excedente de tedio. Quién sabe si volveré a compartir una birra con el vecino de al lado. Lo que sí tengo claro es que esta crisis, negativa, de la que hemos de salir entre todo, nos da ocasiones para escuchar a los demás.
Eso sí, quédate en casa.

lunes, 6 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XIX): Yo quiero ser como Martín Labarta

No tuve el gusto de conocerlo. Mientras veía un capítulo de la tercera temporada de Özark a modo de epílogo de domingo libre, sonó el móvil. La verdad es que ya era lunes. El Valencia Basket informaba de la muerte de Martín Labarta, algo así como el Españeta taronja. El delegado de toda la vida, un hombre que durante 26 años ha sido el guardián de los pequeños detalles de un equipo de élite, había fallecido tras su dura batalla contra el cáncer. Otra vez el puto cáncer, ese villano que parece haber sido enmudecido por otro malo más malo aún como es el coronavirus, pero que de vez en cuando, incluso en estos tiempos duros, se sigue cobrando sus tributos. Ya caerás, ya.
El caso es que Martín Labarta, un valiente y una buena persona, se fue al descanso en esa frontera entre el 5 y el 6 de abril del año del Covid-19. Lo de buena persona lo digo porque lo afirma gente de la que me fío. Fernando Miñana y Jorge Aguadé, a quienes identifiqué como las voces autorizadas del baloncesto en la redacción en la que desembarqué con ilusión y sin ninguna experiencia hace ya muchos años. O Juan Carlos Villena, el actual santo y seña del deporte de la canasta en el periódico: minutos después del mensaje del Valencia Basket nos informó, aún convaleciente y entre lágrimas, del fallecimiento de este icono de la Fonteta.
Dicen que Labarta vendió televisores y que cayó en el puesto de delegado del Valencia Basket por una cadena de acontecimientos, relaciones y casualidades. Da igual. Podría haber acabado en otro club, o vinculado la deporte del motor, o en una unión musical. El que es buen tipo, es buen tipo. Y hay que serlo para que cada jugador de élite con pasado taronja que se ha pasado por la ciudad en los últimos meses haya dedicado un rato a visitarle para darle ánimos en su lucha contra la enfermedad.
Yo, cuando parta, me gustaría que la gente me recuerde con las palabras que ayer le dedicó Pedro Martínez, un entrenador al que tampoco conozco de nada pero que también respeto muchísimo por su franqueza: "Una persona maravillosa y querida por todos. Daba igual si eras del Valencia Basket o de un rival. Sin olvidar el respeto a los árbitros. Hizo grande el club".
Hoy me ha hecho pensar. Me habría gustado conocerle, señor Labarta.
La virtud de ser bueno y de sumar en el lugar donde te coloque la vida. En estos días lo podemos hacer de una forma sencilla:
Quédate en casa.

domingo, 5 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XVIII): Ya tengo mancuernas

Ya he conseguido mancuernas. Y uno de esos trampolines elásticos redondos (no recuerdo su nombre en el argot fit, ni tampoco es tan importante para lo que quiero contar hoy) para hacer trabajo aeróbico. Sigo sin contar con elíptica, cinta o rodillo, pero ya cuento con las dosis necesaria para anestesiar mi mono diario de deporte. Bueno, no, seguiría pagando por salir a trotar cinco kilómetros, pese a mi comprensiva postura de que quedándonos en casa acabaremos antes con esta maldita pandemia que tan cara nos está costando.
Me los han traído hoy y gracias a ese material que tengo podré hacer algo de fuerza y seguir las clases que realizan en directos de Instagram los entrenadores de Masía Club. Cuando me los estaban entregando, en la rotonda de al lado de la puerta de casa, ha parado un chico con una moto de Protección Civil de L'Eliana. Encima de su mascarilla se adivinaban dos ojos inquisidores porque creía que estábamos dos personas de charreta.
"He bajado un instante", le he comentado. "¿Para qué?", me ha preguntado serio, con cierto mosqueo. La verdad es que he sentido un atisbo de vergüenza. Como cuando sabes que has pasado un semáforo en ámbar-casi-rojo y en el siguiente se te para al lado una patrulla de la Policía Local sin ganas de gresca pero con cara de 'haré como que no he visto nada'. "He bajado a recoger esto", le he respondido, sincero, alzando la mancuerna que aguantaba en mi brazo derecho.
Me ha respondido con un 'ah, vale', creyendo una versión que por otra parte era cierta. Le he dicho a mi interlocutor que me iba, no fuese a ser que viniese detrás otro agente menos comprensivo. En realidad me he empezado a plantear si conseguir un par de aparatos para hacer deporte es una razón para romper el confinamiento. Cierto que hemos mantenido distancias, que no había nadie más y que enseguida hemos regresado a casa. Pero, ¿qué pasaría si todos hicieran lo mismo?
Después de reflexionar un rato, he decidido perdonarme. Concluir que me estoy portando bien, saliendo sólo a pasear a los perros, a comprar una vez por semana y por cuestiones puntuales de trabajo. Total, ha sido nada y para poder hacer ejercicio en casa. Vale, pero hay que admitir algo: cuanto menos 'total, ha sido un momento' usemos como excusa, antes venceremos al coronavirus.
Quédate en casa.

sábado, 4 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XVII): La puesta de sol

Hace ya un rato que las tinieblas sustituyeron paulatinamente a un día soleado. A otro más de confinamiento pero más alegre por la luz que nos ha regalado el astro rey. Me ha pillado en la ducha después de hacer un rato de ejercicio. Este sábado quería hablar de la puesta de sol, un pequeño rito que simbolizaba el final de este día y el inicio de una nueva semana. Recuerdo ese momento de cuando era niño, en el circuito de los Viveros de Valencia.
Allí, sobre todo desde el cambio de hora en que los días alargan, mis padres iban a pasar la tarde de los sábados. Junto a sus amigos con treinta y tantos o cuarenta y pocos: Luis Cabrelles, Mari, Segundo, Manolita, Gloria, Nicole... y los hijos de todos ellos, que nos desperdigábamos entre la carretera corriendo o con alguna bici, en los columpios del parque o en la locomotora. Cuando empezaba a anochecer, los mayores llamaban a los niños y todos juntos montábamos un corro y cantábamos una canción:

"Al final de la semana
qué alegría que me da,
el estar en con mis amigos
en este bello lugar.
Enlazamos nuestras manos
para juntos alabar
El nombre de Jesucristo, 
nuestro amigo más leal...
¡BUENA SEMANA!"

No sabría decir cuándo dejamos de ir cada sábado por la tarde a los Viveros, pero a toda esa gente la sigo considerando hoy una segunda familia. Hace unas semanas vi a Luis y Mari después de mucho tiempo y estuvimos charlando. Me encanta abrazar a Segundo de año en año mientras él, merengón de toda la vida, me susurra al oído: ¡Hala Madrid!. De su hija Loida y de mí se decía que éramos novios cuando teníamos seis y cinco años. Ahora nos vemos de uvas a peras pero nos queremos una barbaridad, igual que sus dos hermanos, Eunice y Abel. 
Esta tarde estaba leyendo el libro 'Encuentros decisivos' de Roberto Badenas. Es un autor adventista, la denominación cristiana a la que pertenezco, pero dos de sus libros, tanto este como 'Encuentros', son plenamente recomendables creas lo que creas. En el capítulo 5 del que tengo en marcha, titulado 'El desencuentro', habla de un pasaje del ministerio de Jesucristo poco analizado. Del capítulo 3 de Marcos, donde el autor percibe las reticencias de su madre, María, y de sus hermanos ante un aún incipiente ministerio que le había separado mucho de ellos. Percibían que estaba centrado en todo menos en sí mismo y en los suyos.
Todos tenemos nuestra otra familia. Yo no me quejo de la mía, ni mucho menos. Echo de menos a mi tío Seba, que me llamaba 'indio' cada vez que venía de Úbeda. A mi otro tío, Agustín, que llevo años sin verlo. A los de Toledo, que les debo una visita porque vienen a Valencia siempre que es necesario y son geniales. A los de la parte política, en Ecuador, a los que no he ido a conocer en una década pero que me saludan por las vídeollamadas como a uno de los suyos. Y por supuesto a los 'gabachos' que menos Daniel ya están por aquí, a los Juanes y toda su tropa y al núcleo duro, que nos vemos cada semana... bueno, ahora también por el móvil.
Pero tengo otros, a unos veo más a menudo y a otros menos, pero que constituyen una segunda familia, la que eliges y que te elige. Que sabes que están ahí en cuanto alzas la voz... y viceversa. A esos no los voy a nombrar porque ya digo que lo saben. Seas cristiano o no, Jesucristo, el que nos presenta la Biblia, es un ejemplo para todos. Existiera o no, encarna un modelo de humanidad casi utópico muy necesario en estos días. Y él también necesitó otra familia. Sus discípulos y/o apóstoles, que entendieron que su mundo precisaba horas de trabajo para dar de comer a hambrientos, sanar enfermos y pronunciar palabras de esperanza.
Y al final de este sábado, yo quiero enlazar mis manos virtualmente con quien quiera. Si te puedo ayudar en algo, dímelo. Si no, podemos echarnos un cable entre todos, aunque no nos conozcamos a que nuestras vidas sean mejores durante y después de la crisis sanitaria. Hay miles de cosas por hacer para los demás. Empecemos por algo sencillo.
Quédate en casa
¡BUENA SEMANA!

viernes, 3 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XVI): Cumpleaños feliz

Mi sobrina Olivia ha cumplido hoy dos años. Con esa edad, ella no sabe lo que es un confinamiento (aunque ya entiende que tanto estar en casa encerrada no mola nada) y por supuesto no es consciente de la gravedad del coronavirus. Bueno, esto último no es relevante cuando hasta hace menos de un mes nuestros gobernantes, a los que se supone capacitados para ello, nos decían aquello de que el Covid-19 era poco más que una gripe y que habría casos puntuales en España. Pero bueno. No nos desviemos porque hoy es el cumpleaños de Olivia.
Por ese motivo, tía Maggie le ha preparado una corona por la cual ayer cenamos pasada ya la medianoche. Aquí la tenéis:





La chiquilla ha paseado por la casa durante todo el día con su joya, barata por el coste de los materiales pero de valor incalculable por el amor y dedicación con que se confeccionó. Y Olivia parece ser que, a sus dos años, lo ha percibido y no se quería despegar de su preciado tesoro. La niña tiene toda la vida por delante. Menos me queda a mí, que tampoco tengo prisa en marcharme, pero que en unos días haré 41 primaveras. Ya da vértigo.
Dije hace unas semanas ya a mis amigos que firmaba con que nos soltaran para antes de mi cumpleaños. Ahora parece que el estado de emergencia se extenderá hasta al menos mi 26 de abril (se aceptan regalos). He tenido un día de esos que imagino que están recogidos en los manuales psicológicos del confinado: cansancio, hastío y aburrimiento a pesar de que ha tocado teletrabajar. Pagaría por correr cinco kilómetros y no con ello digo que estoy dispuesto a pagar una multa.
Hablando de multas, lo siento, pero me ha venido la forma de hilar mi gratitud hacia la Policía Local de L'Eliana, que ha ido hasta cerca de la ventana de casa de mis cuñados para felicitar a Olivia. Ha llegado un coche con las luces y sirenas y han puesto la canción típica de 'Parchís'. Luego he visto en redes que han repetido el protocolo con un chaval que hoy cumplía 19 años. Desde aquí, mi reconocimiento a Paco Pum, conocido agente de nuestro pueblo.
Gestos así dignifican no sólo a los cuerpos y fuerzas de seguridad. A las personas. Esta crisis está sacando el lado bueno de todos aquellos que lo tienen, por escondido que esté. Sólo deseo que no vuelva a camuflarse cuando todo regrese a la normalidad. Creo que se lo debemos a los más de 10.000 que ya se han marchado, pero también a los que les quedarán pocos años después de esta crisis. Pero sobre todo a las nuevas generaciones, al chico ese de 19 años y a Olivia, que con sólo 2, tienen todavía una vida entera por descubrir y disfrutar.
Aunque no nos acordemos, hace bien poco estábamos convencidos de que puede ser maravillosa. Sí, puede serlo. De momento, para conseguirlo, sólo puedes hacer una cosa:
Quédate en casa.
¡Feliz cumpleaños, Olivia!

jueves, 2 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XV): La sanidad pública española

Hablo en tercera persona, aunque en mi escrito de hoy, como casi siempre y como corresponde a un blog personal, lo vaya a hacer en primera del singular. Me explico. Gracias a Dios, de momento y toco madera (mi cabeza), no he tenido que acudir en estos días a un hospital. No sé si habré tenido carga vírica sin darme cuenta y soy un asintomático del Covid-19. Ojalá. Lo cierto es que no me he puesto enfermo, aunque conozco gente (Maggie sin ir más lejos) que trabaja estos días en la sanidad y otros que han tenido que acudir a ella.
Esta situación nos da tiempo. Puede faltar dinero, lamentablemente a mucha gente demasiado, pero lo que todos pueden prestarnos son horas. Por ello, cuando haces una llamada para saludar a alguien, al menos una de las dos partes afronta la conversación sin prisa. Esta mañana he charlado con la madre de Maggie. Hago un inciso: '¡Tu suegra!', me dirá alguno, pero no, no me gusta porque la palabra suegra me parece malsonnte y me recuerda al chiste de '¿Cómo se dice suegra en griego? Estorbas' y, como no me gusta el término y Reina me cae bien, pues la madre de mi mujer, y al que no le guste, ya sabe. Lo dicho, que hemos estado charlando de cómo llevan el confinamiento ella y Juan, su marido (lo de suegra lo aplico para suegro) y me ha contado un poco cómo están las cosas por Ecuador, su país natal.
Me contaba que allí la gente se muere en plena calle. Que hay casos de personas que, cuando ya se sentían extremadamente débiles, han salido hacia el hospital y que se han desplomado en plena vía pública. Que como hay miedo, el cadáver (otra palabra que me parece horrible) puede quedarse en el sitio hasta cuatro días. Y que hay hogares en que sacan los féretros a las calles cuando empiezan a oler porque los servicios fúnebres tardan varias jornadas en hacerse cargo de ellos.
También me dice de las familias que viven al día. Que sus ingresos se limitan a lo que saquen cada jornada de ir a trabajar. Si ahora están confinados, han de subsistir como puedan, sin contar con ayudas sociales del Gobierno. Que el presidente de la República no sale por la tele ni siquiera a dar la cara y que el teléfono de atención al coronirus es como si le hablas a la pared.
Bueno, vale, ya dejo de contar miserias. Mi amigo Arturo está poco a poco recuperándose pero le noto a diario algo desesperado, con razón, porque le han dejado como un caso que evoluciona por sí solo y probablemente no vengan a hacerle la prueba que le declare sano. A Villena lo mandaron a casa cuando empezó a colapsarse el hospital y está casi en las mismas. A ambos los he leído y oído quejarse, con argumentos. Porque tenemos una sanidad pública que está entre las mejores del mundo a la que nos hemos acostumbrado en las últimas dos generaciones.
Está claro que los recortes de unos ejecutivos y la falta de previsión de otros ha ayudado a que el coronavirus lo haya tenido más fácil para colapsarla. Pero pensemos que aquí, al menos por ahora, se respalda a la gente sin recursos y se atiende a todos. Yo espero que todo esto nos haga mejores: los políticos, que piensen un poco menos en sus sueldos y gestionen mejor el dinero de nuestros impuestos; los ciudadanos, que estemos menos pendientes del fútbol o de nuestra serie favorita y les recordemos más a menudo que les pagamos para gestionar el estado del bienestar. Tampoco estaría de más que nos acordemos más de Sudamérica y de África, donde se agolpa la mayor ratio de injusticias por metro cuadrado.
Entiendo que, lamentablemente, será una utopía si todo esto pasa. Por ello, me contentaría con que sigamos reconociendo cada tarde a las 20 horas a aquellos que nos cuidan como hasta hace poco ensalzábamos a nuestro futbolista favorito.
Ojalá esto pase y nos cambie para bien.

miércoles, 1 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XIV): Nada

Nada.
Lo reconozco. Necesito recargar el depósito de la ilusión. Quizás he querido mantenerme demasiado activo. He descubierto que, en la situación que estamos, encerrados en casa, nuestra barra de energía tampoco es infinita. Estos días, antes de dormir, he dedicado tiempo a jugar a Candy Crush. Lo uso bastante para desconectar y desde hace algún tiempo intento que no me enganche en días libres durante la jornada, porque corres el riesgo de perder mucho tiempo.
Nada.
En estos días, como muchas empresas, los programadores del juego han llevado la estrategia de dar vidas infinitas. Llega un momento, no obstante, que no apetece seguir pegado a la pantalla y los ojos te dicen que es el momento de dormir. Esta semana ese instante está llegando cada vez antes. Mi barra de energía está en rojo.
Nada.
Así estoy. Sin ideas. A veces esto es bueno. Vaciar la mente. Olvidar que estamos confinados y que ahí fuera, en los hospitales, hay decenas de miles de personas luchando en una guerra cara a cara y sin cuartel contra la muerte. Ellos, aunque tengan la maldita barra de energía en rojo, deben mantenerla así. Lo contrario es el 'Game over'.
Nada.
Por ello agradecezco no tener nada que decir. Por que con lo cansado que estoy hoy, si hubiera algo que comunicar serían malas noticias. Así que, mañana más.
Bueno, sí tengo algo que decir: quédate en casa.