sábado, 21 de noviembre de 2020

Esperar demasiado y recibir lo que no esperas

Veo la luz al final de un pequeño túnel. Pequeño, sí, porque un puñado de días de pasarlo regulín no es nada comparado con los miles de personas que llevan meses sufriendo las de Caín. Los que han perdido un ser querido, los que han estado en la UCI durante semanas, quienes han perdido su trabajo, los que tienen una empresa cerrada y van a verse obligados a cerrar o empequeñecerla este enero, tras la asistencia ficticia en muchos casos de los ERTES. No, definitivamente por ahora no debo darme ningún protagonismo.

Sí se lo concedo a un amigo que me recordó estos días algo que, a decir verdad, ya me ha dicho varias veces: "Esperas demasiado de la gente". Y tiene razón. En estos días, desde el inicio de la pandemia, pero sobre todo cuando lo he pasado mal, he vuelto a sentir alguna decepción con la especie humana. Reacciones que no esperas, sobre todo cuando convivo con dos peludos, cuyas neuronas sólo se activan ante la comida, y que muestran más empatía que muchas personas. 

"Esperas demasiado de la gente". La frase me martilleó en mis horas más oscuras. Ahora que veo la luz, que ya vuelvo a salir con los peludos dos veces al día, he decidido darle la vuelta: "Eso no me lo esperaba de fulanito/a". Y al final, cuando se reflexiona en frío, se llega a las mejores conclusiones. Creo firmemente que se encuentra más fácil la felicidad sin esperar nada de nadie y agradeciendo lo que los demás te regalan. A decir verdad, en estos días 'reguleras', he comprobado que vivo rodeado de buenas personas. Y eso es una suerte.



sábado, 12 de septiembre de 2020

Brindis



Este 12 de septiembre de 2020 hace justo diez años del mejor día de mi vida. Siempre que un amigo o amiga me dice que se casa, le respondo lo mismo: "Disfruta de ese día, se pasa volando y te vas a divertir como nunca". Esa fue mi experiencia, y también lo ha sido que casi en un suspiro ha trascurrido una década desde nuestra boda. Hoy lo celebramos casi por separado, ya que Maggie tiene guardia en su trabajo como enfermera en el centro de salud de Picassent.
Nuestros diez años han sido atípicos desde el primer día. La boda la ofició Antonio y su sermón caló en mis amigos que no son adventistas: aún algunos me recuerdan la anécdota del balón da baloncesto. La ceremonia fue en la iglesia donde casi nací y tantas travesuras urdí con gente que esa mañana estaba entre los bancos. Me faltó Pablito, con el que tantos partidillos de fútbol he jugado en un rincón mientras nuestros padres ensayaban en el coro. Habló el entonces alcalde de L'Eliana, José María Ángel, cantó mi hermana Elísabet, al igual que Luis y Mari, a los que conozco desde siempre.
Llegamos tarde al banquete en La Calderona porque nos encantamos haciéndonos fotos con todos los asistentes, y luego entramos al salón con unos antifaces. Recuerdo que aquella tarde jugaban el Valencia y el Levante y mi amigo Badillo, entonces jefe de Deportes de Las Provincias, se llevó arrastras a la sección. Y de la sonrisa picarona de Patricia, cuando vino a pedirme que mediara con los camareros para que nos sirvieran chupitos -sólo querían poner copas-, con los que brindamos la gente que quedaba del periódico, ya bien iniciada la fiesta.
Agradezco mucho la presencia en bloque de mis tíos Juan y Juani (junto a mis primos y toda la familia), de la de Toledo, que nos separa la distancia pero en los momentos importantes (buenos o malos) están ahí. De la familia de Maggie que vive en Valencia, de la que sólo faltaron Raúl y Olivia por razones temporales, pero Isabella en cierto modo ya estaba. De todos los amigos que vinieron, los que no pudieron acudir y alguno que quería pero se quedó esperando una invitación por descuidos de esos que nunca te acabas de perdonar.
Aquel día es el inicio del camino. Cuando todos vuelven a casa, te quedas por primera vez vacío. Empiezas a escribir una historia impredecible, como nuestro accidentado viaje de bodas. Una década después yo sigo dedicándome al periodismo y Maggie, que no se atrevió a ser cirujana y aún se lo echamos en cara la gente que la conocemos -y no dudamos de su plena capacidad-, se hace camino como enfermera. La observo y, esto es algo que jamás le he dicho, su vocación y entusiasmo me recuerda a mí cuando también estaba peleando a tumba abierta por un lugar donde ganarme la vida contando la de otros.
Porque cada existencia tiene una historia que narrar. Como la nuestra en estos diez años. O como la de Ruth y Voro, que justo ese 12 de septiembre de 2010 hacían 12 meses de casados. Casi al final de la fiesta, los observamos en una mesa, solos, brindando mientras se miraban a los ojos sonrientes. Hoy ellos tienen dos hijas y nosotros, dos perros. Empieza la segunda década...

viernes, 4 de septiembre de 2020

Si no hubiera que correr

Comenté pasado el ecuador de julio que entraba en cuarentena. Me veía ya por aquel entonces con pocas fuerzas y contaba que debía economizarlas para llegar al 31 de agosto. Y lo pasé. Me ha costado unos días de vacaciones, pero ya me he puesto delante del folio en blanco. Tengo algunas amigas de esas que te dicen cosas que pueden no gustarte, pero que pueden ser verdad. "Moi, ¡es que te cuesta desconectar, y luego te quejas!", me afeaba hoy una de ellas. Y tiene razón. Aún no lo he logrado del todo, pero he de decir a mi favor que ya me encuentro con más energía que hace poco menos de una semana.
Otra amiga me escribía el otro día: "¿Estás bien? ¡Es que estás muy callado!". Se refería a Facebook y, sobre todo, a este blog. Me encanta que alguien me eche de menos, me da fuerzas para seguir contando mis cosas por aquí. "Es que escuché por la radio una canción de 'Revólver' y me recordó a ti", añadió.
Es uno de mis grupos favoritos, herencia de aquellos buenos años de juventud y largas charlas con Migue. Y de las muchas canciones que me gustan de un gran artista como es Carlos Goñi -por cierto elianero de adopción-, está la que da nombre a su álbum 'Si no hubiera que correr'. Me sobrecoge especialmente el estribillo, corto pero contundente:

"Y aunque fuera necesario
no quisiera echar la hiel
si el camino fuera suave
si no hubiera que correr"

Correr. Lo que me ha mantenido limpia la mente durante este verano. Y como dije hace unas entradas, quiero disfrazar ocasionalmente este blog de reflexiones en modesto manual de un deporte que está marcando mi vida en los últimos años. Las vacaciones me permiten un lujo cotidiano para los que madrugáis: salir a trotar al atardecer. Y claro está, sobre todo en verano, en busca de las horas más frescas, se te suele hacer de noche. Me sucedió las dos veces de esta semana.
En la segunda pasé por una zona sin aceras, en las que hay que ir con mucho cuidado y vigilante con el tráfico. Me crucé con una pareja que debe estar empezando en esto de salir a quemar calorías, así lo evidencian un par de peligrosas imprudencias que cometieron. Quizás como reto de otoño, o porque se han notado algún kilo de más (se atisbaba en ambos 'panxeta' pero nada desmesurado), y como penitencia por ese helado o cervecita de más.
Me alegra que la gente se eche a la calle o se apunte el gimnasio. Me encanta, por ejemplo, la ilusión con la que se ha lanzado Maggie a las redes del crossfit. Pero en cualquier deporte, sobre todo cuando toca practicarlo en plena calle, hay que mantener unas normas de seguridad. Para empezar, la pareja de la que os hablo parecía ir de incógnito: vestir de negro está muy bien para burlar la seguridad de un edificio en una película de espías, pero no para salir a correr o a caminar. Mucho mejor buscar una prenda (principalmente la camiseta) de un color claro (amarillo, naranja...) y si es posible, que desprenda luz. Y la segunda objeción, en un tramo sin acera iban a su derecha, esto es, de espaldas al sentido de circulación de los vehículos.
Si digo la verdad, no paré a comentarles estas dos imprudencias porque iba yo lanzado (con camiseta amarilla y a la izquierda del tráfico) y pensé que pararse en ese tramo podía suponer una tercera llamada al peligro. Seguí con mi serie de 3.000 algo más rápido de lo que había marcado mi entrenadora (yo también cometo mis 'pecadillos', no creáis) y pensando en esta entrada... absolutamente inútil... si no hubiera que (salir a) correr.

lunes, 20 de julio de 2020

Que este año huela a lejía

Entro en cuarentena. No es que haya dado positivo en Covid-19. Tampoco soy asintomático, que yo sepa. Ni siquiera es del todo veraz el juego de palabras pero, a 20 de julio y yéndome de vacaciones el 1 de septiembre, redondeando me quedan 40 días para mi (¿merecido?) tiempo de asueto. Desde hace algunos años, los doy por terminados cuando acabo el curso laboral. Ni el 31 de diciembre ni en mi cumpleaños: celebro el cierre de un ejercicio con una foto a la fachada de Las Provincias anunciando que desconecto (luego nunca lo hago del todo) hasta 30 días después. Y en este maldito 2020 creo que lo necesito más que nunca.
En la última entrada anuncié que iba a aplicar mis descubrimientos de corredor inexperto a las siguientes entradas, para tratar de aportar a quienes me lean, practiquen deporte o no. Hoy voy a hablar del cansancio y de la necesidad de descansar. Pero no voy a poner (sólo) como ejemplo la carrera a pie. En ese ámbito reflejo lo evidente: cuando entrenas o compites cansado, te pesan las piernas, respiras peor, rindes menos y tienes más riesgo de lesionarte. Mi organismo me avisa, como lo hizo este domingo cuando pretendí levantarme a las 8 tras una jornada laboral que incluyó casi 250 kilómetros de coche para cubrir la final de la Lliga de raspall.
Pese a no correr, el domingo no fue mejor, con carreras de motos desde las 11, la página histórica del Maratón de Valencia que preparo para cada lunes (y en la que esta vez cuento la historia de Malgorzata Szuminska) y la última jornada de la Liga. Este lunes ya me he obligado a correr (10 kilómetros de entrenamiento a diferentes ritmos) y la verdad es que el entrenamiento no me ha dejado para nada satisfecho. Estoy cansado y necesito descansar. Eso, unido a las temperaturas y humedad motiva que mi rendimiento no sea óptimo.
Y eso os va a pasar en todos los ámbitos. Por ejemplo, a mí me está ocurriendo en el laboral. El pasado jueves cometí un error de siete minutos. Me puse (y presenté) varias excusas, todas ellas veraces, pero la gran realidad es que en una situación en la que suelo ser fiable, esta vez pinché. No daré más detalles de esto, pero sí contaré otra anécdota de mi trabajo como periodista. Hace unas semanas, cuando se reanudó la pilota profesional, preparé un reportaje contando las medidas de prevención que se iban a tomar de cara a la vuelta al trinquet. La titulé: 'Va de bo frente al coronavirus'.
En ese momento el titular no me acabó de convencer, pero creo que resume bastante lo que contaba y tampoco se me ocurrió nada mejor. Aquel día, cuando escribí el artículo, estaba cansado. Agotado. Esa noche no puse el despertador. A la mañana siguiente, desayuné y fui al gimnasio. Con tranquilidad, sin mirar el reloj. A la vuelta, mientras disfrutaba de la ducha, pensé: "¡Joder! El titular era 'La vaqueta huele a lejía'". Igual a vosotros os gusta más el que publiqué, pero a mí me parece que, sin duda, este último llama más la atención.
Espero que todo este rollo te haya servido para desconectar un rato. Aparcar tus preocupaciones unos minutos. Yo lo he hecho al escribirlo y lo necesitaba. Como preciso que pase ya esta cuarentena laboral. Echarle lejía a este maldito 2020. Desinfectarlo y desintoxicarme. Aunque no sea posible hacer el viaje de nuestras vidas por el Covid-19, estas vacaciones son las más importantes en muchos años. Descansar es más necesario que nunca.

viernes, 3 de julio de 2020

Demasiado riesgo en el Trail de Vallada

El Trail de Vallada 'on track' ha sido mi tercera experiencia en montaña como corredor. Después de disfrutar, y mucho, a finales de 2019 en Montanejos y en Sot de Ferrer, los Reyes Magos me trajeron unas zapatillas de trail. El confinamiento -y mi calendario, pues iba a estar centrado en el Reto Vías Verdes hasta finales de marzo- las dejaron en un armario, pendientes de su primera aventura. Esta ha llegado ahora, en la nueva normalidad, en una carrera descafeinada pero a cuya organización hay que aplaudir por la iniciativa.
Como no se podía celebrar el Trail de Vallada en su formato habitual, se optó por señalizar su recorrido durante 18 días, en los cuales podías completarlo las veces que quisieras. Junto con mi cuñado Juan Marcos me inscribí a la modalidad sprint, de 10 kilómetros (que son más) y acordamos correrlo el jueves 25 de junio. Finalmente, sus padres vinieron a visitarle para conocer a su segundo hijo (mi sobrino Josué), que ha nacido durante el confinamiento. Él se disculpó pero, lógicamente, no podría venir ese día... así que decidí irme solo.
No considero que este fuera uno de mis errores. Aunque a la montaña es mejor ir acompañado, con precaución puedes disfrutar y sufrir a partes iguales. Por ejemplo, en Vallada, con un recorrido con 900 metros de desnivel positivo, pero con este pedazo de vistas:



Esta entrada es la crónica de una aventura que tuvo final feliz, pero en la que cometí varios errores de forma absurda e inconsciente. Tardé en recorrer 12 kilómetros unas 4 horas. Cuando llegué a la fuente que hay junto a la ermita de Vallada, bebí del tirón un litro de agua. En cuando ingerí el primer trago, empecé a sudar por unos poros que segundos antes estaban resecos. Los pies me ardían y las pulsaciones tardaron unos minutos en bajar de 130. Pasaban las 16 horas y mi gran preocupación era encender el móvil para avisar de que estaba bien. Más tarde, mientras me tomaba una horchata con Maggie, pensé que en esos momentos bien podría haber estado con una vía postrado en algún hospital.
La jornada empezó a las 7 de la mañana. El plan era levantarme pronto, desayunar, pasear a los perros y salir hacia Vallada, a una hora de L'Eliana. Calculaba estar en el monte, como mucho, a las 9. A toro pasado, ese plan inicial era ya algo descabellado porque estamos soportando ya temperaturas y porcentajes de humedad elevados. Aun así, a mí se me hizo tarde y estaba en el coche por encima de las 9. Pensé: 'Pues ya puestos, me paso por Xàtiva a por el dorsal de la carrera, por si lleva algún chip para justificar el paso por la salida y la llegada'. Entre que llegué, recogí la bolsa del corredor, volví al coche, llegué a Vallada y encontré el paraje donde empieza el trail... las 11 y media pasadas. Y luego, teóricamente, para aparcar en la zona había que sacar un ticket de una máquina que estaba tras una valla. No me quedé tranquilo hasta que hablé con alguien del Ayuntamiento que me garantizó que no me iban a multar. Empecé a correr a las 12.15 horas, con más de 25 grados y un sol de justicia. Lo inteligente habría sido volver a casa.
Pero claro, el carácter intrépido de corredor no te lo permite. El recorrido se componía de dos círculos para completar sendas subidas y bajadas. En la primera sufrí, pero iba relativamente bien. Tardé una hora, algo menos quizás, en completar los cinco kilómetros hasta la zona de la ermita. Allí me di cuenta de que me estaba quedando sin batería en el móvil. Noté algo caliente en el chaleco y al mirar el teléfono, vi que se había accionado un juego que devora la energía. Estaba al 3%. Me dio para avisar a Maggie, para tranquilizarla con un whatsapp. La foto que he colgado es de antes. En esa situación, ya con más calor y pasadas las 13.30, lo inteligente habría ido volver a casa.
Pero no. Seguí. Me costó encontrar la primera baliza de la segunda parte del recorrido. Le pregunté a una chica que venía del monte y se iba a casa. No vi a otra persona hasta casi tres horas después. Ya me había planteado la carrera como un reto: correría en los llanos y en alguna bajada, pero tranquilidad cuesta arriba. "Me quedan cinco kilómetros, esto está hecho", me animé. Agoté uno de los dos recipientes de 300 mililitros y seguí, pensando en que encontraría pronto una fuente, pues la organización advertía de un avituallamiento sobre ese kilómetro 5.
No fue hasta pasado el 7 cuando me di cuenta. En una encrucijada, me sorprendió ver un cartel en sentido contrario al que yo avanzaba. ¡Estaba haciendo la segunda parte de la carrera al revés! Veía las balizas pero no las señalizaciones... entre ellas la de la fuente en un punto intermedio de esa segunda mitad del recorrido, más duro que el primero. Poco después, ya mirando los carteles cada vez que pasaba junto a ellos, leí en uno: 'Fuente a 750 metros'. A mis espaldas. Lo inteligente habría sido regresar, beber agua, rellenar los recipientes y volver a casa.
Pero no. Pensé que total quedaban dos y medio, y recordaba que a partir del 8 todo era bajada. No conté con que había hecho más distancia por mis errores, ni con la posibilidad que fuera algo superior a lo anunciado. Ni, lo más importante, el calor, con temperaturas que imagino que superarían ya los 30 grados. Empezó a escasearme el agua, que ya era caldo. Y cuesta arriba enseguida me ponía a 170 pulsaciones. Sobre los 9 kilómetros, en una zona alta, comprobé que aún quedaba un buen trecho hasta la ermita... y que me había quedado casi sin líquido. Ya sólo me quedaba la opción de avanzar.
Me tomé dos dátiles para obtener energía y agoté el agua. Tengo una virtud: no suelo entrar en pánico. Lo que más me preocupaba era, precisamente, que Maggie me echase de menos y no pudiera contactar conmigo. Pasaban de las 15 y teóricamente ya tendría que haber terminado la carrera... que para mí había acabado. La misión era llegar con bien a la ermita. Y para ello, decidí caminar hasta que llegase a 170 pulsaciones. Cada vez que eso ocurría, paraba bajo un árbol hasta bajar a 126.
Repetí esta acción varias veces. No sé cuántas. Cada vez tenía más sed. Los pies me ardían. Por fin, pasados los 10,5 kilómetros, empecé a bajar. Pero cuesta abajo tampoco descendían las pulsaciones. Empecé a preocuparme. Hasta los 11 y pico, cuando empecé a escuchar las voces de unos chavales que estaban en la zona de recreo de la ermita de Vallada. Vi también acercarse la carretera. Supe que iba a llegar, con algunos rascones lógicos de la montaña, pero sano y salvo.
Si has leído hasta aquí espero que esta experiencia te sirva. La he escrito sobre todo para los corredores o senderistas. Quizás mis fallos fueran de inexperto, pero a mí me han enseñado varias cosas. Resumidas, que muchas veces una retirada a tiempo es la decisión más inteligente. Los runners somos muy dados a las heroicidades, pero en demasiadas ocasiones no nos planteamos que incluso los deportistas de élite, que se juegan su prestigio y sus patrocinios, hay situaciones en las que deben renunciar a llegar a la meta. Nosotros, los que hacemos ejercicio por salud y diversión, debemos ser mucho más cautos a la hora de asumir riesgos.

jueves, 28 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (VII): La visita al veterinario

El otro día fui al veterinario. Luis me cae bien. Intuyo, eso sí, que yo a él mejor, pues cada vez que nos vemos me dejo un pico en su clínica. Entre vacunas, collares y una consulta para Bimba, la cuenta ascendió a unos 130 euros. "Nos vemos pronto", se despidió de mi, amable, Amparo, su auxiliar. "Mejor tomando una cervecita por el pueblo", le repliqué antes de la carcajada de ambos.
A lo que iba. Luis me enseñó cómo ha acondicionado el cuarto de baño para minimizar los puntos de contacto y, por tanto, de riesgo de contagio. Me mostró cómo ha automatizado la cisterna, el grifo del lavabo, el surtidor de jabón... lo que no ha encontrado es un sistema para que la tapa del inodoro cierre sin la tracción mecánica de nuestras manos.
"¿Y no has pensado en quitarla?", le comenté ignorante. Luis me hizo ver de repente mi error. "Es que recomiendan cerrarla siempre, porque al tirar de la cadena salen disparadas muchísimas partículas y el intestino es una de las partes del organismo donde más prolifera el Covid-19", me explicó. Me vino a decir que las heces pueden transmitir el coronavirus y que al accionar la cisterna, si no tapamos el váter, desencadenamos un bombardeo de caquitas microscópicas que, si estamos infectados, contaminan toda la estancia... y ya está el lío montado. ¡Vaya mierda!
Espero que me permitáis que, tres meses después, me haya tomado la licencia de ser un poco escatológico. A cambio yo seguiré aguantando con normalidad que haya quienes no devuelvan el saludo ni den las gracias cuando les sujetas la puerta y les cedes el paso. Sí, eso también me pasó a la vuelta del veterinario con cuatro vecinas, dos mujeres y sus respectivas hijas. Ante su impertinencia, les grité, manteniendo los dos metros de seguridad, por supuesto: "¡De nada, eh! ¡Un abrazo!". Ni se giraron a ver qué pasaba. Con el virus de la mala educación no hay desescalada que valga,

domingo, 17 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (VI): El buzón de voz

Esta mañana, mientras desayunaba (muy bien y muy a gusto, por cierto, en el balcón tras hacerme diez kilómetros) he llamado a un amigo, dispuesto a tener una de esas charlas en las que no hablamos de nada pero nos reímos mucho. Después de cinco tonos, me ha respondido su buzón de voz: "La persona a la que usted llama no contesta. Inténtelo más tarde o envíe un SMS que el usuario recibirá tan pronto esté disponible".
No voy a entrar en lo del SMS, que es una de esas cosas absurdas que aún conservan los teléfonos móviles. ¿Quién envía un mensaje? ¿El mismo que tiene teléfono fijo y de los de rueda? Porque cualquiera, hasta el mayor detractor de las nuevas tecnologías, se comunica ya con whatsapp... bueno, ahora que lo pienso, sí que conozco a uno. ¡PERO A UNO! Vale, vamos a dar por bueno que se me ocurre enviar el maldito mensaje de texto...
Analicemos el mensaje. "La persona a la que usted llama no contesta". ¡Vaya, no me había dado cuenta!. "Envíe un SMS que el usuario recibirá tan pronto esté disponible". Gracias por aclararme que no van a enviar a alguien para que despierte a mi amigo, o lo busque mientras paseaba al perro para decirle: "Tú, sí, tú... ¿quieres contestar al Moi ya o te reviento la cabeza?".
He desistido de hablar con mi colega y he disfrutado en soledad de mi almuerzo, leyendo el periódico y escuchando a los parajillos. Y pensando en esta entrada absurda sobre lo absurdos que son los mensajes predeterminados de los contestadores automáticos.
Mientras pensaba mi argumento, me ha llegado a la mente que ayer, durante su rueda de prensa, al presidente Pedro Sánchez le preguntaron si van a bajar las pensiones y los sueldos a los funcionarios. Después de más de un minuto de respuesta, el resumen era: "No sabemos cómo va a evolucionar la situación económica tras la pandemia". Vamos, aquello de ni sí, ni no, sino todo lo contrario. Y luego yo me quejo de los contestadores de móviles...

martes, 12 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (V): Vivir con una enfermera

Cada uno tiene sus 'enfermedades'. La mía, desde hace tres o cuatro años, es el running. Soy un corredor mediocre -en tiempos, que no en entusiasmo-, pero de los que se entrenan casi a diario, de los que se ponen el dorsal varios domingos al mes y de los que miran el calendario de carreras de la zona donde va en vacaciones. Tengo mi reloj con GPS, decenas de camisetas y, claro está, hablo de mi afición y ojeo revistas especializadas. Hace unos meses, buceando por Instagram, vi la cuenta de un preparador sin un gramo de grasa y una musculación que daba envidia.
"¡Mira este tío, no está fuerte, no!", le mostré a Maggie. Ella miró, fijó la mirada en el antebrazo del chico y respondió: "Sí, tiene una vena maravillosa. Perfecta para ponerle una vía". Eso es vivir con una enfermera. Qué, a decir verdad, es compartir existencia con alguien que trabaja por vocación más que por ganarse el sustento. Que es importante, pero una vez garantizado, el sanitario es una persona que suele caracterizarse por su solidaridad y empatía con sus clientes.
Hoy ha sido el día de la enfermera. Me he enterado navegando por redes y me he abstraído tanto que he olvidado que el 12 de mayo es también el día en que Maggie y yo formalizamos nuestra relación. No he quedado mal, porque le he comprado un ramo, dedicado a alguien que en estas semanas vive cansada en sus días libres para trabajar como un titán en sus jornadas laborales de 12 horas. Cuando llegue mañana a casa, lo hará con ojeras, exhausta y con una sonrisa. Meterá su ropa en la lavadora, desayunará conmigo y se irá a dormir.
Misión cumplida. Hasta dentro de tres días, cuando regresará al campo de batalla. Porque ahora el enemigo es el Covid-19, pero a esta gente los clientes no les faltan. Enfermos, tarde o temprano, nos ponemos todos. Y eso es lo que debe entender la sociedad. Los políticos, pero también cada uno de los que han o hemos aparcado lo de aplaudir en cuanto nos han dado la oportunidad de salir a correr. Cuando abran los bares y regrese el fútbol, ni te cuento. Pero ellos seguirán ahí. Silenciosos y dispuestos a ayudar. Percibiendo esa vena por la que pueden inyectarnos vida mientras el resto del mundo se distrae en detalles banales.

lunes, 11 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (IV): Aplaudiré en casa

Hoy he salido por última vez a mi balcón a aplaudir. Al menos por ahora. Lo haré dentro de casa. Y no porque sienta vergüenza por hacer sonar mis palmas mientras decenas de personas compiten por lanzarse a las calles como si les fuera la vida en ello. Quise creer que se trataría de los primeros días, pero observo cómo a las 20 ya hay muchas personas vagando. Imposible que hayan esperado al inicio de su franja para hacer deporte, eso de lo que muchos renegaban hace dos meses.
No seré hipócrita. Yo tardé un día en ir a la calle. Pero me sigue sorprendiendo que la mayoría de la gente ni hace el gesto de buscar la distancia de seguridad cuando nuestros caminos se entrelazan. El otro día, unas mujeres ni me miraron cuando íbamos a cruzar un paso a nivel en L'Eliana por el que es imposible no tocarse si no se guarda turno. Echaron hacia delante, sin siquiera plantearse ceder el turno o si rozarnos sería peligroso. Un amigo me cuenta hoy que ha observado que muchas personas no saben que en carreteras sin acera hay que caminar por la izquierda, para tener de frente el tráfico y poder reaccionar ante un percance.
Somos seres de modas. Hace dos meses lo estuvo aplaudir a los sanitarios y poner 'Resistiré' a todo trapo. Ahora muchos han desempolvado la camiseta de la Volta a Peu de hace 25 años y otros han ido a toda prisa a Decatlhon a comprar ropa deportiva. Prendas que volverán a un cajón en cuanto abran los bares y, más tarde, las piscinas. Todo eso, si el Covid-19 no dicta la nueva tendencia y toca volver a acordarse de enfermeras, médicos, bomberos, policías...
Yo convivo con una enfermera y os garantizo que es igual de heroína que hace dos meses. Sigue levantándose prontito. Ataviándose de protecciones que te cuecen para cuidar a los que continúan luchando contra el coronavirus. Y regresando doce horas después con una sonrisa y la satisfacción del trabajo bien hecho. Esa es Maggie en su día a día. Yo sólo escribo. Tú, quizás, estés deseando que tu empresa vuelva a abrir para recuperar tu trabajo. O tú puede que hayas pasado la enfermedad.
Yo voy a seguir aplaudiéndoles porque, sin esta gente, la guerra la tenemos perdida.

sábado, 9 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (III): El ejemplo de Pat Ryan

Pat Ryan cambió el cambió el curling después de la mayor decepción de su vida. El entonces jovenzuelo jugador llegaba a la final del Brier de 1985 -la principal competición de Canadá, donde el curling es deporte de masas- como favorito. Era el skip (el líder, que lanza las dos últimas piedras de cada 'end') del equipo de Alberta y se enfrentaban a Ontario, con el experimentado Al Hackner, apodado 'Ice Man', como punta de lanza.
Llegaba el equipo de Ryan con dos puntos de ventaja a la última entrada. En el último lanzamiento, Hackner se inventó una de las acciones más inverosímiles de la historia del curling, desplazando a las piedras de sus rivales y forzando un end de prórroga. En ese añadido, con el subidón de haber cobrado vida cuando ya nadie lo esperaba, Ontario ganó. Ryan desapareció, pero no se vino abajo. Reinventó el curling, que hasta el momento había sido un deporte nada profesionalizado. Impulsó que el jugador se preparase físicamente, que no se fumase durante los partidos e impuso una serie de normas estrictas de daban le imagen de concentración máxima ante los oponentes, el resto de sus compañeros y el público.
También tejió una estrategia sumamente defensiva que surtió efecto. Ganó el Brier de 1988 y 1989 pero acabó desquiciando al público. 'Boring, boring!', se llegó a corear desde las gradas. Tanto que se decidió cambiar las reglas del curling para evitar que Pat Ryan y su equipo centrasen el juego en desplazar las piedras de los oponentes. ¿Y que hizo Ryan? ¿Lo adivináis? Digirió las nuevas normas y volvió a triunfar en 1994, esta vez como 'third' en el equipo de Rick Folk.
La historia de Ryan, hoy cantautor de música country, y Hackner podéis verla en uno de los capítulos de la serie 'Perdedores', disponible en Netflix. Casualidad o no, yo vi el episodio horas antes del palo que supuso la noticia de que la Comunitat no pasa a la fase 1. Y desde entonces, he visto muchas quejas. Ya nos hemos lamido las heridas. Asumamos las reglas, aunque nos las hayan cambiado. Y también admitamos que quizás las imágenes del río tomado por una marabunta de niños, primero, y deportistas, una semana después, quizás nos hayan perjudicado.
Hay que seguir empujando. Golpeando a las piedras del Covid-19. Sacarlo de nuestro 'tee'. Esto es, que deje de condicionar nuestras vidas.

martes, 5 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (II): Los test de los futbolistas

Los futbolistas son personas. Que parece obvio pero no lo es tanto. Ni por su parte, ni por la nuestra. Creo, espero, que esta crisis los ha humanizado un poco. Que ha acercado las dos realidades. Hace unos días, al inicio de la pandemia, entrevistaba a Borja Mayoral, jugador del Levante cedido por el Real Madrid. Me contaba cómo pasaba el confinamiento con su novia, sus precauciones porque es diabético y sus preocupaciones por los familiares de riesgo que residen por Madrid, el epicentro de esta crisis sanitaria.
Tuvimos una agradable conversación al final de la cual quise reconocerle el valor humano. Me había reconciliado con el ecosistema fútbol. Hace menos días me pasó lo mismo con el valenciano Raúl Albentosa, rescindido por el CSKA búlgaro. Él afirmaba que ahora los test deben dedicarse a los sanitarios y no a deportistas.
Cargar contra el fútbol ha sido lo más socorrido. Lo hemos hecho todos. Primero, la gente que está en primera línea y luego los ricachones mimados estos. Ese comentario lo hemos escuchado y, puede, hasta expresado. Con un desdén del que pasa facturas que tiene guardadas tiempo en el cajón. Días después de reflexionar, porque esta entrada la tenía en la cabeza, he concluido que el problema no reside en los deportistas. Cierto que es infame que disfruten de privilegios que no tenemos los demás, pero también hemos de mirarnos al ombligo, por si como sociedad y como individuos prestamos atención a lo realmente trascendente en nuestras vidas.
Si no a los futbolistas, las culpas de que los test no hayan llegado se las endosamos a los políticos. Y sí, son los principales culpables de que hayan llegado tarde y de que se hayan comprado miles de mascarillas defectuosas. Es impresentable que hayan tenido en las residencias conviviendo a enfermos el Covid-19 con curados y personas que no se sabía si eran lo uno, lo otro o nada de eso. Pero también debemos hacer autocrítica y no hace tanto, eran más multitudinarias las manifestaciones en favor de un club de fútbol que las que pedían la construcción de un hospital comarcal.
Y sin ir más lejos, a las 20 horas, cada día escucho menos aplausos.

lunes, 4 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (I): El calendario

Llevo días meditando si tenía mucho sentido prolongar más la serie 'Cuarentena en el Mandor'. Me ha dado cierta pena, pero hoy he considerado que había llegado el momento. Así, de repente. Sin aviso de cancelación, como tantas veces ha ocurrido con productos televisivos que nos han dejado a medias. Y eso es lo que temo, que sea una obra inconclusa y deba retomarla.
Deseando que no sea así, inicio otro producto bloguero inspirado en la primera excursión a 'Las Provincias' en varias semanas. Allí sigue la resistencia, más algún reincorporado, como Arturo Checa, más moreno que cuando se marchó. Ha pasado con éxito el coronavirus y ha exprimido su terraza, como demuestra su rostro. También ha ido hoy Pedro Campos, que me debía un café y me lo ha pagado, aunque haya tenido que recordárselo porque como todos saben tiene cocodrilos en los bolsillos. Héctor Esteban me ha exigido con su conocida amabilidad que me afeite, pero aún no ha llegado ese capítulo de la desescalada.
Como he visto en las caras de Caneiro, Txema o Arturo, al rato de estar ahí deseaban que me marchara. Sobre todo, después de mi llamada con un africano, que a duras penas comprendía algunas preguntas, con el que he tenido que hablar para mi reportaje de hoy. Mientras charlaba con él y otras dos personas, he observado mi calendario de mesa:



Ahí sigue, en marzo. Como símbolo de que ya va para dos meses desde que nos pararan el mundo. El 30 escribí la entrada 'Volveremos' con la triste foto de la sección de deportes vacía, oscura y silenciosa. El 15 de abril volví a pasarme por allí para rastrear en la hemeroteca detalles de la sección fija 'Memorias del Maratón', que ha cumplido esta semana su cuarto episodio.
Y este 4 de mayo he aparecido de nuevo por el periódico. Teóricamente, ya en la fase 0 de la desescalada, pero aún con tiempo de teletrabajo y restricciones por delante. En nuestra mano está que 'Desescalada en el Mandor' no tenga tantos capítulos como 'Cuarentena en el Mandor', o que no vea la luz la nueva temporada de esta última saga. Ya sabéis, segundas partes nunca fueron buenas.
Seamos responsables, también en la desescalada.

domingo, 3 de mayo de 2020

Cuarentena en el Mandor (XLIV): Hoy sí he salido a correr

No he podido aguantarme. He de confesar que me había puesto el despertador a las 7.30 horas. Quería que decidiese el reloj biológico. Anoche me dormí tarde apurando la segunda temporada de 'Narcos México' y creía sinceramente que ante el pitido del móvil iba a reaccionar apagándolo. Al tercer asalto del dispositivo, sin embargo, me he levantado y en pocos minutos estaba disfrazado de corredor, con mi camiseta del 'Reto Vías Verdes'.
Hasta hace dos meses, cuando decías que te levantabas a las 6.30, las 7, o incluso las 8 un domingo para ir a una carrera o hacer una tirada antes de desayunar te tomaban por loco. Me ha sorprendido ver la gente que había a las 8 y poco de la mañana por las calles y caminos agrícolas. He iniciado mi carrera hacia la Torre del Virrey para enfilar por un trazado asfaltado que une L'Eliana y La Pobla de Vallbona. La idea era avanzar hasta el límite del término y regresar.
Se trata de un itinerario que frecuento cuando no hace demasiado viento y quiero correr al menos diez kilómetros, pues desde ahí se puede ir hasta Benaguasil e incluso Llíria sin riesgo (demasiado) de ser atropellado. Suelo cruzarme con algún agricultor u otro ciclista o corredor que se conoce el camino como yo. Hoy estaba infestado de gente en bicicleta, runners, paseantes... personas que practican deporte habitualmente y otros que llevaban mucho tiempo, pero mucho, sin hacer nada de ejercicio.
Entre los corredores hay una ley no escrita (al menos en los pueblos, donde te cruzas con menos gente) de saludar. Aunque no te conozcas, sueltas un 'Bon dia' o alzas la mano. Hoy más de la mitad no han respondido al gesto. No digo que los runners seamos más educados y quiero pensar que a los novatos en esto de hacer ejercicio les extraña que un tío barbudo al que no conocen de nada les dirija la palabra. Para no aventurar en negativo, concluiré que el 50% de las personas con las que me he cruzado son recién llegados. No lo criticaré y les desearé que se enganchen a algo tan sano como es practicar actividad física de forma habitual.
Yo estoy menos oxidado de lo que pensaba. Me he hecho mis 7 kilómetros con una velocidad media de 5.38. El plan era calentar y coger un ritmo cómodo que me permitiera observar mi entorno. Lo he conseguido y he experimentado esa sensación de libertad que tanta falta nos hace en estos tiempos y que ya me cautivó de correr. Maggie teme que esto pueda facilitar un rebrote. Espero que no. Que seamos responsables y mantengamos las distancias de seguridad para prevenir los contagios.
A la vuelta me he hecho una foto y ya he informado convenientemente por mis redes sociales, a quien le interese, que estoy de vuelta. No es nada trascendente, pero así somos los corredores, o runners, como se nos quiera llamar. Porque en casi dos meses hemos comprobado que nuestra saludable droga y como se le denomine no es lo más importante de la vida. Pero produce una sensación maravillosa así que a los recién llegados, espero que os enganche como me pasó a mí.
Y si te cruzas con alguien desconocido que te saluda... haz lo mismo, que es gratis.

sábado, 2 de mayo de 2020

Cuarentena en el Mandor (XLIII): Hoy no he salido a correr

No necesito ningún test. Tampoco soy asintomático. El virus del running me afectó hace unos años y ni me curo ni quiero. Soy corredor, con mis manías, de esos insoportables que cuando empieza a hablar de su afición, no para. De los de buscar fotos tras las carreras y colgarlas en redes sociales. De los que han contado los días hasta este sábado... pero justo hoy, no he salido.
Hace ya muchos años, cuando estaba en COU y en época de exámenes de mis dos carreras universitarias, los periodos de exámenes me sometía a auténticos atracones de estudiar. Dos meses al año -tres en periodismo, cuando compaginaba la carrera con el trabajo- apenas dormía tres o cuatro horas para sacar adelante el curso. Desde entonces, entendí lo que es el día de reposo, eso que tantas veces me repitieron desde pequeño mis padres y la gente que profesa la misma religión que nosotros, y que yo no acababa de comprender.
Para mí, como os he dicho en otros post durante esta pandemia, ha sido siempre un día distinto. Estudiaba seis a la semana y el sábado, hasta la puesta de sol, descansaba. Daba igual que el lunes tuviera examen: ese 'break' de 24 horas era sagrado, y nunca mejor dicho. He de decir que respecto a mis amigos acababa menos desquiciado las fechas de exámenes, cuando ellos encadenaban una semana tras otra.
Desde que soy periodista, ese dogma lo he apartado en cierto modo de mi vida. Temas doctrinales aparte, esta pandemia me ha recordado lo importante que resulta diferenciar un día de la semana. Me ha ayudado a ordenar menor este más de mes y medio de confinamiento y a tener, pese a permanecer entre las mismas cuatro paredes, una jornada distinta.
El mandamiento que también me otorga ese oxígeno dice: "Seis días trabajarás y harás toda tu obra". Hoy no he podido cumplirlo porque me tocaba guardia en el periódico. Lo que sí estaba en mi mano era correr. Y como estaba en mi día diferente, el de descanso, he decidido que mi vuelta al running puede esperar un poco más. Aviso... pero poco.

viernes, 1 de mayo de 2020

Cuarentena en el Mandor (XLII): El grito

Andaba yo despistado hace un par de días mientras paseaba a los perros. Ellos, también algo desorientados, husmeaban al viento en busca del lugar más asqueroso y, para ellos, más apetecible donde orinar. Eso, no sin antes lamer la marca de otro de sus congéneres a modo de los faraones, que borraban los jeroglíficos de sus antecesores para borrar su huella.
De repente, escuché un grito agudo, casi gutural. De terror. Me sobresalté. Lo reconozco. Mis perros, también. No pudieron sino abrir más los ojos y caminar sin necesidad de que yo los azuzara. El berrido lo había proferido un niño de no más de cinco años. Iba de la mano de su padre y le había parecido aterrador que dos carlinos, el perro más indefenso que se me pueda venir a la mente, anduviesen a su vera.
El padre, también he de decirlo, no le hizo ni caso. Nada más allá de un susurro tranquilizador mientras proseguía su camino sin inmutarse. De este encierro constato que los seres humanos somos la especie más invasora de la Tierra. Los animales han vuelto a aparecer bajo la luz del sol únicamente tras constatar que estamos encerrados.
Tengo cuatro sobrinos y no me gustaría que ninguno de ellos se asustase sólo por la presencia de un perro más pequeño que ellos. También les enseño en lo que puedo a respetar a los animales. No como ni carne ni pescado porque rechazo la muerte de otros para poder alimentarme. No me consdero ni mejor ni peor por ello, sólo es una opción. Sí considero innegociable que aprendamos de una vez por todas a pensar en los demás, sea racional o no, nade, repte, vuele o camine sobre dos u cuatro patas.

jueves, 30 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XLI): Mis viejas zapatillas

Mis viejas zapatillas andan ya maltrechas. Rotas por un costado, desgastadas en las suelas, debieron hacer su último servicio el pasado 29 de marzo. Estaba planificado, como hacemos los corredores: tras Ojos Negros, me voy a El Corte Inglés y me compro las mismas Mizuno que cuando a finales de verano almorzamos en Pelayo mis amigos Ricardo, Veintimilla y yo. ¡Qué tiempos aquellos! Ricardo, más atareado que nosotros, hizo marcha. Veinti y yo pasamos a 'París-Valencia'. Cuando me dijo que había comprado 'Sidi', le reproché: "¡Cabrón, ya vas a hacer que me lo pille yo también!". Salí con la obra de Pérez Reverte bajo el brazo, sin saber que sería una de mis tareas completadas durante este confinamiento. Hoy tanto la librería como el trinquet y su fabuloso restaurante están cerrados, silenciosos a la espera que recobremos la libertad.
Meses después, aquellas Mizuno azules que estrené al día siguiente ilusionado como si fuera la primera vez que sale a correr, están para jubilar. Me llevaron en mis dos primeros trail (comprobé la necesidad de comprar unas específicas, que me regalaron y están pro estrenar), en mi primer medio maratón homologado (Santa Pola) y en Girona, en lo que era la primera parada del frustrado Reto Vías Verdes. Durante esta cuarentena, noté que les ha llegado la hora.
De llevarlas todo el día, para trabajar, pasear a los perros, ir a la compra y hacer deporte, su tela azul acabó de desgastarse a la altura del dedo meñique. Poco a poco el hueco se fue haciendo más grande, hasta completarse todo un agujero. No va más. Debieron pasar a mejor vida el pasado 29 de marzo, Les voy a pedir, sin embargo, un último servicio. El sábado o domingo, que no sé cuándo será en mi caso, volveremos a correr. Nos enfundaremos de nuevo nuestras camisetas y pantalones de corredores. Y las zapatillas. Igual para entonces ya he encargado las nuevas. O aún no. Pero seguro que mis Mizuno volverán acompañarme.
Después las jubilaré. En el armario, en su descanso del guerrero, podrán vacilar a las nuevas: "Nosotras hicimos 'nosecuantas' carreras y fuimos hasta Girona". Y las nuevas preguntarán: "¿Carreras? ¿Qué es eso?". "Pues consistía en madrugar los domingos, salir bien temprano y juntarse en un lugar con cientos de otras como nosotras. En rebotar como cada día sobre el asfalto, pero en manada". "Suena bien". Ojalá mis nuevas zapatillas puedan experimentarlo antes de su retirada, más o menos, si mantengo el ritmo de kilómetros de antes del parón, a finales de año. Sería señal de que hemos avanzado, de que habremos vencido al virus.

miércoles, 29 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XL): Al otro lado del barranco

He querido esperar al capítulo 40 para hablar de ellos. De los del otro lado. No de esa ventana siniestra, donde seguro que reside buena gente pero que inspiró un relato de terror de esos que tengo pendientes de escribir. A decir verdad, el Mandor no me inspira miedo, sino paz. Pero los de la otra parte de la ribera no quieren sosiego.
No ese puñado de gente que celebran la vida. Cada tarde desde mediados de marzo, aplauden y sacan un equipo de música por una de las ventanas. Resuenan grandes éxitos de pop y rock, no sin antes poner a todo volumen el preceptivo himno 'Resistiré' en su versión originaria, claro está. Dicen muchos odiadores que están hartos del tema, pero a mí no me molesta. Quizás influya también que residimos en espacios amplios, donde la música no atrona.
La alegría, es más, no puede resultar nunca un incordio. Y sobre todo los fines de semana, al caer la tarde de los viernes y los sábados, esos vecinos a los que no tengo el gusto de conocer organizan una buena algarabía hasta bien entrada la noche. En los últimos días han elevado el nivel y han incluido al equipo de sonido un micrófono, donde uno de ellos lanza proclamas para jolgorio del resto.
Hoy he escuchado, para mi sorpresa, la marcha nupcial. Un par de minutos después, un coro ha exclamado: '¡Que vivan los novios!'. "¡Qué valientes, en tiempos de coronavirus!", he pensado. Y en una casa particular. Quizás haya sido una improvisada ceremonia de algo planificado antes de la pandemia y que los contrayentes no han querido aplazar, a expensas de que un juez de paz, un concejal o un párroco lo oficialice dentro de unos meses.
Independientemente de cómo haya sido el enlace, o si se trata de una fiesta de disfraces de la gente al otro lado del barranco, que vaya usted a saber, una boda es siempre (o casi siempre) motivo de alegría. Y como he dicho antes, en unos tiempos en que la tristeza amenaza con invadirnos demasiado a menudo, a veces me gustaría estar mucho más cerca de esos vecinos de enfrente que cada tarde montan fiestas improvisadas.
Por cierto, hoy una de las dos vecinas que ayer faltaron a la cita de los aplausos ha vuelto ha salir. Otro pequeño motivo de alegría.

martes, 28 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIX): El olvido de los aplausos

Llegará el día en que esta serie, que ya tiene casi dimensiones de culebrón, acabe. Gracias a Dios, parece que está más cerca. Eso no es ninguna sorpresa. Desde el primero, el desenlace del confinamiento está cada vez más próximo. ¿Será el domingo cuando vuelva a correr? No lo sé. Quizás invente otra a modo de secuela. O siga a ver hasta dónde llego. Tengo días para decidirlo y darle una vuelta.
Quiero pedir perdón a quienes ayer me echasteis de menos. Se me hizo tarde y, lo adiviné más tarde y lo he experimentado hoy, estaba ya en el inicio de uno de esos picos de tristeza que todos hemos vivido este confinamiento. He fallado dos y sigo esperando que esta reactivación del blog sea definitiva aunque, ya lo aviso, seguro que no podrá tener una periodicidad diaria.
Sí me he acostumbrado a aplaudir cada 24 horas. Salgo a mi balcón y, en función del tiempo del que disponga y de lo animado que esté el entorno del Mandor, paso más o menos tiempo reconociendo a nuestros héroes. Desde el principio, creo que lo hice el primer día, giré mi rostro hacia la izquierda. Un par de balcones más allá había dos mujeres aplaudiendo ya a mediados de marzo.
Desde entonces, cada tarde a las 20, nos hemos visto y nos hemos saludado sonrientes desde la distancia. Sin apenas conocernos, hemos establecido unos lazos en torno a ese homenaje sincero a la gente que se expone para cuidar a los heridos por el Covid-19. Hoy, por primera vez en más de un mes, no estaban. No tengo ni idea de si tenían alguna obligación o si es que se han cansado ya de salir al balcón cada vez que cae la tarde.
Hoy el Gobierno ha anunciado que empieza el plan de desescalada. Ha confirmado que desde el sábado podremos volver a salir a correr. Yo lo haré desde el respeto máximo a los que se han ido, a los enfermos, a los que están haciendo duras concesiones para no contagiarse y, sobre todo, a los que se exponen para cuidarnos. A la mínima que nos digan que hacer deporte en la calle pone en riesgo vidas, de nuevo a casa. Mañana saldré una vez más al balcón. Espero ver a mis dos vecinas. Que aplaudan y no como una rutina más de este mes y pico de tedio. Nuestros héroes lo merecen. Ni ellos ni nuestros aplausos deben caer en el olvido cuando recuperemos nuestras vidas.

domingo, 26 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVIII): Hace justo un año

Hace justo un año me habían tapado los ojos. Me habían metido en un coche y adiviné las vueltas de la conductora, empecinada en distraerme para que no acertara el itinerario ni el destino. Lo hizo en vano, pues el corredor conoce cada badén y rampa de su entorno. Puede reconocerlo a ciegas, como era mi caso. Sabía que me conducían a una cena sorpresa por mi 40 cumpleaños. Fuimos, como adiviné, al restaurante de Mark en Masía Club -espectacular, como siempre- y allí estaba casi toda la gente que quiero.
Cenamos, charlamos y algunos nos tomamos la última en el Cliff. Fue un cumpleaños especial por eso de la despedida de una década. Pero puedo decir que cada 26 de abril tengo gente a mi alrededor que se esfuerza en que me sienta importante. Tampoco olvidaré este, en el que me he visto solo, con mis perros, Zeus y Bimba, durante gran parte del día. Y he estado solo, pero no me he sentido solo.
Cuando he bajado tenía una carta y una corona confeccionada por Maggie. A media mañana, sabiendo lo despistado que soy, me ha llamado para preguntarme si había mirado hacia el puente que cruza el Mandor hacia la estación de metro de L'Eliana. No, no había mirado y allí estaba la pancarta que ha ajustado al irse a trabajar. "¡Me me digas que no te habías dado cuenta!", ha exclamado sorprendida. Al rato me han traído una tarta de la pastelería Comes, que no he pagado porque creía que ella lo había hecho. Al hombre también le ha extrañado que tuviera que abonar mi propio pastel de cumpleaños y al final hemos quedado que ya pasaré por la pastelería. Pero he de decir que ha sido otra grata sorpresa
Como la de cada uno de los que os habéis acordado de felicitarme por whatsapp, facebook, instagram, por llamadas, mi cuñado y mis sobrinas que han aprovechado su primer paseo para cantarme... de verdad, gracias a todos, incluso a los despistados como yo, que os acordaréis con retraso o al leer esta entrada.
Hoy me habéis hecho reflexionar sobre lo afortunados que somos de poder quedar a celebrar un cumpleaños, sólo una de los cientos de pequeñas cosas maravillosas que debemos aprender a valorar. Recuperemos esa fantástica libertad que nos ha querido robar un virus. Es momento de ser responsables. Espero que recapaciten y rectifiquen los que han salido cual rebaño y sin ninguna precaución al viejo cauce o las playas de Valencia.

sábado, 25 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVII): La última noche con el abuelo

Nochebuena de dosmilnosecuantos. Estaba hablando con Maggie a través de Mesenger. Sí, sí, de Mesenger, que ya hace unos años. No sé si habíamos empezado a salir. De lo que sí estoy seguro es que fue una de los últimos 24 de diciembre que no hemos cenado juntos. Estábamos en ese momento de la relación en que te pasas las horas pegado a una pantalla, hablando de todo y de nada mientras las horas te parecen minutos y los minutos, segundos. De repente, ese universo de vino y rosas se paró cuando en mi habitación entró él. Y con su sonrisa picarona, la de hablar de fútbol o la de ir a por el helado al chiringuito de la playa antes de volver a casa cuando yo era niño. Siempre recordaré las monedas que llevaba escondidas en el bolsillo pequeño de su pantalón corto: de 20 y 40 duros, en previsión de que siempre quisiera el más grande y caro. De cómo metía esos dedarros entre la tela para extraer el dinero y pagaba los dos cucuruchos, iguales. Sí, porque el abuelo también era goloso y mi elección no era más de una coartada para elegir él también la mejor golosina.
Andaba yo por aquel entonces ya un tiempo recordando esos y otros tiempos pasados con un hombre que ya no era ni la sombra de lo que había sido. Lo vi entrar y le saludé con un '¿Qué tal abuelo?' que pronuncié con la única esperanza de que me soltara un casi inaudible '¡Pse!'. En cambio, se puso a hablar y por un buen rato volvió a ser el hombre con el que me crié. Tanto, que me despedí de Maggie casi con prisas y me puse a escucharle con atención.
Me contó una de tantas que ha pasado una generación hecha a vivir sin nada. De las caminatas de cuatro horas para ir a labrar y de cómo a veces se quedaban toda una semana en el campo. "Dormíamos en una cabaña y si llovía... ¡pues nos chopábamos!". Relató de buen humor aquel aguacero que los caló hasta los huesos, porque aquello más que goteras eran cascadas. "Buscamos el único sitio donde no caía agua". Pero no para cobijarse. No. Para colocar el fuego y freír unas patatas a lo pobre. Las hacía de vicio, como pudimos comprobar sus nietos, sólo que en su juventud no eran un lujo, sino lo único que echarse a la boca tras una dura jornada de trabajo de sol a sol.
Mi abuelo nació trabajando y se vino a Valencia en busca de un futuro mejor... también doblando el lomo. Se jubiló con todo merecimiento y entonces ya le había cambiado la vida. Capaz de adivinar si iba a llover sólo con observar el viento, no supo leer hasta que cayó en sus manos una Biblia. La suya, que todavía andará por casa de mis padres, estaba subrayada una y otra vez. Unas veces con rotulador fluorescente, otras con plastidecor, también alguna con bolígrafo... cualquier texto que le recordase al Dios de amor que él había conocido, lo señalaba. A efectos prácticos, todo el libro parecía un arco iris de papel, símbolo de una existencia que había adquirido un nuevo color cuando halló una esperanza.
Y en estos días, en los que sentimos aburrimiento, temor a la enfermedad, preocupación por el futuro nuestro y de nuestros familiares, sé que mi abuelo habría confiado. Por eso, aunque a veces no me lo parezca, en estos tiempos he descubierto que confío en su Dios. En el de mi abuelo.
Tras aquella Nochebuena, uno de los mejores hombres que he conocido en mi vida -yo creo que el mejor, pero es que soy subjetivo- enfiló de forma inexorable hacia el descanso. En realidad ya llevaba un tiempo enfermo, y por eso agradezco más aún a nuestro Dios aquella hora y pico, antes de la cena, de mi última noche con el abuelo.

viernes, 24 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVI): De los creadores del casco en el codo...

Hace ya muchos años, en los orígenes de la obligatoriedad de llevar casco para ir en moto -que no lo ha sido desde la invención del vehículo, ni mucho menos-, se puso muy de moda proteger el codo antes que la cabeza. No pocos jóvenes y no tan jóvenes circulaban por las calles, algunos esquivando coches para darle más emoción al asunto, con el elemento de protección colgado en el brazo porque en la cabeza daba calor. Lo tenían preparado por si veían a la policía para ajustárselo a toda prisa y evitar así la preceptiva multa.
En España somos así. Pícaros. Hecha la ley, hecha la trampa, que dice el refrán. Pasado el tiempo, el vecino de L'Eliana del que voy a hablar quizás paseó en sus años mozos con su Vespino y el casco en el brazo. No me sorprendería porque la superproducción 'La mascarilla en el cuello' sólo puede ser obra del mismo director de 'El casco en el codo'. Y la razón, vuelve a ser tan absurda como aquella.
Si entonces lo achacaban al calor, este hombre llevaba la mascarilla en el cuello porque de lo contrario no podía hacer algo tan básico como fumarse un cigarrito mientras paseaba por la calle. Estaba yo esperando para entrar en un establecimiento y hemos cruzado miradas. Por un segundo y medio, eso ha parecido el preludio del duelo en un western. Él me ha escrutado, muy serio y dando una deseafiante calada. "No tendrás los santos cojones de decirme nada. ¡A ver si hay huevos!", creo que debe haberme retado en silencio. Yo, que agradezco no decir siempre lo que pienso -aunque sí lo hago en demasiadas ocasiones- he preferido callarme. No negaré que me ha venido a la mente aquello de la selección natural.

jueves, 23 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXV): Un año menos tres días

La Abuelita insistía mucho en que le llamásemos 'Abuelita'. Desde siempre. Intuyo que sería por aquello que nos pasa a todos una vez sobrepasados los 40: ese incontrolable pero infructuoso empeño por ponerle freno a aquello que, en los malos momentos, ya vislumbras como la recta hacia la meta de la senectud. A ella lo de 'abuelita' le sonaba menos duro que 'abuela'. Y hoy, un año menos tres días después que yo, él ha alcanzado esa cúspide de la existencia humana occidental.
Tal era el empeño por lo de 'Abuelita' que un día quiso ponernos en ridículo con el resto de amigos del complejo. No sé si se acordará, pero nos mandó algo, no recuerdo qué, a él, a Alberto y a mi, el comando de 'Los Pequeños'. Creo que sería una prohibición de salir a la calle o algo así. Tendríamos unos diez años. Cuando le rebatimos que los demás niños sí podían ir al kiosko, nos replicó: "Pues le contestáis: 'Es que mi abuelita no me deja'". Y recalcó una vez más lo de 'abuelita', porque si te pescaba llamándole 'abuela', a mí o a mis primos, respondía 'Esa es la otra', en referencia a la madre de los maridos de sus hijas, o sea, mi madre y mi tía.
El caso es que no le hicimos ni idem. Ni en lo de las excusas con el humillante 'Mi abuelita' ni en lo de no salir al kiosko. Hoy he felicitado a mi primo José Manuel, que acaba de alcanzar esa cúspide de los 40. Desde hace algunos años puedo jactarme de que no me olvido de felicitar a mi primo, que podía ser mi hermano porque dicen que nos parecemos una barbaridad.
Afirmo con pesar que he compartimos menos tiempo con mis primos del que merecen y del que deberíamos haber disfrutado. De niños pasé varios veranos con ellos en la Pobla de Farnals, de los mejores. Y luego nos hemos visto en contadas veces durante el año y en todas ellas la vida se ha parado momentáneamente entre risas y anécdotas. Desde que se fue la 'Abuelita' muchas de ellas la tenían como protagonista: sus quejas, sus chistes verdes que contaba en voz baja para que no se enterasen nuestras madres, sus batallas sobre la postguerra y sus frases hechas.
Una de ellas era que mi primo José Manuel y yo nos llevamos 'un año menos tres días'. Siempre lo decía, una y otra vez cuando hablaba de nosotros. Por eso, cuando después de un buen rato nos hemos despedido, él me ha dicho: "Bueno, en tres días te digo algo". "Sí, cabron, pero yo ya cumplo 41". Y nada, que esto no para.... ¡y mal asunto si para!

miércoles, 22 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIV): El apartamento en Benidorm

Cada vez que llamo a un amigo para felicitarle por el cumpleaños, constato que me hago viejo. En realidad eso nos sucede a todos, hasta a mi sobrino Josué, que apura su segundo día en este mundo. Claro está, se los cambiaba por mis cuatro días... los que faltan para que complete 41 años desde que nací. Empecé esta semana felicitando a mi buen amigo Veintimilla y, como buenos viejunos, nos pasamos una hora charlando, ya no de tiempos pasados, sino de lo mal que está el mundo.
Apenas nos referimos en nada a lo del cumpleaños y lo de '¿qué te han regalado?' o 'cómo lo vas a celebrar?'... de eso ya ni hablamos. Bastante tiene el pobre con darle buena vida a los jefes, que se hacen mayores y como presente para su cuarentena le dieron un buen susto el año pasado. Pero él sigue tomándose la vida con humor, leyendo mucho, de otra manera a cuando engullía libros de 1.000 páginas en nuestros años mozos del instituto de Benetússer.
Ya no recordamos que la Campins está por Holanda o mi desafío al Conejo, el profesor de matemáticas de Primero de BUP, al que dejé en ridículo (con merecimiento) para jolgorio de todos mis compañeros. Como revancha, me suspendió la última evaluación y contribuyó a bajarme la media las dos décimas aquellas que me obligaron a ir a estudiar Magisterio a Castellón. Gracias a eso, conocí a Juan Carlos, otro de esos amigos para toda la vida aunque ahora limitemos las quedadas a los postpartidos del Ciutat, cuando es posible.
Pero volvamos al cumpleaños. Tras muchos minutos de charreta, y no se a santo de qué, recordamos aquellos maravillosos tiempos cuando en la tele sólo tenías la opción de tragarte la oferta de Televisión Española. Fueron los años del 'Un, dos, tres' (que yo apenas vi) y de 'El Precio Justo', presentado por Joaquín Prats. Sí, sí, el padre, ya fallecido, que a cada concursante lo llamaba con un protocolario: '¡Fulanito de tal... a jugaaaaaaar!'. "El apartamento en Benidorm!", exclamó Veintimilla entre carcajadas: "Y el Seat Málaga, que salía con un rascón y todo".
Lo del inmueble lo recuerdo. Era la mayor victoria en el concurso de Joaquín Prats y el origen de la burbuja inmobiliaria que explotó en 2007. Sí, sí, hace ya 13 años. En 2020, el coche seguramente no esté ya ni en el desguace y el apartamento en Benidorm, quizás, sólo quizás, fue la piedra de tropiezo para algunos de los que al principio quisieron tomarse el estado de alerta como unas vacaciones.

martes, 21 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXIII): Josué

¡Hola Josué! Ahora estarás disgustado. Con lo calentito y protegido que te sentías ahí dentro... no pasabas hambre, ni frío, ni habías recibido un fogonazo cegador en esos ojos que aún no puedes abrir. No lo sabes, pero acabas de iniciar tu aventura. La de tu vida. Y eso es lo importante.
No te podré coger con miedo a cometer alguna torpeza que pueda dañar tu aún tierno cuerpecito... al menos durante algunas semanas. Tampoco podré fastidiarte todavía, como a Samuel, a quien estuve un buen rato haciéndole cosquillas en un pie durante la primera comida familiar en que estuvo con nosotros. O con quien disfruto intercambiando el inofensivo improperio de '¡Borrego!'. O diciéndole que me voy a comer su postre a pesar de que me quedaría para siempre sin el mío para que a él no le faltara. Creo que ya sabe que siempre estaré ahí cuando me necesite. A ti te digo lo mismo. Y eso es lo importante.
Yo que no soy padre, tengo ilusión en que mis sobrinos triunfen en la vida. No escondo que me habría gustado ser deportista profesional. A Isabella la animé a jugar a tenis. Vosotros seguro que vais a correr, saltar, dar patadas a un balón. No sé si lo suficientemente bien para llegar a alguna élite o para dedicaros a ello. A decir verdad, lo primero que has de hacer es gatear, luego caminar y luego, correr. Perseguir tus sueños. LOS TUYOS. Y eso es lo importante.
Tienes un hermano que es un terremoto. No te imagino calmado. Haced diabluras. Muchas. De esas que tengamos que esconder la cara para que no adivinéis la risa mientras os estamos echando la bronca. Travesuras que no hagan daños graves ni caigan en humillar a nadie. Os tengo envidia. Yo quería un hermano chico para que fuera mi confidente. Costó años, pero al final hemos conseguido que vuestra mamá y yo seamos algo así. Y de paso, vuestro papá me cayó de regalo. Sed confidentes, amigos... hermanos... Y eso es lo importante.
Tus abuelos te hablarán de Dios. Tus padres, también. No creas en su Dios. No lo hagas por inercia. Conócelo. Descúbrelo. Lee, escucha, observa, investiga, descubre, cree, confía... sé auténtico y fiel a tus convicciones... Y vive porque, al fin y al cabo, eso es lo importante.

lunes, 20 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXII): 20 d abril de 2020

Aquella noche me quedé solo. Llegaba tarde de trabajar y Maggie ya se había puesto el pijama. Aunque le insistí, no andaba ya con ganas de vestirse de nuevo e ir a un concierto de Celtas Cortos. Tocaban con la Unió Musical de Llíria en el pabellón Pla de l'Arc. Presentaban su disco 'Contratiempos', en el que habían grabado con una orquesta sinfónica. Espectacular, como el recital que dieron y que disfruté solo. Recuerdo perfectamente la melancolía con la que escuché '20 de abril'... "hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, HAN CAMBIADOOOOOO...". Eso lo canté a gritos, como vengándome de todos los que se habían excusado ese día para no acompañarme.
Al final del concierto quise comprar el disco, pero no llevaba dinero en efectivo. El mánager del grupo me dijo que si iba pronto al día siguiente al hotel de Benisanó donde se hospedaban, que podría adquirirlo. Puntual (raro en mí) para que no partieran hacia Valladolid antes de que yo llegara, me personé en el local. Como conté en esta entrada (¡joder, que ya va para cinco años!), me di el gustazo de tomar un café con ellos y hacerme una foto que es para mí un tesoro. Los CD se les habían acabado y el mánager me prometió (y lo cumplió) que me lo enviaría firmado.
Hoy vuelvo a estar orgulloso de uno de mis grupos favoritos. Precisamente en este 20 de abril tan atípico, 30 años después de estrenar un tema que considero un himno de mi vida, han sacado una versión para recaudar fondos en favor de médicos sin fronteras. "Dedicado a todos los profesionales de primera línea en su lucha contra el coronavirus", ponen en el inicio del vídeo.
Hace tres décadas yo era un niño. No sospechaba que hoy estaría aquí, harto del confinamiento y algo más esperanzado que esta mañana. Estoy contento a pesar de que "sigo currando en lo mismo, escribir no me cansa, pero (a veces) me encuentro vacío". Y de repente, hay días que me caen en las manos historias de gente como Laura Gutiérrez. Las cuentas y además te dan las gracias por ello, cuando creo que debo agradecer yo su confianza de haberme relatado sus vivencias.
Entonces, vuelvo a gritar fuerte lo de #nonospodranparar. "Hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, han cambiado". Pero siempre queda alguien por quien merezca la pena seguir adelante. Y sí, sobre todo siempre estás tú. Aunque aquella noche te diese pereza quitarte el pijama.

domingo, 19 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXII): He caído en la trampa

¡Tap, tap, tap, tap!
El reloj se encamina hacia las 14 del domingo. Después de desayunar, hacer tiempo charlando con unos y con otros, pasear a los perros... por fin constato que Maggie se ha despertado. Ya puedo hacer algo de ruido entrenando sin molestarla, pues hay que respetar a la heroína de la casa, que coge fuerzas para seguir ayudando a salvar vidas en el infierno.
¡Tap, tap, tap, tap!
Van a ser diez minutos para calentar. Carrera en el sitio. Skipping para luego hacer la tabla de gimnasia compensatoria que tras más de un mes de confinamiento ya odio con todas is fuerzas (perdona, Azu). "Me voy a poner a subir y bajar escaleras", le digo. "¡Que yo voy a bajar al salón, no vives tú solo!". Es casi el buenos días que cruzamos cuando empiezo a trotar desplazándome por la planta más alta del piso, pues hacerlo sin desplazamiento me resulta tedioso.
¡Tap, tap, tap, tap!
Llevo ocho minutos y a la enésima vez que paso por el dormitorio donde Maggie ha echado la mañana leyendo y viendo series, le digo: "¡Joder, qué aburrido es esto! No entiendo cómo la gente se puede hacer 20 kilómetros corriendo en casa.
¡Tap, tap, tap, tap!
Decido ampliar el itinerario bajando las escaleras, corriendo por el salón hasta la puerta de entrada y de ahí, al balcón para enfilar de nuevo hacia el piso de arriba. Cuando voy hacia el cuarto de hora, desciende Maggie y a la segunda vez que tenemos que esquivarnos, exclama: "¡Oye, que esto no es un circuito!".
¡Tap, tap, tap, tap!
Subo y en la planta de arriba suena Loquillo: "¡Yo para ser feliz quiero un camión...!". Sonrío. Parece como si mi teléfono y mi cuenta de Spotify hubieran cobrado vida. Bajo, y Zeus y Bimba me miran raro. Los perros no entienden cómo puedo llevar ya más de 20 minutos corriendo por la casa. Maggie, tampoco. "¿Pero no decías que te aburría?", me pregunta mientras prepara su primer tiramisú. "No, tenía muchas ganas". Ya he mandado la tabla a hacer gárgaras y he decidido que el entrenamiento de hoy consistirá en correr. Soy consciente de que he caído en la trampa.
¡Tap, tap, tap, tap!
A los treinta y tantos minutos, vuelve a sonar Loquillo. Estoy determinado a llegar a los 40. No tengo ni idea de cuánta distancia he corrido ni el ritmo. Me la trae al pairo. En cierto modo, he experimentado la filosofía de los pioneros: trotar por sensaciones, para disfrutar, para pensar... y así se me ha ocurrido esta entrada.
Y espero que el '¡Tap, tap, tap, tap!' no haya molestado demasiado a los vecinos. El martes, que Maggie trabaja, correré un rato. ¡Uf, cuánto lo necesitaba!

sábado, 18 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXI): Cerca

Hace un par de semanas, mientras trabajaba, escuché cómo Maggie veía 'Titanic'. Siempre he dicho que me parece una película nefasta si lo comparamos con el dinero que costó rodarla. Le identifiqué fallos la primera vez que la vi y después, en escenas sueltas, también. Cuando engullí las tres horas y pico de cinta fue en una mañana libre, aún de soltero y en casa de mis padres. La tenía pendiente porque no había ido al cine y llegó a casa en el hoy desfasado formato VHS. Invertí toda una mañana con ciertos prejuicios, he de reconocerlo, hacia un Leonardo Di Caprio al que entonces percibía más como un guaperas por el que suspiraban la gran mayoría de mis amigas que como el gran actor que con los años ha demostrado ser.
Esa película encierra un muestreo de las tres formas en que el ser humano reacciona ante una situación extrema como es la pandemia que sufrimos en estos días. Están los que se centran en sobrevivir, o como actores pasivos o luchando por su propia existencia hasta el último aliento. Luego los que, con el mismo fin, aplastan sin escrúpulos a los demás para asegurarse ese bienestar: son los que en la película tienen armas de fuego y organizan los botes a su antojo en el momento del naufragio. Y quedan los que dedican su tiempo, independientemente de las consecuencias, en que el trance sea más llevadero para todos.
Estos son el director de la orquesta y los músicos que tocan mientras el 'Titanic' se sumerge en las gélidas aguas del océano. Tocan una melodía que conocía desde pequeño, dando letra a uno de los himnos que se cantan en mi iglesia:

Cerca de ti, Señor, yo quiero estar
tu grande eterno amor quiero gozar.
Llena mi pobre ser, limpia mi corazón; 
hazme tu rostro ver en la aflicción.

Mi pobre corazón inquieto está,
por esa vida voy buscando paz.
Mas sólo tú, Señor, la paz me puedes dar, 
cerca de ti, Señor, yo quiero estar.

Pasos inciertos doy, el sol se va; 
mas, si contigo estoy, no temo ya.
Himnos de gratitud alegre cantaré,
y fiel a ti, Señor, siempre seré.

Día feliz veré creyendo en ti, 
en que yo habitaré cerca de ti.
Mi voz alabará tu santo nombre allí,
y mi alma gozará cerca de ti.

He tenido que buscar la letra en internet, había varias versiones y no estoy seguro si esta es la que se canta. La música la tarareo muchas veces cuando me pongo reflexivo. Cuando quiero calma, porque sus acordes me infunden paz. En estos días, la primera palabra me da más esperanza. "CERCA". En este final de sábado, uno más del confinamiento, espero y deseo que estamos más cerca del fin de esta pesadilla.

viernes, 17 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXX): Una derrota para ganar una vida

Una madrugada de esta semana en la que no podía dormir me dio por enchufar Netflix. Buscaba algo de consumo rápido para pensar tan poco que la letanía acabase por inducirme al sueño. Me topé con la serie documental titulada 'Perdedores'. Redactor de deportes desde adolescente, apenas he escrito un par de veces sobre boxeo. No pensaba, desde luego, que la historia de Michael Bentt iba a aportarme una reflexión en esas horas de insomnio.
Bentt fue boxeador a base de golpes. Los de sus rivales y los de su padre, que arrancó la antena del televisor y le azotó sin piedad el día que se atrevió a decirle, aún de niño, que quería cambiar de deporte. Creció en Nueva York y a finales de los 80 encadenó un lustro de victorias en campeonatos locales. En su primera pelea profesional, en 1989, perdió por KO en el primer asalto. El guantazo que más le dolió, sin embargo, fue el del escarnio de su barriada. Fue ridiculizado de tal manera que llegó a ajustar un frío revólver entre sus dientes, pero no se atrevió a apretar el gatillo.
Por pura inercia, Michael Bentt siguió deambulando por el ring. Continuó en el boxeo y reorientó su carrera deportiva, pero no su vida. Aún odiaba lo que hacía, a pesar de que se dirigía hacia la mayor victoria de su vida deportiva: contra Tommy Morrison en 1993, arrebatándole el título de los pesos pesados de la Organización Mundial de Boxeo. Parecía que la carrera de este británico criado en Norteamérica estaba definitivamente encauzada.
Quedaba el golpe definitivo. En su primera defensa del cinturón de campeón mundial, acabó besando el ring, noqueado por Herbie Hide. Fue trasladado primero al vestuario y después al hospital, donde permaneció cuatro días en coma. Los médicos le recomendaron que dejase de boxear, pues cualquier golpe en el rostro podía causarle la muerte. Bentt perdió aquel día por KO, pero ganó una vida.
Por no extenderme, dos años después de aquel combate, Michael Bentt hizo un curso de escritura. Un reputado periodista deportivo especializado en boxeo le pidió un artículo sobre la experiencia de noquear y que te noqueen. Tardó tres días en prepararlo y lo tituló 'Anatomía de un KO'. Aquello terminó de abrir puertas hacia otro mundo que le apasiona: la escritura y el cine, donde ha actuado como rival de Will Smith en 'Ali' o ha asesorado a Clint Easwood para 'Million Dollar Baby'.
Vivimos días complicados. Como individuos y como sociedad estamos perdiendo, aunque al final se doblegue la pandemia. Ojalá de esas pérdidas ganemos una vida mejor y un mundo más justo.
Habría valido para algo el sufrimiento de quienes no tengan una segunda oportunidad.

jueves, 16 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIX): Un crujido estremecedor

Esta tarde, mientras preparaba la comida, he notado un crujido estremecedor tras el cual he sentido cómo algo helado me recorría la espalda. He adivinado que era un escalofrío mientras, al borde de la desesperación, bajaba la mirada para, creía, constatar el desastre. Estaba limpiando las gafas, sucias como casi siempre, y pensaba que había imprimido una presión excesiva a una de las patillas.
Quien lleve gafas graduadas, sabrá que romperlas suele costar un buen puñado de euros. Si es un cristal, más. Pero aparte del desastre económico, si no tienes repuesto (que no se suele contar con él, o al menos con uno como toca), llega el gran inconveniente. Todo esto se multiplica en estos días de confinamiento, en los que no tengo ni idea de si mi óptica de confianza trabaja, lo hace con el horario habitual, y si los suministros son rápidos o tardan días y días.
Estaba ya preparado para un incómodo y cómico uso de unas gafas cojas de una patilla. Cuando las he revisado y he visto que mis viejas compañeras permanecían ilesas, casi me pongo a besarlas. Recuerdo el día en que perdí las de sol porque se me hundieron en pleno descenso del Sella. Se alinearon los astros: cabezonería, torpeza e infortunio. Maggie buceó durante unos minutos y las encontró. Aquello supuso un alivio. El de hoy ha sido mayor.
El otro día leí un tuit de mi amiga Cristina Bea, que en la frontera entre el sarcasmo y la preocupación subrayaba lo poco que se habla en estos días del desastre que supondría que se nos rompiera el móvil. Añado yo que ese pequeño ordenador contiene en esencia un alto porcentaje de nuestras vidas y, más que el coste del aparatito, las consecuencias de perderlo si no acabas de realizar una copia de seguridad pueden resultar verdaderamente funestas. Que te ocurra en estos días de coronavirus, en los que puedes quedarte días sin el trasto más adictivo que haya creado el ser humano, ni te cuento.
No estamos preparados para perder cosas. Por nuestra naturaleza y por la sociedad consumista que hemos contribuido a crear. En estos días hemos perdido ya demasiado, y de lo que realmente deberíamos conservar. Vidas, sobre todo vidas, pero también libertades (que dicen que nos restituirán) y recursos (que a algunas familias ha trasladado de repente casi a la indigencia). Si se me hubieran roto las gafas, tampoco habría sido tan importante, la verdad... pero menos mal que han resistido un achuchón más.

miércoles, 15 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVIII): La maravillosa sensación de ponerte unos vaqueros

Anoche no pude dormir bien. No sé si era la emoción ante la expectativa de salir por unas horas de mi encierro o una simple casualidad. El tedio de esta cuarentena empieza a afectar, por mucho que reitere con convicción lo afortunados que somos por dónde y cómo la estamos viviendo. Sin dejar de tocar madera y sin triunfalismos, sigo bien de salud y mis allegados, también. Firmo que sea así al final de la crisis.
Dicho esto, ya estaba harto de ponerme cada día un chándal y una camiseta de running, junto a las zapatillas que tendría que haber jubilado el pasado 29 de marzo en el Medio Maratón de Ojos Negros. Ahí siguen, estirando su vida útil en un momento en que el desgaste se ha reducido al mínimo. Pero convivo con ellas, igual que tengo aparcadas las camisas, pantalones vaqueros o calzado casual, igual que el coche... del coche... bueno, de eso hablaremos otro día que las ideas a veces empiezan ya a escasear y quiero cumplir con el compromiso de escribir a diario.
El tema es la sensación, maravillosa, que he experimentado al ponerme los vaqueros. Recién duchado, como cuando hasta hace poco iba a trabajar deseando hacerlo desde casa. Me ha costado encontrar el cinturón y me los he subido de forma minuciosa. Me ha gustado hasta ese momento en que la tela se te ajusta a la piel, al punto de apretarte ciertas partes que horas más tardes agradecerás que cambies el pantalón por el pijama.
He elegido también con esmero la camisa y he lanzado dos generosas dosis de colonia al cuello. Me he puesto las zapatillas anudando los cordones casi con cariño y he sonreído al descolgar la cazadora vaquera que me regalaron hace casi un año por el cumpleaños. He lanzado improperios cuando he tenido que buscar, ya a contrarreloj, el DNI, el carné de conducir y el del periódico, por si me paraban. Me he despedido de los perros, que ahora hablamos incluso más que antes, y me he lanzado a la calle sin importarme que la lluvia arreciaba con más fuerza.
Luego he visto a Pedro, que me alegro de que ya haya superado su neumonía, y a Toniko, que siempre da gusto verlo. Hemos compartido un café de máquina, manteniendo la distancia de seguridad. He saludado a Salazar, Caneiro, Trelis, Lladró y Andoni, el centro de mando avanzado de esta redacción de Las Provincias que trabaja a diario desde casa durante el estado de emergencia.
He hecho mi trabajo y, más tarde de lo previsto, he llegado a casa. Me he despojado de los vaqueros, reconozco que ya con ganas de ponerme de nuevo el chándal. Sobre todo, esas partes donde más aprieta el pantalón y que después de mes y pico ya están desentrenadas.
Como yo... ¡ay cuando nos dejen correr! Esa será otra batalla. Primero, ganemos al virus.
Quédate en casa.

martes, 14 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVII): El repartidor de congelados

Anoche me sonó el teléfono sobre las 10 de la noche. Nada extraordinario para un periodista deportivo. Es más, entre las 21 y las 23 se suelen rifar marrones. Si pita el teléfono y es algo de curro, malo. Pero ayer no. Ayer era 'Quique Bofrost', Quique, el repartidor de congelados: "Mañana estoy por tu zona, ¿quieres algo?". Le respondí que si tenía algo especial en este viaje: "¡Todo un camión lleno de cosas especiales!". 
He de reconocer que una compañera suya me había llamado desde la central y le había dicho, sin mentir, que tenemos el congelador casi lleno. Debería añadir que hay comida en la nevera como para que se acabara el mundo y nos enterásemos dos semanas después. Había agradecido la llamada, disculpándome y prometiendo que a la siguiente le compraría. Pero cuando Quique se puso en contacto conmigo, le pedí una bolsa de hamburguesas vegetales que al horno están de vicio.
También debo reconocer que podría haber sobrevivido sin ellas, y que el pedido tenía parte de compromiso con una persona que lleva más de años pasando puntualmente cada dos semanas por casa a vender comida congelada, de esa que te saca de un apuro cuando un día tienes 20 minutos para comer. Quique me ha traído dentro de una bolsa las hamburguesas y el catálogo de los productos especiales de su próxima visita. Me ha informado de que sólo se puede pagar con tarjeta, algo que tampoco era un inconveniente. Todo ello con mascarilla y con prisas. Hemos mantenido un diálogo de un par de minutos, acelerado, en el que me ha informado de cuándo pasa de nuevo, de que están extremando las medidas de seguridad, hemos comentado que es una suerte que estemos trabajando y de que momento, gracias a Dios, a nosotros y a los nuestros nos va bien de salud.
Quique y yo no somos amigos, pero me cae bien. Como a enfermeras, médicos, limpiadores, fuerzas de seguridad (los que no usan la placa para abusar de su autoridad)... lo considero un poco héroe sin capa, como se llamaba una sección que hicimos en el periódico durante las primeras semanas de coronavirus. Antes de la pandemia me hacía la vida más fácil y ahora, también. Está claro que viene como parte de su trabajo para cobrar un salario, faltaría más. Pero ahí está dando el callo, sin preguntarse (o al menos traga saliva y lo hace sin protestar) el riesgo de contagio que asume por haber subido hoy hasta la puerta de mi casa.
Tomemos las medidas de seguridad. Agradezcamos a todas las personas que nos cuidan o, si lo necesitamos, nos cuidarán. Me repugnan los cartelitos proponiendo a vecinos que trabajan en primera línea que se vayan a vivir a otro sitio. La pandemia ha sacado lo mejor que llevamos dentro. El que es vil tampoco lo puede esconder.

lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXVI): Paco podrá felicitarme por el cumpleaños

Tenía pensada la entrada de hoy y ya estaba afilando las uñas, para escribir con inquina. Plasmar unas palabras meditadas, sin faltar a nadie pero diciendo exactamente lo que pienso. Al final, rectificar es de sabios, dice el refranero, aunque en esta ocasión quizás no dé para tanto. Después de que la Delegación del Gobierno en Andalucía prohibiese a los policías locales felicitar el cumpleaños a vecinos, se armó un buen revuelo. Los ciudadanos de a pie percibimos como absurda una medida tomada, como otras tanta veces, por alguien (a) demasiado alejado de la calle, (b) sin el mayor sentido de la empatía o (c) ambas son correctas.
El Gobierno nos ha salido este lunes con que se había interpretado mal su orden y se ha subsanado el asunto. Carpetazo. Vale. Aceptamos pulpo como animal de compañía, que se decía en un anuncio ya de viejunos. Lo que no deja de sorprenderme es que alguien adoptase una decisión así sin plantearse que la prohibición era absurda. ¿Qué demonios puede ver alguien de malo en que un coche de policía local, que está patrullando un municipio y en ese momento no tiene un servicio (subrayo eso) se acerque a hacer feliz a un vecino que cumple años y lleva días sin salir de casa? ¿En serio? Por la misma regla de tres, tampoco estaría permitido el gesto que casi nos hace llorar a todos del agente que, la semana pasada, colocó un ramito de flores en el asfalto en Zaragoza para rendir homenaje a los que ya no podrán salir a las 20 a aplaudir.
Bueno, rectificando y más calmado, he dicho lo que traía pensado. Me reconforta que Paco no cometiese delito alguno al ponerse delante de la ventana de casa de mis cuñados. Que pusiese la canción de 'Parchís' para felicitar el cumpleaños de Olivia, que tiene ahora dos añitos. Y que haya repetido el gesto con otros vecinos de L'Eliana.
Paco, el 26 es el mío y si quieres, puedes venir. No estaría de más que eligieras otra canción, la verdad. Aunque tampoco me voy a poner exquisito a estas alturas de confinamiento.

domingo, 12 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXV): Las sorpresas de los huevos Kinder

Me dice mi amiga Lourdes que la mona de Pascua no se come hasta el Domingo de Resurrección, es decir, hoy. Y yo, a punto de cumplir 41, ni idea de esas tradiciones. ¡Ya me he zampado dos esta semana! Como atenuante he de decir que eran caseras, de las que hace mi madre, con harinas ecológicas, cero conservantes, riquísimas, pero que si las dejas reposar varios días mutan en pedrusco. Y no era plan de desperdiciar semejante manjar.
Los huevos de chocolate empleados dan para otra entrada de blog. Subproductos de la factoría Kinder, que ya no son huevos en sí pero bueno... al final ofrecen tu ración de azúcar con demasiado chocolate y la sorpresa... ¡ay, la sorpresa! Uno de mis placeres desde que tengo sobrinos, suficientemente mayores para ilusionarse ante la perspectiva de una golosina con juguete y demasiado pequeños para montar la baratija, es armarla yo.
Esta vez no tenía sobrinos en casa a los que poner a punto el juguete (que algunos se las traen) ni para regalarles los míos. Aún así, me puse manos a la obra para dejarlos armados, preparados para cuando vengan Isabella o Samuel. El resultado fue esto:




Admito mi decepción. No sé cómo definir a esos muñecos feos de dos caras que en teoría están diseñados para lanzarlos por una rampa y que su gesto cambie de la indiferencia a la alegría. Los huevos Kinder son ilusiones de consumo rápido, claro está. Dudo que cualquier niño espere hallar el juguete de su vida en un huevo de chocolate. No perpetrar engendros como este tampoco estaría de más, añadí yo a mi pensamiento.
Luego me vino el momento reflexivo. El de llevar ya un mes encerrado y ponerse trascendental. Los dos pseudohuevos Kinder que me tomé con la excusa de ir en las monas que cocinó mi madre dan trabajo a la gente que diseña los juguetes, a los que los confeccionan, a los que producen plástico a modo de materia prima, a los de la empresa que prepara el chocolate, a los transportistas, a los comercios que los venden...
Sí. Pensemos. El fútbol genera ricos (muchas veces) insoportables, pero también da trabajo a toda una cadena que hace llegar al consumidor la ropa deportiva, los balones, a quienes mantienen abiertos los estadios, a los que cuidan el césped, a los que fabrican porterías, a las personas de comunicación que os llevan un partido o un reportaje a casa... De un bar no sólo vive el dueño, también todos los que intervienen en la fabricación de la cerveza, agricultores, ganaderos, pescadores, de nuevo aparecen los transportistas...
Podría seguir enumerando cosas que hasta hace un mes eran cotidianas y que han desaparecido de nuestro día a día por el coronavirus, con el considerable perjuicio para miles de familias. ¡Para lo que dan dos baratijas feas de un huevo Kinder! Pero vamos, que esto hay que pararlo y, como digo cada día, no busques excusas.
Quédate en casa

sábado, 11 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIV): El estanque mágico

Cumplimos el tercer sábado de confinamiento desde que me arranqué a escribir esta serie y como los anteriores, la entrada va a ser diferente. Hoy voy a hablar de un estanque mágico cuya historia jamás acabó de encajarme. Más típico de una novela de fantasía que de un relato bíblico que quiera presentar a un Dios amoroso, no veía, ya de niño, que en Jerusalén, el germen del cristianismo, hubiese una macabra competición entre tullidos de la que saliera un sanado y decenas de condenados a seguir enfermos. Ni siquiera una curación parcial a modo de medallas de plata y bronce de los podios de los eventos deportivos. Uno el todo y el resto, la nada.
La historia en cuestión es la del estanque de Betesda y se encuentra en la Biblia (Juan 5: 1-9). Narra la creencia de que el ángel de Dios bajaba y agitaba el agua. Que lo hacía sin una periodicidad clara. Simplemente, cuando se aburría (añado yo), no tenía otra cosa mejor que hacer que meter la mano en una charca maloliente donde se lavaban animales y la removía, a modo de pistoletazo de salida de una cruel carrera. Hoy me tocaba leer el capítulo 6 del libro de Roberto Badenas que recomendé la semana pasada y que se centra en este relato.
Achaca el fenómeno de Betesda a la teoría de los vasos comunicantes. Además, da una explicación lógica al hecho de que el primero en llegar al agua se sanase, generando una especie de tradición y/o superstición: "En esta piscina ocurre, de modo patente y visible, lo que ocurre desde siempre en todas las partes del mundo sin que llame la atención a nadie: que los enfermos de dolencias menores bien asistidos pueden sanar, mientras que los enfermos graves y desasistidos pueden tardar en curarse, o empeorar de sus males y acabar muriendo" ('Encuentros decisivos', página 89).
No voy a poner el foco en lo que necesita fe. Jesús acaba curando a un paralítico que llevaba 38 años enfermo. Para dar esto como cierto hace falta creer. Sí quiero poner en valor su actitud: siempre podemos hacer algo ante un problema o injusticia. Hoy he leído por encima y he estado un rato analizando la sección fija 'La curva del virus' que escribe cada día mi compañero Héctor Esteban en el periódico 'Las Provincias'. He visto un dato que alimenta mi esperanza y preocupación a partes iguales: hay a fecha 10 de abril en la Comunitat Valenciana 1.511 hospitalizados, 346 de ellos en la UCI. Las unidades de cuidados intensivos están al 57,2% de su capacidad.
Estos días he hablado bastante con médicos. De todo lo que me han dicho, me he quedado con un detalle: en la lucha contra el Covid-19 es básico evitar que las UCI colapsen. Me han dado un mensaje de esperanza: que los trabajadores de estas unidades empiezan a ser optimistas. Los datos también son buenos, pues estas primeras líneas de fuego llegaron a estar mucho más cerca de su plena ocupación. "Los enfermos graves y desasistidos pueden tardar en curarse, o empeorar de sus males y acabar muriendo".
Hay algo que me martillea y sé que a los sanitarios, más. ¿Se podría haber hecho algo más por enfermos que han fallecido y cuya atención ha sido la máxima en un momento de pseudocolapso, pero no la suficiente? No lo sé. Por si acaso, contribuyamos en no asfixiar las UCI. Nuestros políticos, dotándolas de más medios; los sanitarios, trabajando sin guardarse nada como lo están haciendo en su mayoría; y nosotros, el resto, lo que podemos... ya lo sabéis. No estamos de puente sino en guerra contra un enemigo letal y silencioso. No lo fiemos todo a la suerte o los milagros.
Quédate en casa

viernes, 10 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXIII): El banco junto al Mandor

Aquella mañana había dos chavales en el banco. Silenciosos. Casi se susurraban. No eran enamorados adolescentes pero como si lo fueran, como aquellos que antaño se escondían ante lo sicalíptico de los primeros besos húmedos, trataban de pasar desapercibidos en el último rincón antes del barranco. Cuchicheaban mientras saboreaban las últimas bocanadas de libertad.
En aquel sábado soleado, como dos rateros de pueblo a los que se soportan las leves maldades esperando que la cosa no pase nunca a mayores, los vecinos los miraban de soslayo. Fue el fin de semana en que cerraron las jaulas con barrotes de oro. Las de las primeras picardías para no dejar de salir de ese hogar otras tantas veces añorado. No sospechábamos que un mes después pagaríamos la mitad de nuestro reino por degustar al sol una cerveza y una tapa de bravas. O por quemar la suela de nuestras zapatillas durante unos kilómetros de suelos agrícolas.




Esta noche el banco está desierto. Como en los últimos veintitantos días. Ni rastro de los dos muchachos. ¿Harán las tareas del instituto? ¿Se pasarán el día conectados al facetime? ¿Serán más de FIFA o de Fortnite? ¿Habrán abierto algún libro de motu proprio o queman Netflix? Lo cierto es que el punto de reunión ya no lo es. Y esos chicos, más otros que se juntan habitualmente ahí, no van a hacer ruido este fin de semana. No notaré durante el paseo de mis perros el aroma a porro que me recuerda a tiempos pasados, cuando salíamos todas las semanas hasta el amanecer. Ni pensaré en que ya podrían callar un poco, porque seguramente habrá unos abuelitos a los que no dejen dormir.
Quiero que los chavales vuelvan. Que lleven allí su cena comprada en un establecimiento de comida basura y, eso sí, que no se dejen las bolsas ahí tiradas. Que se hagan sus botellones y sus porros, sin abusar. Que dentro de un par de meses pasen el verano de sus vidas en ese banco junto al Mandor. Si ellos son libres, tú y yo también habremos recuperado nuestro derecho a elegir. Ahora, en un nuevo fin de semana en que apetece de todo menos eso, tenemos una tarea. Ya la sabes...
Quédate en casa.

jueves, 9 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXII): Ya soy maratoniano

No. Que nadie piense mal. No me he escapado por los campos de alrededor de L'Eliana, aunque admito que no me faltan ganas. Tampoco me he puesto a dar zancadas de un lado a otro de mi casa como hacen muchos: no lo criticaré, pero de momento tampoco me motiva. En mi vida he corrido 42.195 metros seguidos y a día de hoy me sigue pareciendo un reto superlativo teniendo en cuenta que, antes del parón por el confinamiento, a la mitad ya estaba agotado.
Pero lo reitero: ya soy maratoniano y, además, en Valencia. En mi amada ciudad, sólo un poco menos querida que la maravillosa L'Eliana. Me han hecho maratoniano porque dicen que todos los que trabajamos de algún modo en este portentoso y pujante evento que pone en valor la Ciudad de las Artes y las Ciencias, formamos parte de él. Esta mañana he recibido un mail que me ha alegrado el día. Copio y pego:

Hola Moi!

Son momentos complicados y de incertidumbre, sabemos que a muchos compañeros nos está golpeado fuerte esta crisis, por eso desde el equipo del Maratón Valencia Trinidad Alfonso EDP queremos enviarte todos nuestros ánimos y fuerzas para superar esta etapa al tiempo que darte las gracias por toda tu ayuda. Sin tu trabajo (ahora desde casa) y el de toda la Prensa, el nuestro tendría poco sentido.

Te esperamos el próximo 6 diciembre, porque tú también eres parte de este 40 aniversario del Maratón Valencia (y del cartel oficial  😉).

#EstoNOtienequePARAR

Un saludo del equipo de comunicación del Maratón Valencia!

Vuelvo. Pocas estrategias veo más acertadas que fomentar el sentido de pertenencia. A tu empresa, a tu comunidad de vecinos, a tu localidad de residencia, a un club, al gimnasio o, por supuesto, a la familia. Si sientes algo como tuyo, lo cuidas y lo defiendes sin que nadie te lo pida. A mí, que en los últimos años estoy entusiasmado con esto de correr, este correo electrónico me ha ganado. Pero es que además va acompañado de dos versiones personalizadas del cartel del Maratón de Valencia, que este 2020 celebra su 40 aniversario. Aquí reproduzco una de ellas:




Reconozco que me he sentido hasta abrumado de verme ahí. Yo, un modesto corredor que empecé en esto que llamamos ahora running porque me harté de engordar. Me sentía entonces incapaz de completar cinco kilómetros seguidos y ahora ya he logrado los 21,095, aunque mi amigo Sugoi se ría de mi estilo y de mis ritmos. Un simple mail ha reforzado mis ganas de que todo esto pase y las de seguir aportando un poco desde mi puesto de periodista de Las Provincias para que Valencia tenga un maratón de primer nivel mundial y que miles de personas quieran venir a correr a nuestra ciudad.
Eso mientras me animo a dar el salto a maratoniano de verdad, con dorsal, y se me presenta la oportunidad de pasar esa icónica meta como como corredor. Por todo eso y mucho más sinceramente me encanta el hastag #estonotienequeparar. De momento, tenemos una tarea diaria:
Quédate en casa.