El otro día volvía
de correr hacia casa. Vislumbraba a lo lejos el complejo junto al
Mandor en el que resido. Venía recuperando por el propio barranco.
Bebía agua. Recobraba el aliento. Notaba esa extraña sensación de
cansancio y bienestar a partes iguales que me cautivó hace un par de
años. Y observé. Entonces la vi. Roja. Majestuosa en medio de una
alfombra verde. Erguida, con delicadeza y orgullo. Como si fuera
única. Como si tratase de alardear de su belleza. Como si quisiera
ser mía. Y por un instante, deseé que fuera tuya. Fue justo un
segundo. Mis pies recibieron dos órdenes. ‘Ve hacia ella’ y
‘sigue caminando’.
Cuando por pura
inercia obedecí a la segunda orden y alcé de nuevo los ojos vi que
no era única. Eran una legión. Todas bellas. Todas delicadas y
majestuosas. Embriagadoras. Amapolas. Tan cerca de casa. En el
Mandor. Su rojo resalta en el barranco, proclamando que la primavera
ha llegado. Seguí caminando y observé cómo ese entorno
asilvestrado iba cambiando de tonalidad. Del colorado al violeta de
las flores de malva, al blanco y amarillo de las margaritas y al
color del sol del diente de león. Todo condimentado con el manto
verde y salpimentado por el revuelo de alguna mariposa y el trino de
los pajarillos.
Como dije antes
había pensado que una de esas amapolas fuese tuya. Arrancarla y
llevarla a casa para cuando despertases. Pero decidí que no lo
merecíais. Ni tú ni la flor. Decidí dejarla allí, para que
cualquiera que pasase en esa mañana pascuera pudiese percibir y
elogiar su belleza. Que en lugar de marchitarse en unas horas fuese
capaz de seguir proclamando que la primavera ha llegado y con ella
una estación de colorido y alegría, de luz y de vida. Y reflexioné
que eso te regalaría si estuviera en mi mano: toda una vida,
infinita y llena de felicidad.
Por la tarde, antes
de que se escondiese el sol, volví al Mandor en compañía de Zeus,
nuestro perro. Él olisqueaba los hierbajos y señalizaba los
rincones que consideraba suyos. Yo volví a deleitarme con esa obra
de arte natural expuesta a pocos metros de mi casa. Y tomé unas
fotografías, quizás eternas, pero que son sólo una esencia de lo
que había sentido por la mañana.