miércoles, 8 de diciembre de 2010

El viaje de nuestras vidas. Capítulo 3. Pesadilla en Cancún (I), Juntos

El despertador había sonado cuando todavía era de noche en L'Eliana. Habíamos comprobado (casi) todo antes de se subirnos al coche. Viajamos hasta Madrid mientras amanecía. Atravesamos bancos de niebla y llegamos con tiempo de sobra para facturar. Pasamos todos los controles. Los empleados de Iberia, a los que Pullmantur había contratado para embarcar su vuelo de aquel domingo 19 a Cancún, revisaron nuestros pasaportes. Todo parecía en orden.
Nueve horas después, la megafonía del Boeing en el que viajamos anuncia que en unos minutos tomaremos tierra en el aeródromo de Cancún. "¿A que nunca habías visto un aeropuerto entre palmeras? Pues esto es así. Y ya verás cuando pruebes las frutas ricas", me dice Maggie en pleno aterrizaje. Hago algún comentario sobre el aeropuerto, más pequeño y antiguo que el de Manises. Ella me lo recrimina. Mientras bromeamos, observo a un policía: pantalón ajustado, camisa blanca y una aparatosa estrella como las de los sheriff de las películas. Agarra el cinturón con ambas manos mientras mira a los viajeros con cara tipo duro. Me da mala espina.
Nos colocamos en una cola. Quizás acabamos de tomar la última decisión: la suerte está definitivamente echada. Sacamos los pasaportes. Llega el gran momento. En una hora, como mucho, estaremos en el paraíso. En un todo incluido en el que disfrutaremos de nuestra luna de miel. Estoy deseando llegar al hotel. "Hay un problemita. Acompáñeme", escucho decir a un hombre que habla con Maggie.
La chica de la garita, la que había avisado a aquel tipo, coge mi pasaporte, lo revisa en menos de 30 segundos y cuña unos papeles. "Bienvenido a México", me dice. "Gracias pero... ¿a dónde han llevado a mi mujer", le pregunto. "Ella no puede entrar. Le falta un papel. Yo ya no puedo hacer nada", me responde.
Maggie está en una oficina prefabricada. Me está buscando y viene hacia mí en cuanto me ve. Está llorando desconsolada. "¡Que no puedo entrar! ¡Dicen que me van a deportar!". El tipo, un maldito gordo con cara de pocos amigos, pretende que me largue: "Usted no puede estar aquí. Usted ya está en México, pero ella no puede entrar porque le falta el visado". Intento razonar con él, pero se cierra en banda y yo alzo la voz. Seguro que en ese momento cerré la última puerta, la última posibilidad que nos quedaba para que no nos arruinasen el viaje.
"Señor, váyase de aquí o llamo a la policía", me dice. Para entonces, ya habían emergido sus dos secuaces, dos mujeres que iban de simpáticas pero que resultarían ser verdaderas arpías. "Le aconsejo que no pierda el billete. Ella vuelve a Madrid, le dan el visado y vuelve mañana mismo... y usted le espera en el hotel".
Intento serenarme. Llego a valorar esta posibilidad. Tres meses después, doy gracias al cielo por no haber seguido su consejo. "No me dejes sola... vente conmigo", me pide Maggie. Ante las amenazas del puto gordo, salgo de la oficina y aviso a nuestros familiares de lo que ocurre a través del teléfono móvil. Uno de los chicos que cuñan los pasaportes ya me avisa de que estamos en manos de aquel tiparraco, el supervisor de la aduana donde se cuñan los pasaportes. Y viene hacia mi. "Aquí no puede estar. Ya le he dicho que usted ha entrado en México y que no puede quedarse. Váyase a su hotel, que su mujer va a ser deportada".
Ignoro cómo no le mandé a la mierda, pero entro en razón y me sereno. Intento razonar con él. "Por favor, no me amenace con llamar a la policía. Soy un ciudadano europeo normal y no hemos cometido ningún delito". ¡Para qué le dije esto! "¡Yo no te he amenazado y si dices esto voy a llamar a la policía!" Me he dado cuenta de que va a ser jodido dialogar con ese cabeza cuadrada.
"Cariño, vete al hotel. Yo vuelvo a Madrid y mañana regreso", me dice Maggie aún más desconsolada. Desoigo al gordo cabrón y entro en la oficina de nuevo. Hablo de nuevo con las arpías. "A ver, se lo pido por favor. Ayúdenos. Venimos de luna de miel y ella no tiene tarjetas de crédito ni nada. No puede ir sola a España. Nos quedamos toda la noche en el aeropuerto y mañana voy al consulado a por el visado que necesita". Una de las mujeres no abriría más la boca. "¿No se puede pagar aquí una tasa?", llego a preguntar por si buscan la pasta para dejarnos pasar. La otra funcionaria me mira a los ojos, sentada en su sillón y con una mesa de por medio. Cuando acabo, me responde: "Mire, tiene cinco minutos para decidir si se queda o se va con su mujer".
Vuelvo a pedirles que por favor nos ayuden. Que mire cómo está mi mujer de desconsolada. Les explico que la agencia de viajes no nos había dicho que los ciudadanos ecuatorianos, nacionalidad de Maggie, necesitan un visado para entrar en México. Flipan cuando les comento que en Madrid nos han dejado volar sin ese papel. Imploro un poco de comprensión mientras la funcionaria me mira fijamente. Llego a creer que estoy consiguiéndolo. "Cinco minutos. Se queda, o se va", repite en cuanto dejo de hablar. "Sois unos malditos hijos de puta". Lo pienso y aún me sorprende no habérselo dicho. Llego a tener las palabras en la boca.
"Me voy". Hace una llamada. "Vámonos Maggie". Cuando ella se levanta, el gordo interviene. "Ella no puede pasar. Ha de quedarse aquí hasta que embarque en el avión. Usted ha de recoger el equipaje y embarcar". Tranquilizo a mi mujer. Le digo que la quiero y le enseño el móvil. "Te voy llamando", le digo asegurándome que el tipejo lo escuche. "¡No me dejes aquí!", escucho aún a lo lejos. Me encamino por un pasillo hacia mis maletas, aún aturdido ante una situación que no sabía cómo podía resolver.

2 comentarios:

  1. Joer macho! No lo sabía. O esto es un ejercicio de escritura? De cualquier manera estoy intrigado por saber qué pasa al final. No sé si fue verdad o no, pero está bien contado.

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  2. Darío, lamentablemente todo es cierto... Gracias por lo de bien contado... Ya tienes el (casi) desenlace

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