jueves, 16 de junio de 2011

Los amantes del Mandor

Ahí estaban los dos. Regalándose besos con sabor a chicle. Intercambiándose palabras de amor que no va a ser eterno y sonrisas envueltas por espinillas. Un rollete al salir de clase. Sin pensar en el examen de mates de mañana, sin perder un instante en plantearse cómo sería una vida juntos, si los sueldos de médico de ella e ingeniero de él darían para un chalecito como el de papá y mamá.

Él apoyado en un bloque de hormigón. Ella de pie. Él con chándal y ella con vaqueros y un jersey. Las armas de seducción de ambos, unas notitas intercambiadas de forma furtiva sin que los descubriese el profesor de filosofía. El premio, esas caricias con manos rayadas con el boli Bic azul, testigos del madrugón para iniciar una insoportable jornada de instituto.

Cuando suena el timbre, salen en tromba, como el resto de sus compañeros. Avanzan juntos mirándose de reojo hasta que se atreven a darse la mano. Cuando por fin entrelazan sus dedos intercambian una fugaz sonrisa. Hoy toca escapada con la mochila y los apuntes como único equipaje. ¿Para qué más? Tampoco es cuestión de llegar muy tarde a casa. Él tiene partidito de fútbol con los amigos, ella dará una vuelta por el parque con las de clase. Y hay que estudiar para el maldito examen, que no hay que dejarlo todo para el selectivo…

Ahí permanecen un buen rato. Se abrazan. Se besan. Sus risas resuenan tras chocar en las paredes del encauzamiento. Ajenos al voyeur ocasional que los observa embelesado, sin más morbo que el de recordar tiempos pasados. Rememora esos primeros amores gratuitos, sin pedirse nada a cambio pero dándolo todo por un rato, unos días, unas semanas. Aquella sensación de vivir un momento incontrolable pero pasajero, como las aguas que bajan desbocadas por un barranco. El torrente de cariño adolescente acaba por hoy. Hace 15 años nos decíamos ‘hasta mañana’. Probablemente, los amantes del Mandor se hayan despedido con un ‘nos vemos por el Tuenti después de la cena’.

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