Él ha sido taxista.
Ella ama de casa. Él se jubiló pero ella no lo ha hecho nunca. Sale
cada día con el carrito de la compra para que lo que haya en la mesa
siempre sea fresco. Primero eran dos, luego tres y ahora
vuelven a ser dos. Menos cuando su hijo come en casa. Ese día es
fiesta para ambos. Ella elige los productos aún con más esmero y
cocina con una alegría desbordada. En esas ocasiones, él volvía
antes a casa con el taxi.
Tras la jubilación,
él se apuntó al gimnasio. El que queda a unos cientos de pasos de
casa. Ella ha ido cogiendo kilos y la mala circulación le ha
hinchado las piernas, hasta el punto que parece llevar los zapatos
embutidos en los pies. Pero sigue cogiendo el carrito de la compra
cada mañana, venga o no su hijo a comer. Si era el caso, él no modificaba su rutina. Como
siempre estaba en la puerta del recinto deportivo diez minutos antes de
que abrieran y realizaba sus ejercicios, eso sí, con mayor alegría.
Pero como cada día,
acababa también puntual, se duchaba y dejaba la bolsa de deporte en casa.
“Me voy a por mi mujer, a ayudarla con la compra”, comentaba con
algún vecino con una sonrisa. Ya hacía años que aparcó por última
vez el taxi pero no había perdido la vitalidad. Lo único, sufría de la vista y eso motivaba que a veces le costase reconocer a la gente por la
calle. Pero sabía los establecimientos que frecuenta su esposa. A la
hora exacta a la que habían quedado, sin necesidad de whats apps ni
llamadas de móvil, se encontraban en el lugar convenido. Al rato
regresaban juntos a casa. Ella con el carrito, él guiándola con un
brazo y con el periódico bajo el otro.
Así pasaron los
años mientras ambos, él y ella avanzaban en la senectud. Él dejó
el gimnasio, pero ella no aparcó el carrito. “Es que un día cogí
frío y me asusté. ¡No tengo edad para coger una pulmonía!”, se
excusaba él. Pero seguía yendo a diario a por ella. De lunes a
viernes. Viniera el hijo a casa a comer o no. Si llovía, la agarraba más
fuerte, no fuera a caerse. “Pero es que con la circulación que
tiene necesita andar”, argumentaba. “Yo lo sé, pero no me
apetece”, replicaba ella.
Desde hace algún
tiempo, ella ya no sale sola de casa. Siguen yendo a comprar, pero
juntos desde el primer instante. Un día tras otro van a los mismos
sitios de siempre. El taxi es ya un recuerdo vago, el gimnasio una
batallita de ascensor y el periódico, una costumbre cotidiana
perdida para él. “¡Ay, hijo! Ahí vamos… tenemos muchos años.
87 acabo de cumplir”, comenta ella. “Yo… (duda un instante) yo
también”, apunta él. “Tenemos que salir cada día a caminar, lo
necesito para mi circulación. Podría ir con andador, pero yo
prefiero mi carrito de la compra. Además, así se agarra él también
y lo puedo controlar”, explica ella. Tras unos instantes de
conversación vaga, lo mira de reojo y, cuando se cerciora de que
él está ensimismado, gira la cara, realiza una mueca de tristeza e
informa, en un tono más bajo: “Es que tiene alzheimer”.
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