Han sido estas unas
vacaciones atípicas. Quizás por ello aquella tarde anduviese algo
melancólico. Paseaba por L’Eliana sin rumbo fijo. Pensaba en mis
objetivos para el nuevo curso y en uno que me vengo marcando sin
demasiado éxito en los últimos años: reactivar ‘Con Vistas al
Mandor’. Un objeto aparentemente abandonado en medio de una calle
me inspiró. Pero como he dicho estas han sido unas vacaciones
atípicas tras un año extraño, y no he conseguido sentarme a
escribir hasta alejarme muchos kilómetros del Mandor.
Pero bueno, a lo que
iba. Al ver aquel balón quieto, aparentemente olvidado, pensé en
cómo ha cambiado el mundo. En mi niñez un balón no podía
permanecer sobre el asfalto cinco segundos sin que un chaval lo
patease. Ni siquiera en un penalti el lanzador podía garantizarse
que no apareciese otro muchacho como una exhalación para ejecutarlo
por sorpresa. Consumíamos los recreos y las tardes jugando a fútbol.
A veces sin balón.
Recuerdo las pelotas que confeccionábamos a base de trozos de papel
de aluminio. O las más elaboradas acabadas con fragmentos de
materiales algo más blandos y recubiertas de un globo, que hasta botaban.
Fueron un auténtico boom hasta que mi amigo Tonet apareció con el
reglamentario de Italia 90. Por aquel entonces ya gobernábamos los
partidos del comedor del colegio por nuestra condición de ‘mayores’,
etiqueta que te capacitaba para confeccionar los equipos y decidir en
las acciones polémicas. Nosotros, que habíamos sufrido antes a los
‘mayores’ de generaciones previas, disfrutamos de ese privilegio
en 7º y 8º de EGB.
El balón de
reglamento era un arma de poder. Hasta los más pequeños, si poseían
uno, trataban de cuestionar la autoridad de los ‘mayores’
amenazando con llevárselo si no se accedía a sus condiciones. Se
acostumbraba entrar entonces en una negociación amistosa (se le
solían hacer al chaval promesas que luego sólo se cumplían en
parte) u hostil (‘o jugamos o encalamos el balón’).
Años después, ya
más mayor, me he ido muchas veces los sábados a las 15.30 recién
comido para jugar una pachanga bajo un sol de justicia en pleno julio
o agosto. Vamos, que no deberíamos rajar tan alegremente a Tebas por
los horarios de este inicio de Liga. El poder seguía residiendo en
el balón: su propietario marcaba con su llegada, por mucho que se retrasase, el momento del inicio del partido.
Por todos estos
pensamientos me produjo cierto desasosiego observar ese preciado
objeto de cuero abandonado en medio de una calle. Empecé a barruntar
que su dueño quizás lo había dejado ahí tirado para
practicar otro fútbol, el de mando y pantalla. Que si las nuevas
generaciones cada vez pisan menos calle para apoltronarse en el sofá,
que si nuestra niñez era más saludable…
Hasta que giré la
cabeza ante un coro de risas infantiles. Allí estaban un grupo de
chavales de unos diez años, de merendola celebrando el cumpleaños
de uno de ellos. Entendí que habían parado el partido para engullir
unos sándwiches de Nocilla (o quizás, hoy en día, Nutella) o jamón
york bañados en Fanta naranja. Que en un rato los muchachos
volverían a correr detrás de ese objeto redondo. Que el poder de
convocatoria de un balón, se pongan como se pongan los fabricantes
de videoconsolas, sigue intacto. Aún hay esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario