Odio a los
odiadores. Bueno, odiar, odiar no, que es una palabra muy fea. Ese
sentimiento lo he reservado para un par de indeseables, y con el
tiempo he comprendido que tampoco merecen que me envenene. Pero
volvamos a los odiadores. No los aguanto. No entiendo el rechazo a
las modas. Están los runners y los antirunners. Los futboleros y los
antifútbol. Los viciados de las series y los enemigos de la
televisión. Proliferan los críticos gastronómicos y hay quienes
proclaman que se quedan con el típico bocata de tortilla y que lo
demás son pijadas. ¿Para cuándo aprenderemos a respetar la
libertad del prójimo? El último fenómeno que ha despertado amores
y odios a partes iguales ha sido Pokémon Go.
En cuanto lo
lanzaron al mercado, e imagino que como cualquiera, recibí una
tormenta de opiniones. Que si es un juego que está muy bien
parido... Que si otra tontería más para tenernos pegados a la
pantalla... Que si sirve para que chavales que no hacen deporte
salgan a pasear... Que si menudo futuro nos espera con la generación
que se dedica a cazar a Pikachu… Qué queréis que os diga, a mí
me despertó la curiosidad. Espero no decepcionar a nadie -¡qué
diantres, me da igual!-, pero descargué la aplicación de Pokémon
Go.
Estuve un par de
semanas o tres, quizás llegué al mes. Me descubrí recargando
municiones cada vez que entraba al periódico (en la puerta hay una
estación de esas que ya no recuerdo cómo se llaman) y cazando
bichos por medio de la calle. Un búho en un banco, una rata morada
encaramada en el lomo de mi perro, un cerdo deforme amenazándome en
mi sofá… seres extraños. Cerca de casa me salían siempre los
mismos, pero si iba por lugares diferentes, las criaturas eran
también distintas. Esto, claro, te engancha. A caminar y a tener
Pokémon Go en marcha todo el tiempo porque, además, mientras andas
incubas unos huevos de los que también nacen nuevos seres.
Un día, sin
embargo, descubrí que me había quedado sin munición para cazar.
Habría sido poco a poco, pero sin darme cuenta no había recargado.
Pensé un instante y caí en que hacía días que no realizaba esta
operación antes de entrar al periódico o en una rotonda de cerca de
casa por la que salgo cuando voy a pasear a mi perro. Pokémon Go no
me había enganchado, así que decidí eliminarlo. Sin más. Tengo un
amigo mayor que yo que sigue (o al menos seguía) jugando. “El otro
día unos chavales me dijeron: ‘¡Ese es jodido de coger!’.
Cuando se marcharon, mi mujer me dijo: ‘Se estaban riendo de ti’”,
me contó hace ya algún tiempo. A él Pokémon Go le ha servido para
tener algo más en común con su hijo, para divertirse juntos. ¿Acaso
eso está mal?
Mi conclusión es
que no quiero perder tiempo con Pokémon Go, pero simplemente porque
no me ha gustado. Pero tampoco me atrevo a criticar a nadie por ello
cuando yo tengo tres juegos instalados en mi móvil. De hecho, me
parece una gran idea.
Por cierto, se me
olvidaba. Quien haya llegado hasta aquí se siga preguntando por qué
Pokémon Go me ha costado dinero. No he pagado por avanzar más. Es
sencillo. Un día, cuando estaba enganchado al juego, iba paseando
por la calle. Saqué el móvil del bolsillo para comprobar si había
algún bicho que cazar y sin darme cuenta arrastré un billete de 20
euros. Palmé la pasta y tampoco había un nuevo Pokémon para mi
colección. Prometo que ese incidente sólo causó algunos
exabruptos, no fue el motivo de que borrase la aplicación.
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