jueves, 10 de diciembre de 2009

Metamorfosis en un buffet


Desayuno: café con leche, dos tostadas (una con mermelada y mantequilla y otra con tortilla francesa), dos donuts, una mini napolitana de crema y dos mandarinas. Comida: canelones, pasta con salsa de tomate, sopa de puerros, ensalada, pastel de coco, mandarinas y helado. Cena: similar al almuerzo, pero paso de detallarlo porque sólo de recordarlo ya se me sale por las orejas.
Esta ha sido mi rutina, mi malsano hábito alimentario durante dos días. Menos mal que sólo se ha prolongado durante nuestra última escapada a Calpe. Antes de hablaros del viaje, lanzo una pregunta: ¿Por qué sufrimos una extraña metamorfosis al entrar en un buffet?
Mi almuerzo rutinario sería un café con leche, algo de fruta y dos tostadas con aceite y sal. Para comer, ensalada y un plato... Nada comparable con mi menú made in Costa Blanca. Ya de regreso, una amiga a la que trasladé mi preocupación me ofreció la clave: "Nos volvemos locos cuando algo es gratis".
Creo que eso es. Por ejemplo, ¿quién no ha tenido en un rincón durante meses la horrible taza o las inútiles chanclas que regalaban por un menú en el Bocatta? ¿Quién no ha comprado el número 1 de una colección por fascículos que sabe que no va a completar justificándolo con un "total por un euro"?
Tendemos a almacenar regalos absurdos y a reaccionar con ansia ante las supuestas gangas, como si se las quitasen de las manos. Y en el buffet pasa eso. Es inevitable. Ya sea en el hotel, o si se va a uno de estos de comida china a ocho euros. Los asiáticos, que por mucho que sonrían haciéndose el gilipollas son más listos que el hambre y saben cómo nos las gastamos los españolitos, sólo sacan las bandejas de arroz del bueno y el pollo a las 15.50, cuando estás lleno de comer las sobras del día anterior y se garantizan que esas viandas van a llegar a la noche.
Pero para entonces, ya te has comido con ansia los alimentos mustios y recalentados y ya vas por el cuarto helado, que por la textura adivinas que se ha descongelado siete veces después de que los hayan comprado por palés en un almacén que los tenía a punto de caducar.
Y en esos buffets, donde los cocineros juegan una eterna partida de ajedrez con los comensales gorrones, solemos atiborrarnos, aunque pensamos que podemos elegir, de las viandas que eligen desde la trastienda, las que por una razón u otra quieren dar salida inmediata.
Desde el chino hasta el cocinero del hotel, pasando por las tiendas de barrio, el supermercado hasta el alto ejecutivo de una multinacional se saben el truco del almendruco: los consumidores, ante el reclamo de gratis, todo incluido o ganga, picamos como viles besugos.
Para no deprimirme en esta noche de insomnio, y como terapia de choque para la vuelta a la realidad, antes de dormir recordaré, buffet aparte, esa escapadita a Calpe.
Como cualquier pueblo de la Marina Alta, la localidad del peñón, como se le conoce, es un enclave más que recomendable. Y es que una visita obligada es la del parque natural del Peñón de Ifach. Ya sea la laboriosa subida al peñasco o bordearlo por el paseo Príncipe Felipe, la excursión lleva incluido el idílico y eterno graznido de las gaviotas.
El puerto pesquero, pasear por las playas, las tiendas de souvenirs o los restaurantes donde degustar una paella, pescado o una mariscada (a quien le gusten los productos del mar) son razones suficientes para visitar Calpe.
Nosotros estuvimos en el hotel Sol Ifach: habitación limpia y nueva, buen servicio (aunque la llave se descodificó los dos días), aparcamiento asegurado y pensión completa por un precio razonable. Si vais, yo pediría una habitación alta, en el piso 12 como mínimo.
En el caso de que esté orientada de espaldas al mar, veréis las salinas de Calpe, con sus flamencos y otras aves que anidan en los humedales. En el caso de que el balcón se asome al mar, tendréis la sensación de tocar el Peñón de Ifach.
Entre los pocos detalles que me faltaron para que el viaje fuese perfecto, está el de ver un amanecer con esta última estampa como telón de fondo. Con el paso de las horas, envidio ese insomnio que permitió a Maggie inmortalizar ese inicio de un nuevo día en el cielo de Calpe.

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