domingo, 3 de enero de 2010

La Lela de todos

Tengo la virtud de contar con una buena hemeroteca mental. Espero que el alzheimer tarde en incendiar este archivo de incalculable valor. Entre mis episodios favoritos está mi infancia, feliz y sin preocupaciones. Y uno de los personajes secundarios muy relevantes fue la Lela. La recuerdo en el hall de Vives, siempre rodeada de sus nietos y otros tres o cuatro niños. Todavía tengo presente el aroma del bocata de queso que una vez me dio a trozos partidos con sus manos, con paciencia, mientras jugaba con mis colegas. Jamás se me borrará su sonrisa eterna. Eso dicen, porque se negó a borrarla incluso en los momentos más duros. La señora Manolita ya no está. Ayer se marchó, según comentan, después de esbozar su gesto más bondadoso.
Porque dicen que sonrió, a pesar de que ya sabía que la vida se le iba sin remedio, como el aire a un globo pinchado. Apretó la mano a Esther, su hija, cuando le preguntó si quería que la trajeran a Valencia. El cáncer ha permanecido escondido en ella, traicionero, hasta que ya había acabado su letal obra. Algún matasanos no quiso o pudo verlo. Pero eso es otra historia.
No pienso empañar este post con ninguna mala palabra porque no se lo merece. A la Lela jamás la vi insultar, o hablar sin respeto, ni siquiera demasiado enfadada. Si las personas no somos perfectas, en su caso habría que llamar a Sherlock Holmes para encontrar un fallo. Dicen que siempre se habla bien de las personas cuando mueren, pero es que ella, su recuerdo y la esperanza de la vida mejor en la que creyó, jamás perecerán en el corazón y la mente de quienes la conocimos.
La Lela siempre ha sentido devoción por Dios, su familia, y los niños. Por este orden. Jamás le escuché un reproche al Cielo en los dos años en los que el cáncer, otra vez el maldito cáncer, consumió al señor Doménech, su esposo. Trataba de sonreír y su peor gesto era la seriedad cuando escuchaba a su marido quejarse por el dolor.
Sus últimos años no han sido excesivamente buenos. La vi menos, y pese a ello, saludaba siempre con una sonrisa y ha cuidado a sus biznietos. Lo ha hecho hasta el final, como toda la vida, porque para ella, la familia era lo segundo.
Ha permanecido siempre cerca de sus tres hijos, Manolita, Paco y Esther, hasta que la última decidió buscar fortuna en el otro lado del Atlántico. Y su último viaje, cosas de la vida, ha sido para pasar tiempo con ella y su familia. Hasta para irse y sin saberlo, ha sido equitativa. La Lela era feliz cuando en torno a su mesa se reunían todos y en su casa se escuchaba gritar a sus nietos. O cuando más creciditos, empezaron a llegar las parejas de estos y algún biznieto.
Estuvo cuidándolos hasta principio de diciembre. La señora Manolita adoraba, en sentido figurado, a los niños. Eran su perdición. Disfrutaba. Para ella no era un trabajo darles de comer, jugar, estar pendiente de ellos. Y por eso, a sus 80 años, jamás había puesto pega alguna para quedarse con alguno o con muchos mientras sus padres iban a trabajar o a cenar con amigos.
La Lela vivió en Valencia y en Petrés (Sagunto) y nos dejó ayer en París, de donde vienen los niños. Por que ella, y quizás ahí está el secreto, tenía la misma maldad que el más cándido infante. Si efectivamente existe el Dios en el que creo y el paraíso por el que suspiro, no tengo duda alguna de que allí estará la señora Manolita.
Aunque es inevitable, sé que ella no querría vernos llorar. Si pudiera, nos miraría, como siempre, con sus ojos escondidos detrás de sus enormes gafas antes de sonreír para quitarle hierro al asunto. Quiero recordarla así, dándome el bocata cuando era un chaval y hablando con calma, amor y bondad. Deseo que este adiós sea un hasta luego. Y ansío que este post sea eterno y a los que la quisieron les guste, porque ella y su familia lo merecen. Gracias por todo Lela. Hasta pronto

No hay comentarios:

Publicar un comentario