miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un cartelito en el ascensor


El otro día subí en un ascensor. Una tarea mecánica, a veces incluso incómoda. Son apenas 30 segundos de actividad de alto riesgo. Te puedes encontrar con alguien que no conoces de nada, con la que cruzas un frío "buenas tardes" y el deseo irreprimible de acabar ipso facto ese viaje a un palmo de distancia con alguien con quien mantienes una complicidad cero. La cosa puede complicarse si ese vecino parece no haberse leído el extenso manual de instrucciones del jabón. También resulta más incómodo cuando el compañero se convierte en compañeros de viaje: odio a la típica parejita que entra en el estrecho habitáculo en plena marejada y te hace partícipe de su discusión.
Abro la puerta. Respiro aliviado. No viene nadie. ¿Seré un insociable? Cierro la puerta y cuando pulso a mi destino, mis ojos me invitan a descojonarme y mi olfato despierta un irreprimible instinto asesino. Si la parejita enfadada me resulta molesta, el capullo que no puede esperar a hacerse el pitillo en la calle o en su puñetera casa me parece un enorme grano en la rabadilla. Ese era el caso.
Algún vecino, en un alarde de empatía infinita, había subido o bajado en el ascensor fumando, sin pensar en que toca las pelotas a los no fumadores y molesta a los usuarios que padecen de rinitis o asma alérgicos o están pasando un resfriado.
Mientras le deseaba el fuego eterno, más que nada para que ese insolidario fume bien a gustito y todo lo que quiera en el mismísimo averno, leí un cartelito que había colocado otro vecino con el que me siento totalmente identificado: "Por favor, no sean cerdos y absténganse de fumar en el ascensor. ¿Les gustaría que yo tirase una caja de bombas fétidas?"
Con una mezcla de indignación y diversión llegué a mi destino. Una hora después, cuando volví a usar el montacargas, el cartelito no estaba. Me imagino a otro vecino, sosteniendo su fétido cigarrillo con los labios, arrancando el papel mientras murmuraba alguna blasfemia dedicada al "maleducado" que hubiese colocado la leyenda. Espero por lo menos que la chimenea portátil estuviese recién encendida y se le cayese al suelo mientras profería un insulto.
Esta pequeña experiencia me resulta divertida, pero al mismo tiempo me preocupa. Soy un poco sectario con los fumadores, pero reconozco sus derechos en algunos lugares: un pub, un bar, la casa y el coche del propio consumidor de cigarrillos, la calle...
Sin embargo, estoy un poco cansado de su indignación. De ese papel de víctima que asumen porque el mundo no es solidario con ellos, como si tuvieran la lepra o la peste... no, pero sí que atufan. No voy a adoctrinar a nadie profetizándole cáncer de pulmón si sigue fumando.
Contando esta historia sólo pido respeto. No quiero que ningún fumador intente entrar en mi coche con el pitillo en la mano. Os pido por favor que seais solidarios. Igual que no os gustaría que alguien realizara una flatulencia en el viaje del ascensor, vuestro pitillo despide un humo concentrado que impregna ese reducido ambiente.
Con este post persigo el mismo fin que el autor del cartelito en el ascensor: que los cigarrillos que tanto disfrutan los fumadores, molestan al resto. Igual, como ese papel, esta reflexión despierta el rechazo de alguien. En este caso, no podrá arrancarlo.

1 comentario:

  1. Muy de acuerdo contigo. La capacidad empática de la sociedad del siglo XIX esta muy lejos de la asertividad que deberiamos de tener todos para una respetada convivencia.

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