jueves, 28 de mayo de 2020

Desescalada en el Mandor (VII): La visita al veterinario

El otro día fui al veterinario. Luis me cae bien. Intuyo, eso sí, que yo a él mejor, pues cada vez que nos vemos me dejo un pico en su clínica. Entre vacunas, collares y una consulta para Bimba, la cuenta ascendió a unos 130 euros. "Nos vemos pronto", se despidió de mi, amable, Amparo, su auxiliar. "Mejor tomando una cervecita por el pueblo", le repliqué antes de la carcajada de ambos.
A lo que iba. Luis me enseñó cómo ha acondicionado el cuarto de baño para minimizar los puntos de contacto y, por tanto, de riesgo de contagio. Me mostró cómo ha automatizado la cisterna, el grifo del lavabo, el surtidor de jabón... lo que no ha encontrado es un sistema para que la tapa del inodoro cierre sin la tracción mecánica de nuestras manos.
"¿Y no has pensado en quitarla?", le comenté ignorante. Luis me hizo ver de repente mi error. "Es que recomiendan cerrarla siempre, porque al tirar de la cadena salen disparadas muchísimas partículas y el intestino es una de las partes del organismo donde más prolifera el Covid-19", me explicó. Me vino a decir que las heces pueden transmitir el coronavirus y que al accionar la cisterna, si no tapamos el váter, desencadenamos un bombardeo de caquitas microscópicas que, si estamos infectados, contaminan toda la estancia... y ya está el lío montado. ¡Vaya mierda!
Espero que me permitáis que, tres meses después, me haya tomado la licencia de ser un poco escatológico. A cambio yo seguiré aguantando con normalidad que haya quienes no devuelvan el saludo ni den las gracias cuando les sujetas la puerta y les cedes el paso. Sí, eso también me pasó a la vuelta del veterinario con cuatro vecinas, dos mujeres y sus respectivas hijas. Ante su impertinencia, les grité, manteniendo los dos metros de seguridad, por supuesto: "¡De nada, eh! ¡Un abrazo!". Ni se giraron a ver qué pasaba. Con el virus de la mala educación no hay desescalada que valga,

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