lunes, 13 de julio de 2009

La hija del conde de Mundonor

Hoy publico mi primer relato en este blog. Se trata de un cuento para mayores que quieren seguir siendo niños, una especie de cuento de hadas con final feliz. Lo escribí hace algo menos de un año para Maggie, la 'princesa' que un día dio sentido a mi vida y con la que, si Dios quiere, compartiré muchos días de vistas al Mandor. Este texto es suyo, yo se lo regalé, y ahora lo comparto con todos los que entreis en este espacio. Creo que es el mejor punto y seguido a mis vacaciones de verano.


La hija del conde de Mundonor

Ladisa acarició las crines de Luciérnaga. La majestuosa yegua blanca piafó al tiempo que giraba la cabeza, como si con ello quisiese solidarizarse con la hija del conde de Mundonor. La joven era alta y esbelta, con una melena negra y lisa que no desentonaba con sus vivaces ojos verdes. A sus 21 años, era una consorte perfecta para cualquier noble o proyecto de ello en edad de abandonar la soltería. El día era soleado pero, al mismo tiempo, uno de esos que ella tanto odiaba. Su padre había organizado una cacería como acto social para que congeniase con un pretendiente.

Jacobus era el reflejo de Peter. El imponente cordel negro lanzaba sus patas a ritmo cansino, como si quisiese imitar la tristeza de su amo, el príncipe heredero del trono del Este. El joven había acudido a Mundonor por expreso deseo de su padre, amigo de infancia del conde. Ambos hombres querían sellar un pacto que les sobreviviese a ellos. Dueños de grandes extensiones de terreno y señores de miles de vasallos, el bienestar de ambos territorios había dependido de la buena relación entre los dos nobles. Pero el plan le obnubilaba. Ladisa era hermosa, la mujer que todo casadero querría desposar. Pero era famosa en el mundo entero por los desplantes dados a sus pretendientes. Lo comentaban todos los participantes en los torneos, mozos musculosos fruto del deseo de todas las muchachas. Pretender él lo contrario se antojaba un suicidio.

Cuando sonó el cuerno, Ladisa respiró aliviada. Montar junto a aquel principito soberbio y seguro que maleducado la cargaba. Brazos musculosos, mallas ajustadas resaltando hasta las partes más pudentas y una barba de tres días atractiva pero que pretende denotar su cargante masculinidad. La joven espoleó a Luciérnaga, pensando con sorna que aquellos bellos ojos azules mirarían ahora perplejos cómo la dulce damisela se alejaba al trote, como si se tratase de un chicote.

Peter salió de su letargo al oír el cuerno y el relincho. El príncipe vio al conde, a su padre, el rey, y a los sirvientes de ambos, seguidos por una jauría de podencos, adentrarse en el bosque a galope tendido para tender una trampa mortal a algún desdichado ciervo. Cuando miró a su izquierda se percató de que ella no estaba. Esas cacerías siempre buscaban lo mismo: mientras los mayores se divertían, los tortolitos rompían el hielo, sellaban lo más parecido al noviazgo para desentonar lo menos posible en su inevitable paso por el altar. El problema era que la montura de su posible futura esposa se adentraba encabritada en la espesura.

Miró hacia atrás y vio a un joven aturdido y desconcertado. Sus facciones denotaban sorpresa. Otro más. Seguro que se empezaba a percatar que la joven Ladisa no era una damisela que gustase de la costura y le cantase todas las noches antes de iniciar otro tipo de pasatiempos. Este parecía más calladito que los demás. Mejor. Sería pan comido. No estaba dispuesta a ser la mujer florero de ningún noble. Aunque eso significase ser la reina del Este.

Espoleó a Jacobus preocupado por la joven. El soberbio animal alcanzó en dos zancadas a la preciosa yegua de la hija del conde. Jinete y corcel componían una bella estampa, digna de las leyendas élficas que su institutriz le había narrado durante su plácida niñez en la corte. Peter quedó embelesado al observar el rostro de Ladisa, esos ojos verdes entornados, la mueca en su pequeña boca que denotaba concentración y, sobre todo, la soberbia cabellera negra al viento. En una décima de segundo, el príncipe notó el flechazo que causó un hormigueo en el estómago.

A Ladisa le llamó la atención. El tipo era diferente. Se habían adentrado en el bosque y ya no trataba de socorrerla, como si se tratase de una mozuela desvalida. La joven se giró y vio al príncipe Peter con la mirada clavada en ella. Su rostro sorprendido la aturdió, máxime cuando al dejar de soportar la mirada, se fijó en sus riendas, asidas con firmeza por sus brazos muscolosos. Los mismos que seguro que esa noche, de regreso a la corte, estrujarían el cuerpo de cualquier pelandrusca en alguna posada.

Peter salió de su ensueño de golpe, el mismo que escuchó. La elfa que le había dejado prendado desapareció sin más. Cuando vio a su yegua alejarse bosque adentro supo que algo iba mal. Tiró de las riendas y Jacobus lanzó una sonora protesta en forma de relincho antes de detenerse. Cuando obligó a su corcel a girarse 180 grados para retroceder, la vio. Estaba en el suelo y no se movía. El príncipe desmontó y corrió hacia ella.

Apenas lo oía. Maldita rama. Había pasado mil veces por ahí, pero ese odioso príncipe la había desconcentrado. Sabía de memoria que tenía que pegarse a las crines de Luciérnaga, pero por primera vez en su vida no lo había hecho, y ahora iba a ser el hazmerreír de toda la nobleza. Ella, la altiva Ladisa, tumbada por un árbol. Haría que lo talaran. Mejor no, eso daría un dato a los juglares para adornar la leyenda. Que todo acabase cuanto antes.

No podía decirle nada. Pese a estar manchada de tierra, la muchacha conservaba todo su porte. Los rasguños en la mejilla y en los brazos le conferían un aura de aventurera que, para él, la hacían más atractiva. Empezaba a comprender por qué sus rudos compañeros aprendices de nobles habían salido trasquilados de Mundonor. La hija del conde no era una esposa frágil y amante de la corte, eufemismo empleado para definir a las doncellas florero. Esas a las que sólo has de dirigirte por las noches para compartir con ellas el lecho. Las que les gustaban a sus amigotes.

A Ladisa le extrañó que no la cargase como un saco de patatas en el caballo y la llevase a galope al castillo para regresar a la cacería. Temió, pese a que sabía que no se atrevería por muy hijo de rey que fuese, la violación cuando le dejó al descubierto las piernas y los brazos. Se tranquilizó cuando le lavó las heridas con agua fresca y se estremeció cuando le quitó la suciedad del pelo y se lo alisó. Sonrió un hormigueo en el estómago cuando le sonrió clavando los ojos en los suyos y le pidió que bebiese. Se sintió segura cuando esos brazos invirtieron la misma fuerza que había asido las riendas del corcel negro en sujetarla a ella, pero lo hicieron con dulzura.

Aún no le había dirigido la palabra pero Peter seguía flotando en su mundo. La muchacha mantenía su porte señorial hasta convaleciente. El simple gesto de beber a él le inspiraba pasión. Las dos lágrimas que brotaron de esos ojos a juego con el bosque atrajeron como un imán a las suyas, que por mucho que quiso evitarlo pasearon de inmediato por sus mejillas.

El conde de Mundonor había detenido la cacería, ante la protesta general, sólo una hora después de iniciarla. La comitiva, con el noble y su amigo el rey a la cabeza, habían regresado al galope al castillo. Los apuntes de “esos tortolitos se estarán conociendo” no le satisficieron. Conocía a su hija. Sabía que un pretendiente como el príncipe Peter aguantaban media hora a lo sumo hasta incorporarse a la cacería. Había pasado algo y la intuición de padre no le defraudó... en principio, lamentablemente.

Esa misma intuición le hizo sonreír como un bobo desde la ventana durante los siguientes dos meses. El desasosiego de ver a Ladisa postrada en la cama llena de vendas y ungüentos se disipó cuando ella misma le contó lo que había pasado. Al conde le dio un vuelco el corazón y sintió una repentina alegría paterna la primera vez que su hija pronunció la palabra Peter para referirse a su príncipe salvador. Verlos a los dos jugar en el patio con espadas de madera y partir a pasear al bosque a lomos de Luciérnaga y Jacobus colmó su felicidad. Pidió papel y tinta. El rey debía empezar a prepararlo todo.

El monarca se sorprendió. Su hijo Peter era conocido entre toda la nobleza por ser demasiado blando, algo que a él no le desagradaba. Sin embargo, cuando acudió a Mundonor para que su vástago cortejase a la bella Ladisa, temió que la reputación del joven quedase tan dañada que en el futuro, la corona del Este le resultase demasiado pesada. Sus bigotes no pudieron envolver la sonrisa de oreja a oreja cuando vio la estampa que le hizo recordar el día que él también pasó por el altar.

Peter temblaba cuando cogió el aro macizo, pero asió con firmeza y dulzura el dedo anular derecho de Ladisa. La radiante hija del conde ni siquiera hizo un esfuerzo para reprimir las lágrimas. El sí quiero denotó amistad, decisión y muchísimo amor. El rey sintió como le habían quitado una losa de encima. Había matado dos pájaros de un tiro. La estabilidad de Mundonor y el Reino del Este estaban garantizadas, y la felicidad del príncipe y la primogénita de su mejor amigo, también.


2 comentarios:

  1. te habia escrito y creo que no se ha publicado...decia que: aveces leo el cuento antes de dormir...me encanta...

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