jueves, 2 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XV): La sanidad pública española

Hablo en tercera persona, aunque en mi escrito de hoy, como casi siempre y como corresponde a un blog personal, lo vaya a hacer en primera del singular. Me explico. Gracias a Dios, de momento y toco madera (mi cabeza), no he tenido que acudir en estos días a un hospital. No sé si habré tenido carga vírica sin darme cuenta y soy un asintomático del Covid-19. Ojalá. Lo cierto es que no me he puesto enfermo, aunque conozco gente (Maggie sin ir más lejos) que trabaja estos días en la sanidad y otros que han tenido que acudir a ella.
Esta situación nos da tiempo. Puede faltar dinero, lamentablemente a mucha gente demasiado, pero lo que todos pueden prestarnos son horas. Por ello, cuando haces una llamada para saludar a alguien, al menos una de las dos partes afronta la conversación sin prisa. Esta mañana he charlado con la madre de Maggie. Hago un inciso: '¡Tu suegra!', me dirá alguno, pero no, no me gusta porque la palabra suegra me parece malsonnte y me recuerda al chiste de '¿Cómo se dice suegra en griego? Estorbas' y, como no me gusta el término y Reina me cae bien, pues la madre de mi mujer, y al que no le guste, ya sabe. Lo dicho, que hemos estado charlando de cómo llevan el confinamiento ella y Juan, su marido (lo de suegra lo aplico para suegro) y me ha contado un poco cómo están las cosas por Ecuador, su país natal.
Me contaba que allí la gente se muere en plena calle. Que hay casos de personas que, cuando ya se sentían extremadamente débiles, han salido hacia el hospital y que se han desplomado en plena vía pública. Que como hay miedo, el cadáver (otra palabra que me parece horrible) puede quedarse en el sitio hasta cuatro días. Y que hay hogares en que sacan los féretros a las calles cuando empiezan a oler porque los servicios fúnebres tardan varias jornadas en hacerse cargo de ellos.
También me dice de las familias que viven al día. Que sus ingresos se limitan a lo que saquen cada jornada de ir a trabajar. Si ahora están confinados, han de subsistir como puedan, sin contar con ayudas sociales del Gobierno. Que el presidente de la República no sale por la tele ni siquiera a dar la cara y que el teléfono de atención al coronirus es como si le hablas a la pared.
Bueno, vale, ya dejo de contar miserias. Mi amigo Arturo está poco a poco recuperándose pero le noto a diario algo desesperado, con razón, porque le han dejado como un caso que evoluciona por sí solo y probablemente no vengan a hacerle la prueba que le declare sano. A Villena lo mandaron a casa cuando empezó a colapsarse el hospital y está casi en las mismas. A ambos los he leído y oído quejarse, con argumentos. Porque tenemos una sanidad pública que está entre las mejores del mundo a la que nos hemos acostumbrado en las últimas dos generaciones.
Está claro que los recortes de unos ejecutivos y la falta de previsión de otros ha ayudado a que el coronavirus lo haya tenido más fácil para colapsarla. Pero pensemos que aquí, al menos por ahora, se respalda a la gente sin recursos y se atiende a todos. Yo espero que todo esto nos haga mejores: los políticos, que piensen un poco menos en sus sueldos y gestionen mejor el dinero de nuestros impuestos; los ciudadanos, que estemos menos pendientes del fútbol o de nuestra serie favorita y les recordemos más a menudo que les pagamos para gestionar el estado del bienestar. Tampoco estaría de más que nos acordemos más de Sudamérica y de África, donde se agolpa la mayor ratio de injusticias por metro cuadrado.
Entiendo que, lamentablemente, será una utopía si todo esto pasa. Por ello, me contentaría con que sigamos reconociendo cada tarde a las 20 horas a aquellos que nos cuidan como hasta hace poco ensalzábamos a nuestro futbolista favorito.
Ojalá esto pase y nos cambie para bien.

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