sábado, 25 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXXVII): La última noche con el abuelo

Nochebuena de dosmilnosecuantos. Estaba hablando con Maggie a través de Mesenger. Sí, sí, de Mesenger, que ya hace unos años. No sé si habíamos empezado a salir. De lo que sí estoy seguro es que fue una de los últimos 24 de diciembre que no hemos cenado juntos. Estábamos en ese momento de la relación en que te pasas las horas pegado a una pantalla, hablando de todo y de nada mientras las horas te parecen minutos y los minutos, segundos. De repente, ese universo de vino y rosas se paró cuando en mi habitación entró él. Y con su sonrisa picarona, la de hablar de fútbol o la de ir a por el helado al chiringuito de la playa antes de volver a casa cuando yo era niño. Siempre recordaré las monedas que llevaba escondidas en el bolsillo pequeño de su pantalón corto: de 20 y 40 duros, en previsión de que siempre quisiera el más grande y caro. De cómo metía esos dedarros entre la tela para extraer el dinero y pagaba los dos cucuruchos, iguales. Sí, porque el abuelo también era goloso y mi elección no era más de una coartada para elegir él también la mejor golosina.
Andaba yo por aquel entonces ya un tiempo recordando esos y otros tiempos pasados con un hombre que ya no era ni la sombra de lo que había sido. Lo vi entrar y le saludé con un '¿Qué tal abuelo?' que pronuncié con la única esperanza de que me soltara un casi inaudible '¡Pse!'. En cambio, se puso a hablar y por un buen rato volvió a ser el hombre con el que me crié. Tanto, que me despedí de Maggie casi con prisas y me puse a escucharle con atención.
Me contó una de tantas que ha pasado una generación hecha a vivir sin nada. De las caminatas de cuatro horas para ir a labrar y de cómo a veces se quedaban toda una semana en el campo. "Dormíamos en una cabaña y si llovía... ¡pues nos chopábamos!". Relató de buen humor aquel aguacero que los caló hasta los huesos, porque aquello más que goteras eran cascadas. "Buscamos el único sitio donde no caía agua". Pero no para cobijarse. No. Para colocar el fuego y freír unas patatas a lo pobre. Las hacía de vicio, como pudimos comprobar sus nietos, sólo que en su juventud no eran un lujo, sino lo único que echarse a la boca tras una dura jornada de trabajo de sol a sol.
Mi abuelo nació trabajando y se vino a Valencia en busca de un futuro mejor... también doblando el lomo. Se jubiló con todo merecimiento y entonces ya le había cambiado la vida. Capaz de adivinar si iba a llover sólo con observar el viento, no supo leer hasta que cayó en sus manos una Biblia. La suya, que todavía andará por casa de mis padres, estaba subrayada una y otra vez. Unas veces con rotulador fluorescente, otras con plastidecor, también alguna con bolígrafo... cualquier texto que le recordase al Dios de amor que él había conocido, lo señalaba. A efectos prácticos, todo el libro parecía un arco iris de papel, símbolo de una existencia que había adquirido un nuevo color cuando halló una esperanza.
Y en estos días, en los que sentimos aburrimiento, temor a la enfermedad, preocupación por el futuro nuestro y de nuestros familiares, sé que mi abuelo habría confiado. Por eso, aunque a veces no me lo parezca, en estos tiempos he descubierto que confío en su Dios. En el de mi abuelo.
Tras aquella Nochebuena, uno de los mejores hombres que he conocido en mi vida -yo creo que el mejor, pero es que soy subjetivo- enfiló de forma inexorable hacia el descanso. En realidad ya llevaba un tiempo enfermo, y por eso agradezco más aún a nuestro Dios aquella hora y pico, antes de la cena, de mi última noche con el abuelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario