miércoles, 8 de abril de 2020

Cuarentena en el Mandor (XXI): La mascarilla

Llevar mascarilla es una tortura. Hoy ha sido el día de salir a la compra para mis padres y, claro está, he aprovechado para aprovisionarme yo también. He ido al papero (así se conoce en todo el pueblo la tienda que hay en la peatonal junto al ayuntamiento), a la quesería (donde me he encontrado la puerta en las narices), la herboristería, la frutería y el supermercado. Del tercer establecimiento he salido con una caja y un par de bolsas que pesaban sin exagerar 25 kilos. "Tranquila, que tengo el coche a 200 metros", le he dicho a la dueña cuando me ha propuesto que lo trajera.
Quería economizar tiempo y he confiado en mis horas de gimnasio, insuficientes a todas luces. He llegado al coche ya agobiado por la falta de oxígeno, con ganas de quitarme la maldita mascarilla que ya no sé si me protege de los virus de los demás o al resto de los que pueda liberar yo. El paso por la frutería (esta vez sí que he aparcado mal para cargar la ingente cantidad de productos frescos que ha comprado mi madre) tampoco me ha aliviado... ni el agobio de intentar ser solidario en el supermercado: cuando antes saliera yo, más pronto entraba otro de los clientes que hacen cola.
Cuando he regresado a casa, de donde he salido a las 13.30, eran las 15.30. Se me han pasado volando dos horas en las que la última tarea ha sido descargar la compra en la puerta del chalé de mis padres, sin entrar en contacto con ellos para tratar de mantener el puto Covid-19 alejado de su hogar. En el mío he tenido que subir una caja, menos pesada que las otras, descargarla, completar la comida que gentilmente había empezado a preparar Maggie y engullirla en diez minutos mientras retomaba mi jornada de teletrabajo.
A esa hora estaba ya para descansar. Me seguía notando fatigado a pesar de que hacía ya unos minutos que me había despojado de la mascarilla no sin antes maldecirla. Cuando he recobrado un poco el aliento, he pensado en nuestros sanitarios. En los que se pasan horas y horas con ese artilugio protegiéndoles mientras curan a los infectados, a costa de racionarles el oxígeno. He entendido lo que dice Maggie cuando cada día regresa de la residencia donde trabaja. Y sí, no se lo hemos recordado lo suficiente: son héroes, los putos amos. Del primero al último. Nosotros sólo tenemos una tarea.
Quédate en casa.

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